Un palazzo veneciano del siglo XVII permite apreciar algo mágico e imposible entre nosotros, el carácter y la belleza de un edificio viejo de siglos, adaptado al siglo XXI y nunca remodelado o “mejorado”.
› Por Sergio Kiernan
Una de las costumbres más desconcertantes para un europeo que puede tener un americano –del norte, el sur o el centro, tanto da– es llamar “antiguo” o “viejo” a un edificio. Así como el europeo considera que cien kilómetros son una distancia respetable y le cuesta entender los 400 a Mar del Plata para pasar el fin de semana, nuestra escala del tiempo le resulta francamente carente. Una casa de cien años es nueva, porque algo realmente antiguo es cosa de siglos: la boutique romana que funciona en un espacio comercial inaugurado en 1540, el McDonald’s del Marais que mezcla hamburguesas con maderámenes del 1300, los infinitos departamentos del 1600, 1700 y 1800 que siguen habitados y se venden a precios que envidiarían las torres de Puerto Madero.
Con lo que a alguien de estas pampas le resulta todo un aprendizaje encontrarse en un edificio de la segunda mitad del siglo XVII que no fue “restaurado” en el sentido de dejarlo impecable, para yanquis, sino adaptado y equipado para la vida del siglo XXI. El Palazzo Gradenigo es una joya veneciana que está por cumplir cuatro siglos, se gana la vida honestamente como un edificio vivo y sigue perteneciendo, en parte, a la antiquísima familia que lo construyó. A los ojos argentinos es un tesoro sensacional que ya quisiéremos tener uno, a los ojos venecianos es un buen edificio que no es museo o casa de fin de semana de algún millonario, los dos terrores que están vaciando la “ciudad entre las ciudades”.
El Gradenigo no es sensacionalmente famoso porque no está sobre el Gran Canal sino que forma el sutil esqueleto de edificio de porte que sostienen la estructura de Venecia. Esta discreción en su geografía hace que no esté ocupado por alguna fundación, tienda u hotel, tres usos que suelen iluminar muy bien los exteriores y pasarle la amoladora a los interiores. Para llegar al Gradenigo basta bajarse del tren –desde el aeropuerto se llega en bote– cruzar el puente de Santa Lucia y entrar un par de cientos de metros al tejido urbano. Ahí enseguida hay un canal, el Rio Marin, y se ve la noble y elegante fachada de piedra del lugar.
El Gradenigo tiene dos pedigrees nobiliarios. Primero, fue la residencia urbana de una de las grandes familias venecianas, de las más antiguas, que tienen en el árbol genealógicos cinco dogos, como le decían curiosamente a los duques elegidos por voto en la Serenísima. Lo de residencia urbana es porque hay un segundo Palazzo Gradenigo en tierra firme, una espectacular pieza barroca que dejaría pálida de envidia a más de una legislatura estatal. El segundo reclamo de nobleza es que el diseño del edificio veneciano se le asigna al arquitecto Domenico Margutti, el discípulo favorito del gran Baldassare Longhena. De hecho, documentos descubiertos recientemente en el archivo del mismo palazzo muestran que el autor de Santa Maria della Salute tuvo mucho que ver con el diseño original y que dibujó la ampliación tierra adentro que formaba el patio de servicios del conjunto.
Longhena no es tan famoso como debería serlo, pero la Venecia barroca le debe más que mucho. Santa Maria della Salute es una pieza de una originalidad suprema, una belleza con una planta octagonal completamente inédita en su época que literalmente cambió el diseño religioso y, luego, el comercial. Los palacios de Longhena son los primeros en realmente abrirse del modelo tradicional veneciano –esas ventanas ojivales...– y forman el prototipo de la ciudad a partir de 1650. Longhena es el autor de novedades como conjuntos de viviendas para distintos grupos sociales, algo muy inusitado en su siglo pero a la vez muy veneciano. Y Longhena fue un profesional tan avezado que le encargaron intervenir en San Giorgio Maggiore, la joya de Andrea Palladio, en la que construyó tres tumbas monumentales y a la que le agregó una escalinata muy bella (era buenísimo creando escalinatas) y la hermosa biblioteca.
