Jueves, 17 de junio de 2004 | Hoy
ARGENTINOS INMIGRANTES, SIN PAPELES EN EL PRIMER MUNDO
Historias de los que se fueron y no volvieron: todavía están por allá, en busca de cierto buen pasar económico. Aunque para eso resignen muchas cosas y vivan en un constante peligro de deportación. Todos, desde el lugar del mundo que sea, quieren contar cómo hicieron, cómo les va, cómo se las rebuscan.
Cuándo llegaré...
Canadá tiene una flexible política de extranjería: uno
puede llegar caminando a un puesto de frontera o a un aeropuerto y pedir refugio.
Se lo pueden dar por cuestiones políticas, religiosas, de discriminación,
de sexo, de raza, pero no por razones económicas. El que se convierte
en “refugiado”, tendrá los beneficios de ese congelado rincón
del mundo. Algo sabía Martín, el argentino que –cuenta–
se presentó al puesto de frontera y dijo que quería vivir en Canadá
porque en su país era discriminado por homosexual. Los funcionarios se
la tragaron. Todo iba bien hasta que lo fotografiaron a Martín a los
besos con una rubia por el centro de Toronto. Y el sueño terminó.
Le sacaron la calidad de “refugiado” y lo deportaron. Pero Martín
ya había echado raíces en Canadá y decidió volver,
desde la clandestinidad.
Quien también resiste desde Toronto es Barb (así dice llamarse),
que llegó en 1998, embarazada de su hija. Su marido apareció unos
meses después “y nos casamos acá para que mi esposo tuviera
papeles”, cuenta la chica de 26 años. “Cuando sos inmigrante,
y no sólo el idioma es diferente sino también la idiosincrasia
y el clima, te pasa cada cosa que no te imaginás: en el colectivo hay
unos cordones en las ventanas y creímos que eran para cortinas, pero
era la campana para pedirle a conductor que pare. Hasta que no ves a alguien
hacerlo, no te das cuenta.” Barb es técnica electromecánica
y su marido, dice, “tuvo suerte porque consiguió laburo en negro
rápido, en una vinería de unos mendocinos y en la construcción”.
Mientras estaba en negro, uno de sus pecados fue pasar un semáforo en
rojo y lo paró la policía. “Pero la policía no te
puede hacer nada, no es como en EE.UU. No te pueden echar si no tienen una orden
de deportación, aunque les ha pasado a muchos. Se vuelven gratis.”
Barb consigue yerba Cruz de Malta en un local llamado Carivana. “Aunque
prefiero Taragüí”, aclara. A todo esto, Martín –el
que no era homosexual– aún no tiene orden de deportación
(al menos una nueva). Se quedará hasta que lo encuentren, dice, y lo
lleven al aeropuerto y le paguen de vuelta el pasaje a la Argentina. “Soy
como cualquier otro criminal, salvo que no voy a ir a la cárcel.”
Esa no es la verdad...
Hay un hostel de Miami que podría ser el centro neurálgico del
argentino que llega en busca de futuro. “Cada día aparecen más,
todos sin pelpas”, cuenta Afo. No es tan fácil como antes, cuando
los argentinos entraban sin visa. Todo cambió con el 11-S. Pero fuera
de Miami (donde la ilegalidad, la clandestinidad y sus negocios están
a la orden del día) llegan noticias del Migo, que vive en Fort Lauderlade
con su familia (15 hermanos, sólo dos consiguieron papeles), o los primos
de Houston Texas que mandan un e-mail, o los amigos de Memphis que se compraron
el descapotable, otra prima con su familia en South Carolina, evitando convertirse
en un capítulo de la serie Cops. O C.J. y Fedex, que se fueron juntos
a vivir a Santa Bárbara, cerca de Los Angeles, cuando todavía
se podía. Uno es cineasta y el otro músico (tuvo un hijo con una
norteamericana). Dicen que quieren ver lo que pasa en la era K, pero no pueden
salir. Y si salen, no van a poder volver a entrar. Están atrapados en
el país de la libertad. “Sólo nos queda esperar que algo
pase”, dice C.J. Los medios informan de “espaldas mojadas”
argentinos (antes denominación exclusiva de mexicanos).
