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Sábado, 30 de mayo de 2015

Costruttore

 Por Jorge Tartarini

No comenzó con el aluvión inmigratorio de fines del siglo XIX, sino mucho antes. Desde su temprana llegada a estas tierras, los italianos establecieron vínculos profundos y perdurables con nuestro país. Esta peculiar relación encontró en el terreno de la arquitectura un poderoso vehículo de expresión que permitió –a lo largo de más de trescientos años de historia– plasmar obras de excepcional calidad. Desde la tradición del albañil peninsular, que dejó el sello de la refinada calidad artesanal italiana en una enorme cantidad de pueblos y ciudades, hasta creaciones impares de arquitectos formados en los principales centros y academias de Italia. Durante muchos años –y especialmente entre 1860 y 1900– este aporte constructivo fenomenal tuvo casi rango de tradición constructiva nacional, y fue terreno fértil para un vocabulario que dio carácter y sello propio a nuestras urbes, cubriendo un variado y rico repertorio de edificaciones. Ya en los años del Virreinato del Río de la Plata, la presencia italiana se corporizó a través de arquitectos y maestros mayores –pertenecientes en su mayoría a las órdenes religiosas– y también por la transferencia de ideas y teorías difundidas por los tratadistas de entonces en Europa y América. Entre los profesionales que tuvieron activa presencia en la región se destacaron los pertenecientes a la Compañía de Jesús, que levantaron templos, colegios, conventos y diversidad de construcciones que, por su envergadura, complejidad y riqueza estilística, desplazaron en importancia a las realizadas por la Corona. El distintivo buen manejo de las proporciones y de la escala, sumado al sólido conocimiento del repertorio estilístico europeo, aún se aprecia hoy en las obras que plasmaron en Buenos Aires y Córdoba, y –de manera especial– en el conjunto de misiones jesuíticas de Argentina, Paraguay y Brasil, declaradas Patrimonio de la Humanidad por Unesco.

A comienzos del siglo XIX, la ruptura política con España permitió el arribo de profesionales de distinta procedencia, acordes al nuevo modelo cultural europeo propuesto por Bernardino Rivadavia (1826-1827), que integró manifestaciones inglesas, francesas e italianas, incorporando a la obra pública del Estado a los italianos Carlos Zucchi y Pablo Caccianiga. Las guerras internas y externas, la escasez de recursos y la distancia entre los conocimientos de estos profesionales y la dura realidad local dificultaron la concreción de obras. Esta ausencia de realizaciones no fue obstáculo para la creciente influencia peninsular.

La difusión de los tratadistas italianos durante los siglos XVIII y XIX se esparció en el universo de las academias de enseñanza europeas y también en América, sean sus profesores y alumnos franceses, españoles o de otro origen. A comienzos del siglo XIX, los variados intentos por formar una Academia de Dibujo donde se enseñaran los rudimentos de arquitectura en el Río de la Plata estuvieron dominados por los tratados de Serlio, Vignola, Palladio, Vitrubio, Milizzia y Scamozzi. Una preferencia hacia el clasicismo italiano que dominaba el gusto decorativo de la época, y abría un camino por demás propicio al período italianizante de mediados del siglo XIX.

En los años de la Confederación Argentina, la llegada de los primeros albañiles y técnicos peninsulares comenzó a esparcirse en el interior del país, produciendo un cambio notable en las técnicas, materiales y formas constructivas, tanto en la arquitectura popular como en la arquitectura oficial. Estos cambios fueron reemplazando el minimalismo decorativo poscolonial, con la desnudez ornamental de sus muros blanquecinos, rematados por simples cornisas y austeras molduras. Será la introducción del estilo italianizante o neorrenacentista el que propondrá un nuevo lenguaje, más grácil y de mayor variedad de recursos ornamentales y decorativos. El mismo neorrenacentismo que en Europa era uno de los estilos más importantes que siguieron al neoclasicismo. Este lenguaje clasicista de pilastras, zócalos, frisos, cornisas y pretiles de branda de hierro o balaustres, se esparció rápidamente, a partir de hábiles frentistas, pero sin alterar el interior de las viviendas coloniales, que siguieron manteniendo la tradicional disposición de sus patios y habitaciones. El neorrenacimiento se nutría en los ejemplos de la arquitectura italiana de los siglos XV y XVI y arraigó profundamente entre no-

sotros, como una tradición constructiva transmitida de generación en generación. En el terreno de la arquitectura anónima y popular la influencia italiana prolongó su vigencia en pueblos y ciudades del interior y tuvo sesgo propio y distintivo en las áreas portuarias.

Unas y otras, monumentales y domésticas, conforman un caudal de realizaciones que, durante muchos años, ha conformado el núcleo identitario más importante de nuestros pueblos y ciudades. Un legado cultural que, con el paso del tiempo, se ha hecho tan nuestro como italiano en su origen y que hoy forma parte indisoluble de nuestro más preciado patrimonio.

Dentro de este fabuloso legado, el patrimonio que conforman sus expresiones populares y anónimas es el eslabón más débil. La realidad indica que han corrido la misma suerte que la mayor parte del stock residencial histórico de nuestras urbes, es decir, demolición y renovación, sin criterio ni razón, a pesar de las buenas intenciones de las normativas de protección por zonas y catálogos.

Además de mejorar y perfeccionar sus alcances, también deberíamos pensar en salvaguardar el aporte de anónimos de constructores y técnicos, identificando y seleccionando testimonios representativos de su labor desde una visión nacional, que refleje el real alcance de un fenómeno de transculturación de proporciones formidables. Y desde luego no hablamos sólo de estilos, sino de tipologías, como son nuestras queridas casas chorizo, las casi extinguidas casas de patios, las olvidadas casas cajón, las pintorescas viviendas de chapa y madera, y muchas más... Todas y cada una de ellas tan representativas y valiosas para la historia de nuestra cultura, como lo son hoy cientos de monumentos y bienes históricos nacionales declarados.

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