El Gradenigo actual es un edificio comenzado a mediados del 1600 por Margutti, con Longhena mirando por encima del hombre, ampliado poco después por el maestro en persona y glorificado en la década de 1920 con la creación de ese lujo veneciano, un jardín. El edificio tiene varias entradas terrestres y dos por agua, una de entrega de mercaderías y una que funciona como una porte cochière para góndolas. La entrada por tierra es por la Fondamenta Gradenigo, o sea la vereda junto a un canal y que muere en la entrada del palazzo. Esta entrada es muy peculiar porque consiste en un arco ornamentado, sin puerta ni reja, con una amarra pública y vista al noble jardín. Es una suerte de pequeño espacio público, tranquilo y sin tránsito, donde es muy común ver gente sentada charlando o mirando el verde, un lujo en esta ciudad.
Luego está la entrada en sí, un portón chirriante que da entrada a un patio amurallado al aire libre, ornado con una Minerva de piedra atribuida a Michele Fabris (mediados del 1600) y las armas de los Gradenigo talladas en piedra (del 1400). Al abrir la puerta y entrar al palazzo en sí se encuentra uno en un peculiar espacio llamado “androne”, un hall distribuidor que incluye los escalones que bajan al canal, para recibir góndolas, misteriosas entradas a ambientes de planta baja, un pasillo que va al patio interior y la notable escalera hacia el piano nobile y los dos pisos superiores. El pavimento es de piedra dura en dos tonos, todo es sostenido por una sencillas toscanas de piedra, los muros son de ladrillo finito y largo, y el cielorraso es el habitual maderamen bien cortado y simple, una suerte de súper bovedilla plana. Como ornamento, hay un espectacular fanal de popa de navío de un par de metros de altura.
Aquí comienzan las sensaciones poco habituales para el americano del comienzo, porque toda la materialidad del edificio es diferente: uno está rodeado de la fábrica original, sin agregados ni modernizaciones. Las maderas tienen casi 400 años, los ladrillos gastados están gastados, hasta varios de los vidrios distorsionan tanto, están tan “mal” hechos, que evidentemente son preindustriales. De hecho, resulta casi extraño que las lámparas de globos de Murano sean eléctricas y que se hayan reemplazado las cerraduras por otras modernas y de seguridad. Por costos, por respeto y por gusto, los revoques y materiales a la vista con los originales o sus reemplazos idénticos: tierra romana por tierra romana, y nada de cemento gris.
Subir la escalera es comenzar a ver “equipamientos” de época como un muro con esculturas colocadas por el simple gusto de tenerlas ahí, incluyendo un insólito querubín de Giusto Le Court retorcido de dolor porque lo picó una víbora. El palacio fue dividido hace mucho en varios departamentos, pero el piano nobile está básicamente intacto, con ambientes resignificados para transformarlos en un departamento. En una residencia de esta escala, el piano nobile era casi exclusivamente un lugar de recepción, un conjunto de salones de tamaños variables para actividades sociales. Muy a la italiana, la cosa empieza al pasar la puerta con un enorme salón de baile, hoy living, que en cada extremo tiene un conjunto de sofá, asientos, mesas y lámparas, y en el medio, perdida en todo ese espacio como un buque, una mesa de comedor. El lugar tiene un garbo espectacular con dos grandes arañas venecianas, un sistema de ornamentos en estuco prístino –es un material indestructible– y frescos en gris y blanco atribuidos a Jacopo Guarana, de fines del 1700. El ambiente es iluminado por ventanales con balcón de piedra y muy complicadas celosías de madera, útiles para el verano cegador. Y es organizado por los paneles pintados de Guarana, cada uno enmarcado por fiorituras de estuco blanco y rematadas por una cabeza femenina coronada de plumas, cada una diferente de la otra. El piso parece de cemento teñido hasta que se lo mira de cerca: también es estuco y tiene diseños para que parezca una enorme composición de mármoles.
