Sáb 17.10.2015
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Experiencia y estaño

› Por Jorge Tartarini

Conocí al arquitecto Peña primero por sus escritos, como cualquier alumno de arquitectura a través de una obra de consulta obligada para los que aman la arquitectura histórica de la ciudad, La ornamentación de la arquitectura porteña. Una llave de entrada a un mundo que él y su colega Martini me ayudaron a comprender y valorar, pero por sobre todo a disfrutar. Una amena y sólida intelectualidad que luego tuve la suerte de conocer en la Comisión Nacional, cuando como profesional del departamento técnico debía presentar y compartir informes, pareceres y dudas, con él, en su condición de Vicepresidente y luego Vocal.

Finalizaba entonces la década de 1980 y comenzaban los polémicos ’90. Temas álgidos, por cierto, no faltaban.

Desde el traslado de la Capital al Sur hasta las primeras intervenciones de refuncionalización de monumentos históricos con destino comercial, tal como el caso de Galerías Pacífico. Junto con la arquitecta Raquel Sugrañes tuvimos la fortuna de acompañar al arquitecto Peña en el proceso de aprobación del proyecto de intervención que, desde luego, en su origen era mucho peor de lo que puede verse hoy. No había entonces aquí antecedentes de un caso similar en un monumento, aunque ya el Patio Bullrich sin ser monumento había dado que hablar.

Nuestro aprendizaje a su lado en éste y otros casos conflictivos, equivalió a un posgrado en realismo patrimonial. Cuando todo parecía perdido en la negociación siempre su palabra conciliadora pero firme, nos daba nueva fuerza para continuar. Desalentando en aquel inédito monumento iluminaciones exteriores parecidas a árboles de Navidad, reduciendo en su interior el número de escaleras mecánicas, en fin...mejorando y orientando la propuesta de un estudio profesional obnubilado por demostrar que sabía a la perfección cómo hacer comprar pero poco o nada de la cuestión patrimonial.

Su experiencia, su estaño, su enorme saber siempre se imponían... con naturalidad.

Cualidades que también aprecié cuando, en años donde por sobre todo había que difundir y concientizar, desde la Comisión Nacional realizábamos cursos de inventario en todo el país. Fue un honor formar parte de aquel equipo de Inventario Express integrados por Vocales como José María, Alberto Nicolini, Dick Alexander, Ramón Gutiérrez, y otros, que difundíamos entre profesionales y vecinos un ABC patrimonial, diseñado para ayudar a conocer, valorar, querer y también actuar.

De aquellas experiencias surgieron entusiastas defensores del patrimonio local, como son Liliana Lolich en el Sur, Mario Lazarovich en el Noroeste y así otros profesionales que hoy son referentes en el ámbito de la preservación. Y también gente común, que entusiasmada por esa fundamentalista troupe hizo sus primeras armas en la lucha patrimonial. Hoy justo es reconocer la sana envidia que despertaba José María en todos nosotros, ya que casi siempre se llevaba los mejores aplausos y reconocimientos. Particularmente entre el heterogéneo público femenino que lo seguía con fidelidad.

Es que, si tuviera que detenerme en la perseverante lucha de José María en su paso por la Comisión Nacional, no podría dejar de decir que, tan valiosa como su enorme erudición, su sabia palabra, su don de gente y su honestidad, ha sido su desenfado, su frescura y su eterna juventud para comunicar la esencia patrimonial, esa que puede hacer al patrimonio querible, único y singular para cada persona en cada lugar. Esa mirada intimista y cálida, hacía de su aporte algo definitivamente impar.

Más aún, creo que frente a sus palabras tanto los conservacionistas a ultranza como los renovadores compulsivos, sonaban en sus argumentos anticuados y remanidos.

La actitud que campeaba a cada instante en José María era la de alguien que, más que preocupado por respetar a ultranza el bagaje normativo de la restauración, era la de una persona dedicada a hacer comprender la verdadera naturaleza y valor de ese patrimonio.

Era, y tiempo después lo comprendí mejor, la defensa a ultranza de quienes dialogaban con el patrimonio, para lograr su mejor convivencia con nuestra contemporaneidad.

Comparado con su diálogo, lo de los otros se parecía más a monólogos vacíos. A gente estrictamente abocada a “cumplir” con principios, con “mandatos bíblicos” que heredamos de los documentos de la conservación.

Lo que José María parecía decirles era que –sin cuestionar su cometido orientador– entre todos estos principios, no existía uno solo que garantizara la calidad de la intervención. Cada caso, en su atinada visión era único y diferente, y como tal merecía un criterio propio de intervención. Ni más ni menos.

José María, quienes tuvimos la enorme fortuna de trabajar con vos en la Comisión, no podemos más que agradecer haber compartido tu vocación y tu compromiso, tu alegría y tu pasión a favor del patrimonio.

Y, aunque ya no estés entre nosotros –y esto suene un tanto formal y ajeno a tu querible estilo coloquial– recibe en nombre de todos nosotros nuestro más sincero afecto y reconocimiento.

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