Sábado, 4 de abril de 2015 | Hoy
De cómo la Ley Abrevaya volvió a la vida de la mano de los vecinos de la Comuna 10, que buscan controlar las alturas en sus barrios. Y una divertida aventura de las ciclovías brasileñas.
Por Sergio Kiernan
Uno de los dogmas más berretas de la industria de la construcción –especuladores, sus proveedores y arquitectos a sueldo– es que la altura y la densidad urbana son lo que necesita la humanidad. Como a los que pagan les importan un pitillo estos temas intelectuales, les dejan la discusión a los que cobran, que inmediatamente revierten a sus años de facultad: hablan en el aire y no se dan por enterados de la ciudad real ni aunque tengan que gritar por encima del tránsito.
Este supuesto debate es tan burdo, que hasta se usan conceptos cuerdos para justificar las torres. Por ejemplo, los ecologistas serios cuestionan los suburbios y los countries por el enorme desperdicio de recursos, por la obligación de usar autos que crean físicamente y por la cantidad de tierra que devoran. Este es un argumento a favor de la vida urbana, que con mayor densidad genera una mayor economía de recursos energéticos, naturales y constructivos.
Pero no es un argumento a favor de transformar a Buenos Aires en una suerte de Hong Kong o, más probable, de San Pablo. Estas anarquías espectaculares fueron construidas, respectivamente, por la falta de espacio y la falta de límites a la industria favorita del macrismo. El resultado es agobiante, sucio, inhumano y muy rentable para los que lo originaron.
Con lo que no extraña que los vecinos de esta ciudad estén por delante de los especuladores y sus empleados, exigiendo un límite de los fuertes a las alturas porteñas. Es una gran idea, porque con una medida se solucionan varios problemas muy reales y críticos: se salvan piezas patrimoniales por el simple expediente de no permitir grandes edificios donde hay casas (se cambia la lógica económica), se modera la cantidad de autos en las calles y se baja la sobrecarga en la infraestructura urbana.
Un caso concreto permite apreciar esta inteligencia vecinal. Resulta que en 2010 el entonces diputado porteño Sergio Abrevaya había presentado un proyecto de ley de esos que son como el ajo para los vampiros. Abrevaya proponía bajar la altura máxima permitida en todos los barrios residenciales a nueve metros. La idea era muy simple a propósito, ya que legalmente toda zonificación “Rb”, residencial, pasaba a tener un tope de nueve metros sin peros ni discusiones. Como el Código Urbano es deliberadamente confuso y bizantino, los especuladores y sus socios en el gobierno –en éste sobre todo, pero en los anteriores también– siempre le encuentran la vuelta a subir con los edificios. Hay tangentes, enrasamientos, anchos de avenidas, excepciones y simples creatividades poéticas para sacar un pisito de más. Abrevaya explícitamente eliminaba toda posibilidad de interpretación y poética legislando que nueve metros son nueve metros en todo lugar y lote.
El proyecto fue odiado por el macrismo y murió. Abrevaya preside hoy el Consejo Económico y Social, esa entidad multisectorial y pluripartidaria que está estudiando la ciudad como pocas veces se hizo, y es precandidato a jefe de Gobierno. Resulta que los vecinos de la Comuna 10 se enteraron de ese proyecto de ley, mientras buscaban maneras de frenar la ofensiva de las torres en sus barrios. Como se detalló en este suplemento, un símbolo de esa ofensiva es el proyecto de TGLT en la fábrica Hüser de Floresta, una mole enorme en un barrio donde todo tiene planta baja y a lo sumo primer piso. Pero la entrada de las torres en este barrio y en otros consiste fundamentalmente en una gran cantidad de edificios de ocho, diez u once pisos en las avenidas, más todas las excepciones, FOTs de parcelas englobadas y triquiñuelas de código posible. El macrismo en funciones siempre acepta estas cosas.
Abrevaya y los vecinos se juntaron y de ahí surgió un proyecto de ley muy novedoso y detallado para los barrios de Villa Real, Versalles, Floresta, Monte Castro, Vélez Sarsfield y Villa Luro. Quien conozca estas áreas sabrá que consisten en un gran área residencial, de las que tienen kilómetros de cuadras de casas y más casas, abundantes jardines y pocos comercios, excepto en avenidas como Jonte o Nazca, que funcionan como sus centros. De hecho, estos barrios gravitan comercialmente hacia Flores o Villa del Parque, “Centros” subsidiarios donde hay entretenimiento, comercio y servicios.
Lo que buscan los vecinos es limitar usos, como prohibir los hoteles y pensiones, pero sobre todo retomar el tema de las alturas. El proyecto de ley retoma la idea de los nueve metros como máximo absoluto en todas las calles y todos los casos, sin excepciones ni contextos que valgan. La altura máxima en avenidas bajará de 18 a 12 metros, con un detalle importante: que esa altura máxima es aplicable a avenidas E3, o sea avenidas “de verdad”, anchas y con tránsito hacia otras zonas de la ciudad. Las avenidas “truchas”, sólo de nombre –como por ejemplo la parte estrecha de Dorrego, en Colegiales– tendrán la altura máxima de una calle, que es lo que son en la vida real.