Las demás habitaciones de recepción con un poco más convencionales y victorianas, excepto por los cielorrasos con frescos y las notables puertas de madera añeja. Las ventanas interiores permiten asomarse al patio interno, dominado por un aljibe que todavía remata la colectora de agua de lluvia, por nueve siglos la única fuente de agua potable de Venecia. Este patio se forma entre el palacio original, la ampliación y el ala nueva de Longhena, con un cuarto lado que es una loggia de columnas toscanas y un portal de herrería al jardín.
Observar con detenimiento y de cerca este edificio permite aprender algunas cosas. Como a nadie en su sano juicio se le ocurriría remodelar un edificio así y nadie lo permitiría (y eso que en Italia corren las coimas), se le tiene más paciencia a los materiales de época. Las piedras se limpian pero no se pulen, los desprendimientos se completan pero no se cubren de inmediato, lisitos y modernos. Si se necesita un cable se lo asegura al muro, pero nadie rompe el muro para pasar un caño. Se repinta lo que sea necesario, pero de una manera que intenta no romper la armonía con frescos que no se tocan, armonizando tonos, bajando el brillo de lo nuevo. El resultado es una textura formidable, un ámbito que no se disculpa de ser viejo equipándose con lo último y un ejemplo de flexibilidad. De hecho, se nota sólo al tiempo y mirando con suma atención que el palazzo se partió en dos en algún momento de su historia, el típico hundimiento que forma parte de la vida de Venezia, una ciudad en el agua construida sobre barro. La subsidencia fue en el lado norte, con lo que la fachada trasera quedó algún centímetro por abajo de la principal, y la larga fachada sobre el canal –un bombón de ornamentos, fenestraciones y máscaras de piedra tallada a mano– está inclinada. Adentro se pueden ver dos quiebres, uno en el salón principal y el otro en uno de los salones internos, que fueron hábilmente reparados con estuco. El problema se nota apenas por la inclinación sutil de los pisos: una pelota se movería solita hacia el sur.
El Gradenigo es uno de los muchos edificios de gran porte y belleza de Venecia, y apenas un caso de una ciudad entera donde los edificios del siglo veinte son muy escasos y los del veintiuno inexistentes. En el contexto del patrimonio, palpar este tipo de materialidad y ver en funcionamiento algo bastante más antiguo que cualquier edificio porteño es toda una lección: ni nuestros edificios son viejos, ni inútiles, ni descartables, porque para algo edificado un siglo no es nada. Otra lección es que esa zoncera del “falso histórico” no tiene sostén. Cuando los estucados del Gradenigo se partieron fueron reparados con el mismo material, con las técnicas del momento en que surgió el problema, reemplazando ornamentos rotos por el hundimiento. Nadie en su sano juicio los daría por perdidos y los reemplazaría por algo brilloso y contemporáneo, como hacemos nosotros sin vueltas.
El resultado es una enorme valorización de este tipo de patrimonio. Los precios inmobiliarios europeos son todos más altos que los nuestros, pero es notable ver ofertas en edificios seculares superar el valor por metro cuadrado de las torres de Milán o Turín. Comodidad por comodidad –agua caliente, calefacción, luz, etcétera–, el patrimonio se impone por sus proporciones, su belleza, su carácter y su misma materialidad fascinante, muy superior a cualquier cosa que se construya hoy. O sea que la preservación dura y pura no desvaloriza, no congela, no museifica: es un negocio para los propietarios.
Y también una alegre conexión con el pasado, con las raíces, con lo que hace único e inconfundible a un lugar y una ciudad. El Gradenigo sólo podría estar en Venecia porque no tiene nada de internacional, de anodino, de intercambiable.
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