Sábado, 22 de junio de 2013 | Hoy
Por Jorge Tartarini
En reiteradas ocasiones hemos llamado la atención sobre los poblados históricos y las dificultades que lleva una efectiva protección y recuperación. Llamamos la atención sobre la imposibilidad de considerar la preservación de sus recursos culturales y ambientales disociada de las condiciones socioeconómicas de la población, de sus expectativas de vida, con una dimensión profunda y no pasatista de la cultura local. Más aún teniendo en cuenta que su patrimonio se encuentra asociado a las peores formas de pobreza en nuestro país. Una miseria de raíces estructurales e históricas, inentendibles por sí solas si no se ven en el marco más amplio de desequilibrios territoriales y demográficos, de economías estancadas y dependientes de un asistencialismo que humilla más a emisores que a receptores. Paradójicamente, hablamos de regiones saturadas de estudios, locales e internacionales. Algunos de ellos valiosos pero dormidos Dios sabe dónde; otros, hechos desde fuera, es decir, sin asidero con las necesidades reales, falsamente antropológicos, pasatistamente turísticos, cercenadamente patrimonialistas, ausentes de todo abordaje multidisciplinario. Una mirada actual a estos poblados desnuda las limitaciones de una cultura que nace, se difunde y vende como propia en grandes centros urbanos y que cae sobre ellos en forma de escenografías vanas, frágiles y maleables a los caprichos del inversor de ocasión. A los espejismos del turismo soja, equivalentes al monocultivo salvador. Pero, antes de caer en la recurrente costumbre de sacralizarlo como industria sin chimeneas o maldecirlo como germen de todos los males, reiteramos por enésima vez que su manejo adecuado ha contribuido a salvar del ocaso áreas deprimidas. De la misma manera que, bastardamente utilizado, las ha desfigurado irremediablemente. No faltan ejemplos. A menudo, sus beneficios raramente llegan a la gente del lugar, que lo mira extramuros, como sucede cuando en sus entornos antiguas casonas se convierten en lujosos hostales, entre viñedos con cepajes for export. Turistas llegan, sí, pero encapsulados, sin contacto con ellos ni sus demandas. “Ni para comprar un clavo han venido a nuestros comercios”, dicen los parroquianos que presenciaron todo el proceso de su construcción. En otros casos, los residentes se resignan a convivir con artesanías de otra parte, de esas que abundan en Recoleta, Budapest o Katmandú. ¿Qué hacer frente a tanta banalización, frente a ese rol nefasto que nunca atraviesa la epidermis de la cuestión? En primer lugar sería de suma utilidad conocerlos desde dentro de ellos. Saber de sus demandas reales, y elaborar soluciones consecuentes con ellas. Remedios que ataquen de lleno la fragilidad de mecanismos de protección ausentes de una visión integradora más que parcialmente restrictiva. Y marcadamente endeble cuando debe interactuar lo local, lo regional y lo nacional. Sabedores de estas falencias, los destructores de siempre encuentran intersticios para colarse y hacer de las suyas. Promediando los ’80, en la zona de la Emilia Romagna visité un pequeño pueblo, Sasso Marconi, la patria del inventor. Allí, con su alcalde recorrimos lugares donde campesinos cultivaban viñas, en un marco de singular belleza natural. La zona años atrás estaba al borde del colapso por la escasa competitividad de sus vinos en la región. La expulsión de la población era segura. La solución llegó de la mano de un convenio entre los propietarios y la comuna, por el cual aquéllos autorizaban el turismo pedestre en sus viñas y visitas a sus antiguas casonas de piedra y trapiches, a cambio de maquinarias que permitieran mejorar su producción. Y así sucedió. Turismo local e internacional hoy visita la zona en un paisaje histórico productivo genuino, con ropa colgada al viento y sin disfraces. Los ingresos llegaron de esa manera al municipio y por ese medio también a la población. De poco hubiera servido la iniciativa si no se encontrara dentro de un marco legislativo de protección en donde cada uno de los ámbitos o escalas de protección se encuentran enlazados y fortalecidos, dentro de un plan de protección paisajístico ambiental de alcance territorial. La salvación del patrimonio (es decir los usos y costumbres de la gente, su permanencia, su propia vida cotidiana) no llegó con megaproyectos de inversión. Sino con alguien que se dedicó a caminar, a conocer, a respetar y saber ver. Más que el caso, el principio es el que conviene recordar. Hoy entre nosotros, con mecanismos de protección tan eficientes como el cono del silencio del Súper Agente 86 y sin planes de recuperación física y socioambiental en sintonía con los sueños y carencias de cada poblador, el destino de los pueblos históricos parece atrapado en una telaraña difícil de desentrañar. Pero el reto vale la pena. Planteada sobre nuevas bases, la recuperación puede lograr un desarrollo más pleno del individuo en sociedad, no ya como un dato frío de una encuesta al pasar, sino desde una participación ciudadana comprometida con su tiempo y lugar.
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