El Museo Nacional de Arte Decorativo acaba de publicar un libro sobre su notable sede, que funciona como guía a la fábrica del edificio y una historia de una creación original.
› Por Sergio Kiernan
Quienes coleccionan la literatura sobre el patrimonio argentino, saben que es más vale escasa, que hay que buscarla en librerías de nuevo y de viejo, que oscila entre la monografía obscura y la liviandad, y que más de una vez se trata de lindos álbumes de lindas fotos. Por eso es que hay que festejar cuando alguien publica un libro útil y gráficamente informado, una obra que aporta. El alguien es esta vez el Museo Nacional de Arte Decorativo que le dedica a su centenaria sede un muy buen libro, disimulado bajo el título “Palacio Errázuriz Alvear, memorias de un proyecto”. El consejo acá es jugarse y leerlo, porque vale la pena.
Son 120 páginas, tapa blanda, algo de color y mucho sepia de un verdadero archivo de imágenes de época. La idea es verdaderamente simple, en el buen sentido de la palabra: una historia de la idea y del diseño, un capítulo sobre la original familia que creó el palacio y luego un recorrido ámbito por ámbito, con batallones de referencias para saber de dónde viene cada uno. El Errázuriz termina surgiendo como un verdadero artefacto cultural, una obra francesa en Argentina con toques argentinos, un diálogo de estilos tradicionales y novedades de la época, una pieza de varios autores. Todo esto enriquece la lectura, del libro pero sobre todo del edificio.
La cosa empieza en 1910, cuando Matías Errázuriz y su mujer Josefina de Alvear le encargan a René Sergent una residencia de fuste en un lote casi perfecto, frente a una ancha avenida y con un parque enfrente. Sergent es en ese momento una celebridad, un raro que vive retomando y pensando la obra de Jacques-Ange Gabriel, muerto en 1782, agregando las novedosas ideas de confort del nuevo siglo. Sergent envía un palacio urbano de 4300 metros cuadrados, una variación sobre el tema de la Regencia francesa de la primera mitad del siglo 18 con ascensores, baños y luz eléctrica, y con muchas variantes impuestas por su inquieto y nada pasivo cliente.
El palacio original era más pequeño que el actual, que se estira en el volumen que aloja una Academia, comiendo una porción del jardín. Una foto de época lo muestra en el libro como era, con una Libertador –por entonces avenida Alvear– con un mateo y un auto circulando a la inglesa. Visto de afuera, el edificio es imponente, francés y con un neoclasicismo liviano, nada aburrido, que gana movimiento con la asimetría de tener una entrada de un lado coronada por una cúpula. Internamente, la planta baja tiene los salones públicos, el subsuelo los servicios, el primer piso departamentos íntimos para la familia y la mansarda las dependencias. Esto es, una mezcla de criterios formales históricos en el uso, con nuevas ideas de intimidad.
Cuando Errázuriz encargó su palacio era un cuarentón largo, padre de dos, diplomático de carrera llegado al rango de embajador y, como hijo de una de las familias más ricas e influyentes de Chile, casado con una hija de una de las familias más ricas e influyentes de Argentina. Con lo que no asombra que se hicieran un palacio porteño, aunque nada indicaba que terminaran haciendo uno de tal valor cultural. Hubo un gen feliz, que resultó en el hijo mayor pidiendo un ambiente decorado por Sert al cumplir los 18 años, en lugar de un auto o algo así, el mismo hijo que luego le encargó una original casa de playa a Le Corbusier en Chile. Y que los retratos de familia fueran de Beristayn, Sorolla y Boldini.
El palacio es, físicamente, una verdadera galería de arte, ya que en su fábrica se incluyen esculturas de Visseaux, quimeras góticas de la catedral de Laon en Aisne, decoración de interiores de la maison Carlhian y piezas de pedrería secular, traídas de Europa. Aquí y allá, y sobre todo en el estudio de Errázuriz, hay elementos de boiserie que provienen de una casa de la Rue Royale construida entre 1783 y 1785 por Pierre-Louis Le Tellier, tallados por Louis Fixon, sculpteur des batiments du roi.
En el medio del fasto francés está el Gran Hall, realizado en ese estilo renacentista francés que no quiere dejar atrás la Edad Media y muy fuera de la escala del resto de la planta baja. Este enorme ambiente de doble altura, que permite un balcón en tres lados desde el primer piso, fue diseñado por el francés Georges Nelson, marchand y decorador para un uso especial: enmarcar los tres grandes tapices sobre Escipión el Africano diseñados por Giulo Romano, nada menos. Este enorme ambiente explica la modestia de la escalera del palacio -no quedó lugar para hacer una escalinata- y es el hogar de una pieza única. Errázuriz le había encargado en 1912 una chimenea a Auguste Rodin, pidiendo que la basara en sus Puertas del Infierno. Rodin llegó a hacer una maqueta que se conserva hoy como tesoro junto a la chimenea finalmente construida, la diseñada por Nelson, pero nunca hizo la pieza final por desacuerdos por el precio.
El primer piso como lo vemos ahora es el resultado de la larga tarea del propio museo como entidad de restauración e investigación. En los últimos años se presentaron en un gran estado de perfección el dormitorio de Errázuriz, con sus muebles coloniales en estilo lusitano, su envidiable baño, el salón de familia -un living con proporciones humanas- el departamento del pequeño Matías que aloja un conjunto de muebles Imperio, el “boudoir” del adolescente creado por Sert, y los departamentos de madre e hija, que incluyen un espectacular baño decorado al estilo pompeyano.
El libro termina con un capítulo sobre el campo de la familia, el Ancalú, que todavía luce un espectacular chateau también creado por Sergent. A esta altura, el lector está levemente intoxicado por la riqueza del material y consciente de que lo que hay que hacer es volver al palacio con la obra en la mano. Es, en rigor, una guía del edificio que no se distrae con la rica colección, que incluye fotos de época para ver la decoración y el ordenamiento originales, y hasta los planos en fondo azul con que se organizó la obra. Un logro.
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