› Por Antolín Magallanes
La realidad económica argentina, como lo hemos dicho en otros artículos, aglutinó todas sus apuestas en el puerto de la ciudad de Buenos Aires y sus alrededores, incluidas entre ellas –y con obvias consecuencias– también las del esparcimiento. De los barcos y los trenes bajaron el fútbol y el box, que fueron acriollándose y poblando nuestro suelo al compás del crecimiento del país, en esa etapa aluvial de la inmigración.
En la Cuenca del Matanza-Riachuelo tal vez se haya generado la concentración más grande de estadios de fútbol del mundo. Los huecos de la ciudad se transformaron en potreros, para mutar en canchas y luego en estadios que dotaron de identidades y nutrieron pertenencias perdidas allende el Atlántico, o también allende la pampa, y que tal vez expliquen la pasión por los colores, frente a la necesidad de superar el desarraigo.
En esa realidad, los clubes ocuparon terrenos vacantes que fueron cedidos con cierta pretensión colonizante, para permitir que también llegara “el progreso” en una forma más humana y regocijante al arrabal.
Allí, en esos lugares donde la ciudad no crecía con el vértigo del centro y donde no había resolución urbanística aún, los clubes hicieron lo suyo. Hacia el norte los clubes hípicos, el aeroclub –devenido en Aeroparque–, los clubes de los bosques de Palermo, el hipódromo, River Plate y toda la franja de Libertador. En el sur, el eje lo puso la Cuenca del Matanza-Riachuelo, donde brotaron clubes de todos los tamaños.
La ciudad siguió creciendo hasta alcanzar su mayor estatus urbano, encajonando los lugares que se codeaban con la pampa. Ya no eran manchas aisladas, puntos de encuentros multitudinarios en el descampado, sino que estaban dentro de una trama densa y abigarrada, donde se generaban innumerables tensiones de convivencia. Hoy son otros tiempos. Ya no contamos con aquellas tierras libres, y así como hay que descentralizar el transporte también hay que descentralizar estos espacios.
Por un lado, es cierto que lo que se hizo hecho está y no sería de buenos vecinos seguir autorizando estadios en Buenos Aires ni en el área metropolitana. Los que están son una referencia obligada, y aún pueden tolerar cualquier trastorno de convivencia. Pero pensar en el retorno de San Lorenzo al viejo espacio del Gasómetro tiene un contenido épico-nostálgico, que sin embargo va a confrontar duramente con la realidad de un barrio, que va a trastornar un pedazo de la ciudad que dejó de convivir con un estadio hace ya varias décadas, y que se impuso otros ritmos y otras formas de moverse.
Es absolutamente entendible el sentimiento de los hinchas, sobre todo por lo que explicamos al principio, pero nada justifica hacer otro estadio cuando ya se tiene uno a menos de veinte cuadras; es un despropósito para la escala de este nuevo barrio que se ha conformado alrededor de un supermercado, que ya no convive ni sueña con aquella cancha de tablones, lejana en la historia. Y este es un dato no menor: aquél viejo espacio verde, rodeado de tablones de madera espaciados, era una estructura liviana en medio de un barrio tradicional; pero las toneladas de cemento que necesitaría un estadio nuevo serían capas de impermeabilización para una ciudad casi impermeable.
Y mientras tanto, también Boca Juniors hace apuestas igual de complejas y cuestionables. El mismo Boca Juniors que ya se benefició en su momento con el canje de aquella inconclusa Ciudad Deportiva, que se “morfó” un cacho de Río de la Plata como si fuera una porción de fugazetta, y en un pase de magia devenido “canje” se quedó con parte de las tierras de la ex Casa Amarilla, en una permuta veloz de parcela por parcela, hoy vuelve por lo que queda de ellas.
El presidente Figueroa Alcorta cedió a principios del siglo XX al entonces inglés Ferrocarril del Sud esas tierras, a cambio de realizar un puente transbordador que pudiera cruzar a los obreros al otro lado del Riachuelo. El resultado es esa pieza de ingeniería hoy a punto de ser recuperada, el Puente Transbordador Nicolás Avellaneda; mientras que en aquellas tierras se instaló una estación de trenes, La Casa Amarilla, y un playón de maniobras ferroviarias.
Muchos años después los abandonos y el desuso hicieron lo suyo, pero nunca ese lugar dejó de ser ferroviario, ni un espacio verde donde yacen miles de piedras fundamentales de incumplidos proyectos de vivienda social. También el barrio lo reclamó siempre y pudo hacer un importante avance sobre la calle Irala, allí donde se encuentra el Parque de la Flora Nativa, única experiencia de la ciudad de un parque planificado por los vecinos. Coincidencias de la política alinearon al Club Atlético Boca Juniors, el Gobierno Nacional y el de la Ciudad, y dieron trámite express para que Boca compre esas tierras a precios accesibles y se plantee hacer otro estadio con características de shopping, obviamente en sintonía con la Bombonera.
Increíble, dos estadios separados por metros.
El resultado es una mole extraterritorial; una fortificación en un barrio con altos porcentajes de hacinamiento y problemáticas de vivienda; una obra que solo ejercería una fuerza centrífuga a la vez que expulsiva y tugurizante, profanando riquezas culturales para ponerlas dentro de su estructura comercial, y borrando por completo al barrio más popular de la ciudad, que solo vivirá en el recuerdo falso del estadio shopping.
Es un verdadero disparate en un momento en que lo que La Boca necesita es su río, su puerto y recuperar su tradición marinera antes de ser convertida en un parque de atracciones. Por lo tanto, y a la luz de los violentos hechos ocurridos en la Comuna 4, donde se trató este tema con saldos de crónica policial a cargo de agresivos funcionarios de la descentralización de la ciudad, habría que parar la pelota, ponerla contra el piso y pensar que “de las tribunas se puede regresar, tan solo hace falta ser de masa gris”, como bien dijera el Flaco Spinetta.
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