“Vine de estudiante y terminé Ingeniería en diciembre. Mientras,
trabajaba en la Universidad, donde me autorizaban. Pero siempre conseguía
trabajo por fuera, porque es caro estudiar”, cuenta Afo. “No tenía
otra forma de conseguir plata. Mis viejos están secos. Ahora sigo laburando
clandestino, no consigo que nadie me contrate de ingeniero, aunque hay muchos
trabajos estando ilegal. Los argentinos somos bebés de pecho en esto.”
Según cuenta, los mexicanos manejan la construcción. Y los colombianos
tienen pasta para el resto.
Es extraño Estados Unidos: el país que ofrece libertades, desarrollo
asegurado, buen ingreso económico, invita a los inmigrantes ilegales
a trabajar con papeles falsos, paga poco y mal a extranjeros, encierra en su
propia tierra a un puñado de extraños y les dice que, ciertamente,
el sueño terminó, pero nadie se dio cuenta. Los que quieran volver
a la Argentina van a disfrutar del caramelo del capitalismo excelso por última
vez. Eso le pasa al Futre, que está ilegal en Miami, pero se vuelve en
diciembre. “Esto una mierda, pero sirve para juntar guita”, cuenta.
“La onda es no meterse en problemas grossos y tratar de alejarse de la
noche. ¡Pero lo demás es mejor que en la Argentina!”
¿A qué se refiere? A evitar que lo paren por la calle por alguna
infracción o por papeles del vehículo: “Las leyes se cumplen,
te guste o no”. No se puede tomar en las esquinas, ni en la vía
pública, ni se puede comer asado en la playa, ni ducharse de a dos para
ahorrar la ficha, ni dejar de pagar el seguro del carro y que te suspendan la
licencia. O la juntadera de los condominios, donde no se puede poner la música
fuerte después de las 11 de la noche. “Algún vigilante te
manda en cana y acá no son gorditos sobornables”, cuenta el Futre.
Y son ya demasiados los casos de argentinos presos por no tener papeles. “La
salud es grave, lo demás está re-bien: todos esperando la amnistía.
A mi hija la operaron de apendicitis y nos costó 18 mil dólares.
Con láser por el ombligo, casi sin dolor. Por ley no te pueden preguntar
si tenés plata o seguro: te atienden y después te preguntan. No
se discrimina por religión, ni status, ni color. Aunque en la calle sí.”
“Ellos saben dónde estamos.” Después del 11-S, no
hay extranjero que no esté siendo monitoreado por los servicios de inteligencia,
a través de teléfonos, Internet y una supercomputadora espía
llamada paradójicamente Echelón. Echenlos con Echelón podría
ser el slogan. Los aeropuertos, las rutas interestatales, los trenes, las razas,
el color de piel: ser extraño es peligroso en IuEsEi. Aunque por algún
motivo expulsar extranjeros es complicado en un país con 30 millones
de latinos (sigue creciendo con relación a la sociedad norteamericana).
“Saben quiénes somos, dóndeestamos. Mientras no andemos
metidos en líos va a estar todo bien”, dice el Futre.
A ritmo perdido...
Después de Estados Unidos y España, viene Italia, el resto de
Europa, los países y el mundo. Siempre hay un argentino detrás
de un mostrador en Burkina Faso, en el pasaje de Varanasi que da al Ganges,
en las escolleras irlandesas o en algún recóndito punto de Sudáfrica.
Se escucharon noticias del que se fue a Japón, sin conocer el idioma,
sin tener papeles y todavía trabaja –nadie sabe cómo hizo–
en la línea de montaje de la fábrica Toyota. ¿Qué
hace? “Pone cositas en los autos”, contó un confidente que
lo llama cada tanto. Parece, dicen, que una tal Miranda está en Jamaica,
Vanesa en Kuala Lumpur (Malasia), que Andrea terminó de contadora pública
en Nueva Zelanda aunque estaba interesada por la decoración de interiores,
Guillermo está en Brisbane, Rubén en Panamá, Eduardo en
Ucrania, María en La Habana y John Argerich manda un informe desde Suecia,
donde el frío no se va. Y todos dispuestos a hablar, porque si algo tiene
el argentino promedio (en un gran porcentaje porteño, pero no exclusivo)
es su deseo de contar historias. Aunque algunos están volviendo, hasta
el cierre agitado de este artículo, el No seguía recolectando
historias de argentinos que fueron mezclando con el tiempo la consigna de hablar
de su condición de ilegales con algo parecido a una especie de melancolía
de aquel país que pudo ser y no fue.
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