Un caso en el norte
Little Falls es un pequeño pueblo en el estado de Nueva York que busca revitalizar su golpeada economía local. Turismo, cultura y patrimonio aparecen como las recetas para sobrevivir.
› Por Sergio Kiernan
Desde Nueva York
El fenómeno de los pueblos que buscan una razón para seguir existiendo no es local sino global. Excepto en países abrumados por sus excesos de población, donde cada rincón techado es invaluable, los ejemplos de cambios económicos y corrimientos sociales que liquidan pueblos son comunes. Muchas veces, es tan simple como que un tren deje de pasar y se levanten las vías. En otros, la tragedia se dispara por cambios en el perfil industrial de la región.
Un caso que la viene peleando desde hace años es el del pueblo de Little Falls, un perfecto desconocido entre las sierras Catskills en el norte de Nueva York. Little Falls es un conjunto urbano viejo que nació como estación en el canal Erie y se transformó en polo industrial gracias a esa autopista líquida del siglo XIX, que unía el Atlántico –o sea la ciudad de Nueva York– con los grandes lagos y las inmensas extensiones del Medio Oeste.
El pueblo todavía muestra su fisonomía original. Encajonado en un valle del río Mohawk, afluente del poderoso Hudson, Little Falls tiene un barrio industrial y obrero victoriano, con fábricas de ladrillos y pequeñas casas distribuidas en damero. Del otro lado del río, cruzando las vías del tren que siguió al canal, hay varias manzanas de hermosas residencias victorianas en piedra, madera y ladrillo, estacionadas en terrenos grandes con jardines maduros y árboles altos. Los edificios públicos son realmente importantes: la biblioteca una casona gótica de piedra colorada, la intendencia una esquina afrancesada con cúpula y todo, los bancos moles revestidas de piedra.
Little Falls era el primus interpares de los pueblos de la región, un valle fluvial que se extiende entre Alban y las cataratas del Niágara sin ninguna ciudad realmente grande. Este es un fenómeno que confunde al argentino, acostumbrado a que la industria se aglutina en ciudades francamente inmensas y a que en los pueblos a lo sumo habrá un soldador. Pero esta región, como muchas otras de Estados Unidos, muestra una colección de pueblos de pocos miles de habitantes punteados por edificios industriales que nacieron por la facilidad de transportar en barcazas y en trenes. A pocos kilómetros de Little Falls –capital estatal de la fabricación de bicicletas– se encuentra por ejemplo Ilion, sede histórica de la Remington, la pequeña ciudad que aparece como Ilium en la primera novela de Kurt Vonnegut.
No cuesta imaginar qué pasó con este esquema en apariencia inmortal. Entre las autopistas, que dieron fuerza al camión a costa del tren, y la apertura de mercados, la base industrial norteamericana cambió completamente. Ya no tenía la menor importancia el dónde de una fábrica respecto de su mercado –Nueva York podía comprar bicis de Little Falls, Omaha o después Corea– y las empresas comenzaron a mudarse a lugares de tierra más barata, impuestos menores, sindicatos más blandos, climas más templados que ahorraran cuentas de gas y calefacción.
Muchos de los lugares abandonados de esta mano de Dios se reciclaron como centros de servicios zonales –sede del único shopping en kilómetros a la redonda– o como lugares turísticos. Otros resistieron por su masa propia y la inercia de seguir siendo el lugar más importante, con médicos, farmacia, tienda. Es el caso de Little Falls, que perdió vitalidad pero no desapareció, con su rampa propia a la autopista y su hinterland de aldeas agrarias que la usaban aunque sea para tomar una cerveza. El golpe que fue que el tren dejara de detenerse en la estación local fue acusado pero no cambió el fondo de las cosas. Peor fue el error de “modernizarse” demoliendo una vereda entera de la calle principal, Main Street –lo que significa justamente “calle principal”– para construir un descartable, tonto, feo y ya machucado centro comercial.El pueblo llegó al siglo XXI con una crisis de identidad y haciendo esfuerzos para tener un nuevo empleo. Es que las ciudades, como las personas, necesitan algo de qué vivir. Little Falls está intentando ganarse un lugar en el difícil mercado del miniturismo local. Es que el pueblo está en medio de una región francamente hermosa, alejada de los recorridos turísticos convencionales, entre sierras nevadas y bosques, cerca del muy establecido y paquete Cooperstown, mezcla de spa, villa de casas de veraneo y museo del baseball.
Se sabe que el turismo es una industria “blanda”, que necesita atractores, cosas “para hacer” que tienten a una visita. Little Falls tuvo dos aciertos, ambos acuáticos: un festival anual sobre el canal Erie y una flamante marina fluvial tan bien equipada y ubicada que ya es popular entre los muchos yatistas que van y vienen de lago en lago cuando afloja el hielo. Al mismo tiempo, la “isla” marcada por el canal y el tramo rocoso del río –las pequeñas cascadas que le dan su nombre al lugar– está siendo reciclada de a poco, con sus edificios industriales viejos de un siglo transformados en tiendas y departamentos, inmensos lofts.
Sin embargo, no alcanza. Little Falls está coordinando esfuerzos con otros pueblos cercanos para crear un corredor turístico, una línea con atracciones que se vayan sumando. Y también hay cierta intervención estatal, aun en este país donde manda el mercado libre. El estado de Nueva York tiene una oficina para pequeñas ciudades que concede fondos para proyectos puntuales de revitalización. Little Falls restauró así una cuadra completa del lado que se salvó de Main Street, y tiene un salón de usos múltiples en una de las viejas tiendas, un ambiente con vidrieras de metal y techo ornado de estaño, donde se reúnen las comisiones de vecinos a buscar ideas salvadoras.
Entre estas ideas está primerísima la del patrimonio. Nadie tiene la menor duda de que la gente no viaja para ver edificios nuevos, “modernizaciones” o ejercicios arquitectónicos. Uno de los dogmas de todo este esfuerzo es reciclar, preservar, reutilizar, con mucho cuidado para que las edificaciones nuevas que hagan falta no les hagan sombra a las tradicionales.
Si esto suena familiar, es porque San Antonio de Areco hizo algo similar, aunque más a los ponchazos y sin duda con mucho menos dinero. Primero fue un festival, después restauraciones y reciclados, luego el turismo como ganapán para todo el pueblo, aprovechando la cercanía relativa a Buenos Aires. Norte o Sur, no hay tanto que inventar.