¿Tendrá aire este proyecto? Los vecinos de la Comuna 10 prometen que sí y diagnostican que es la única manera de parar la destrucción de sus barrios. En año electoral, tienen varios huecos por donde colarse y lograr una de las tantas cosas que el PRO no quiere que ocurran.
Las ciclovías
Ya que se mencionó a San Pablo, la capital económica de Brasil y uno de los más perfectos casos de caos urbanos, una historia que demuestra que los macristas a veces se quedan cortos en eso de regalar contratos a los amigos, y de por dónde puede pararlos la Justicia. Sampa, como le dicen los locales, será un desastre pero es una ciudad muy sensible a las modas de urbanismo, con lo que entró de lleno en la de las ciclovías. La masividad de la ciudad, centro de una zona urbana de veinte millones de personas, el doble que Buenos Aires, y las inmensas distancias que esto implican no frenó a los que versean que la bici es una solución al transporte en las megaciudades. Como decía un mordaz crítico de arquitectura norteamericano, todos los intendentes aman las ciclovías porque con un tacho de pintura tenés una y quedás bien.
Mauricio Macri entró también en esa, pero le agregó su toque carero, el de bloquecitos de cemento amarillos y palitos luminosos. Se quedó corto frente a Fernando Haddad, el intendente paulista, que encargó un enorme plan de obras donde las ciclovías son construidas como minicalles. Sean en veredas, cortando plazas o tomando un carril de una calle o avenida, las ciclovías de esa ciudad son cavadas y reconstruidas en hormigón, pintadas y señalizadas. Los contratos resultaron tan suculentos que cada cuadra terminó costando unos veinte mil dólares. O sea cinco veces más que en, por ejemplo, la nada económica París.
A estos precios se le agrega un detalle de lo más porteño, la extrema berretez de la obra. Las ciclovías paulistas son una colección de baches y no resulta complicado encontrar lugares donde simplemente se ve tierra por abajo de una delgada capa de cemento. Los habitantes de la gran ciudad no se asombran por estas cosas, ya que Sampa tiene una fuerte tradición de corrupción en estas cosas. Bajo el fantasma del inolvidable intendente Paulo Maluf, San Pablo es una ciudad donde las rampas de las autopistas se descalzan porque están mal pegadas...
Ante tanto bache, tanto costo y tanta obra evidentemente exagerada, la Justicia intervino. Pero aquí viene el detalle original que puede servirnos de ejemplo a nosotros, argentinos. Quien se interesó en el asunto no fue la Justicia de la ciudad, un fiscal local o una agencia de control municipal. La que metió las narices fue la fiscal provincial –en Brasil, del Estado–, Camila Mansour Magalhaes da Silveira, que en septiembre de 2014 encargó un estudio técnico de las ciclovías y copia del trámite de licitación. Lo primero que descubrió Silveira fue que no hubo licitación, ya que las obras de millones y millones fueron concedidas por trámite de comparación de precios, la figura legal brasileña por la cual un organismo oficial compra cuadernos o cartuchos de toner sin necesidad de licitar.
Por supuesto, este trámite es para pequeños montos, con lo que la fiscal ya tenía la primera denuncia lista. Pero el segundo descubrimiento fue que las ciclovías se hicieron sin el menor estudio de impacto urbano, ambiental o de tránsito. Literalmente, el municipio no tiene ni una hojita de papel para demostrar que son necesarias y que el enorme gasto se justifica. Silveira hasta buscó en vano un estudio técnico que explicara desde el punto de vista de la ingeniería por qué se construía como se construía.
El 17 de marzo, la fiscal presentó el caso y el muy completo relevamiento de las ciclovías construidas y en construcción ante la Justicia del Estado de San Pablo. El pedido inmediato era la paralización de las obras y la reversión a su estado original de las calles ya afectadas, pero se hacía reserva de presentar cargos por corrupción. El 19, el intendente Haddad se defendió con un argumento digno de nuestro jefe de Gobierno: “¿Para qué critican obras que ya se están haciendo?”. No fue muy convincente, porque el mismo día el juez del quinto circuito provincial, Luiz Fernando Guerra, ordenó paralizar todas las obras excepto la más cara de todas, la de la avenida Paulista. Haddad piensa apelar el fallo, Silveira apelar que la Paulista se salve.
Mientras, otra fiscalía está trabajando con la policía revisando las cuentas de toda la red de ciclovías de la ciudad, que ya toca los 172 kilómetros. El objetivo es comprobar si hubo sobreprecios y contar las instancias en las que no se controló el gasto y la calidad final. Lo que llevará a más de un porteño a preguntarse si, ya que Buenos Aires es una ciudad-provincia, la Justicia federal no puede ponerse a investigar estas cosas de la administración macrista. Uno sospecha que algo encontrarán.
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