Sábado, 4 de abril de 2015 | Hoy
Por Jorge Tartarini
Con la segunda posguerra se inició un nuevo mundo. La Guerra Fría, la carrera espacial, el swinging London, el pop art, las megaestructuras y un sinfín de cambios derivados del nuevo orden mundial. En el mundo infantil también hubo novedades. Los soldados de plomo y los juguetes de lata cedieron paso a los de plástico. Y ni qué hablar en el hogar, la nueva generación tupperwear, los utensilios, los electrodomésticos y un variadísimo repertorio de láminas, revestimientos, telas (manteles), artefactos de iluminación, cables, accesorios de luz... desde la cocina al jardín, todo fue invadido por los plásticos. A veces sustituyendo materiales tradicionales, como madera, hierro, cemento... En otros casos en aplicaciones totalmente nuevas. No fue fácil para este material superar la desconfianza inicial, que lo asociaba a lo barato, temporario y descartable. A la vez que se aprendió que no podía sustituir con éxito todo, las experiencias recogidas mejoraron sus atributos iniciales y lo convirtieron en un aliado inseparable de múltiples industrias y actividades. Para los niños, ni el olor ni el peso, ni la resistencia de los juguetes era la misma, pero esto también con el tiempo fue aceptándose.
En un pasaje de un recordado film, El Graduado (1967), un diálogo imperdible muestra el auge de aquella industria. Benjamin Braddock (Dustin Hoffman) ha conseguido terminar su carrera universitaria ante la satisfacción de sus progenitores. Desorientado frente al porvenir que se le avecina, Benjamin termina siendo seducido por la señora Robinson (Anne Bancroft) y se enamora de su hija Elaine (Katharine Ross). Dentro de esta agridulce comedia generacional hay una escena que, a la vez de fiel reflejo de la confusión de la juventud y la incomunicación social y familiar, refleja lo dicho al principio. El padre de Benjamin hace una fiesta de graduación para su hijo, a la que invita familiares y amigos de la familia. Y, entre ellos, a un empresario triunfador. Lo presenta a su hijo y, para aconsejar a éste sobre su futuro, lanza al pobre Benjamin una sola palabra: plásticos.
En otros países, los plásticos son sello de identidad, como los Lego en Dinamarca, por ejemplo, con el parque temático Legoland. Allí, el universo plástico es algo parecido a los catálogos de las fundiciones de hierro inglesas del siglo XIX cuando en sus catálogos imaginaban un mundo totalmente metálico. Edificios, equipamientos, artefactos, infraestructuras... toda la escena urbana y hogareña invadida por el hierro fundido. Iglesias para Chile, ayuntamientos para México, teatros de ópera para Brasil y réplicas enanas de la Torre Eiffel para toda Latinoamérica.
Sabido es que cada material nuevo generó un mundo de realizaciones y sueños, también nuevos. Hoy, gracias a los museos de la ciencia y la técnica, podemos saber bastante sobre ellos y sobre todo en los museos de lo cotidiano, que se han desacartonado y cuentan con colecciones valiosas de estos objetos. Para algunos son el paraíso de lo vintage, para otros recodo de nostalgias y analgésico al paso de melancolías pasajeras. Para muchos, la ocasión de conocer de cerca e interpretar mejor no sólo el objeto sino sus significados y su contexto.
En el mundo de hoy, ni soldados de plomo ni de plástico resisten el virus de la play. Allí quedaron atrapados con sus dobles digitales, junto a jugadores de fútbol, guerreros universales y otros habitantes de una galaxia adictiva que va invadiendo casi todo.
Dentro de algunos años, si deseáramos mirar hacia atrás, historiarlos y hablar de ellos con propiedad, los archivos de empresas no son terreno fácil de investigaciones y mucho se ha perdido en este terreno. Historiadores de la arquitectura, de la técnica y de la industria, como Reyner Banham y Sigfried Giedion, lo han reflejado en sus trabajos, cuando incursionaron en fábricas de ascensores, de automóviles, de sanitarios, etcétera y alertaron sobre la alarmante fragilidad de memoria de este mundo. Sin embargo, cada vez son más los investigadores que procuran su rescate y difusión y también las asociaciones civiles que las salvan de una destrucción fríamente calculada.
Materiales, técnicas y artefactos no sólo guardan la memoria de la industria que las hizo posibles. Si se saben ver, testimonian mucho más que la creación misma. Se internan en el apasionante mundo de la arqueología industrial, que es decir la arqueología del trabajo, donde se entrecruzan y alimentan mutuamente múltiples disciplinas, saberes y sentires. Y en ella, el plástico, el caucho, la baquelita, el hierro fundido, el acero, la radio, la TV, la web e infinitas creaciones tienen poderosos aliados. Ellos les permitirán llegar a nosotros como los bienes culturales que son, desde una visión disciplinar cabalmente integradora.
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