Jueves, 12 de septiembre de 2002 | Hoy
COCINEROS, COCINEROS Y COCINEROS: HISTORIAS BREVES
Puede ser en una parrilla de Pompeya o en un restaurante de Palermo, da igual. Detrás de la escena de los mozos, el encargado, la carta y el precio del cubierto, existe un pequeño mundo con reglas, personajes y vocabulario propio. Bienvenidos al edén de las ollas y las sartenes.
Por Pablo Plotkin
No es casual que el mundo
gastronómico haya adoptado cierta terminología bélica.
En algunos casos, las cocinas pueden denominarse trincheras y los equipos de
cocineros son –con perdón– brigadas. En horas pico, la cocina
de cualquier restaurante más o menos concurrido de Buenos Aires (y de
casi cualquier metrópoli del mundo) es un hervidero de aceites y de ánimos.
El espacio pocas veces es suficiente, la temperatura alcanza los 50 grados y
además de las sartenes, la parrilla, la comanda, la bacha y los postres,
hay que atender a los reclamos de un jefe de cocina que se pasea entre sus empleados
empuñando una faca afilada como una guillotina. Las cosas tienen que
salir bien y rápido (o mejor aún: rápido y bien) y no hay
lugar para personas susceptibles o gente a la que le impresione desguazar un
cadáver de lechón. El trabajo en la cocina de un restaurante,
pueden apostarlo, no es para cualquiera.
En su libro Confesiones de un chef: Aventuras en el trasfondo de una cocina,
el neoyorquino Anthony Bourdain describe con una crudeza hilarante los pormenores
del rubro. Bourdain cita a su colega Scott Bryan: “El oficio atrae a los
sujetos que han pasado por una experiencia atroz en la vida. Es posible que
no hayan hecho la secundaria, es posible que huyan de algo: un amor, una historia
familiar sórdida, penurias sin esperanza del tercer mundo. Se sienten
a gusto con el código de conducta informal y relajado de la cocina, donde
suele ser alto el nivel de tolerancia a la excentricidad, los hábitos
personales poco ortodoxos, la falta de documentación y la experiencia
carcelaria. En la mayoría de las cocinas, la vocación cuenta poco
o nada. ¿Podés mantenerte en pie? ¿Estás listo para
trabajar? ¿Puedo contar con que mañana aparezcas en el trabajo
para no hacerme quedar mal? Eso es lo único que importa”.
En el torbellino de vapores, Bourdain distingue cuatro categorías de
cocineros: los Artistas (“esa irritante minoría con alto nivel de
vida”), los Exiliados (“gente que no puede desempeñar otro
oficio, ni ponerse una corbata, ni mezclarse con la sociedad civilizada”),
los Refugiados (“inmigrantes y emigrados para quienes la cocina es preferible
a los escuadrones de la muerte, la miseria o el trabajo en una fábrica
clandestina”) y los Mercenarios, “gente que trabaja por dinero y trabaja
bien, a pesar de no sentir demasiado cariño por la cocina ni tener grandes
inclinaciones culinarias”.
CALDO DE CULTIVO
Si bien la clasificación de Bourdain parece un poco terminante y exagerada,
un recorrido por algunas cocinas porteñas lleva a pensar que, en efecto,
el choque de personalidades y orígenes hace que el gastronómico
sea uno de los ambientes más fascinantes (e incongruentes) del campo
laboral. En Buenos Aires, por lo general, las cocinas reúnen a porteños
y provincianos, pensionistas solitarios y padres de familia, inquilinos de departamentos
del centro y pibes del Conurbano, changarines y pasantes de escuelas gastronómicas
privadas. La persona al mando –el chef– suele ser un veterano corpulento,
curtido en cocinas de toda clase y con un carácter lo suficientemente
fuerte para mantener a flote a la brigada. El secreto de toda cocina, al parecer,
es conseguir que eso que a primera vista luce como el caos, adquiera una lógica
propia –un caos con método– que permita que los platos salgan
ricos y a tiempo. Eso es todo. Y no es poca cosa.
La cocina de La Prima, una parrilla bastante exitosa de Palermo Hollywood, cumple
con esa serie de características del gremio: diversidad en el personal,
calentura en horas pico (momentos en que todo es humo, adrenalina y transpiración),
risas, chicanas, tensión y camaradería. El jefe de cocina es Luis
Cirino, un misionero que empezó a cocinar hace 36 años, cuando
“no existían las escuelas gastronómicas”. “Nos
hacíamos cocineros, pasteleros o parrilleros trabajando, aprendiendo
de los otros. Yo he dado vueltas por muchos lados, pero siempre terminé
dentro de una cocina. Y sí, tenés que tener un carácter
bastante fuerte.”
La brigada que comanda Cirino se compone de cinco o seis personas. La parrilla
abre al mediodía y a la noche, momento en que se da el trabajo más
intenso (hasta después de la medianoche). Juan Alberto es un joven ayudante
de cocina con aspiraciones de progreso. Estudiaba Ingeniería en Neuquén
hasta que decidió mudarse a Buenos Aires para inscribirse en la Escuela
Superior de Hotelería. Mientras corta un rosario de chinchulines, Juan
comenta que le gusta cocinar mariscos. “Me gustaría entrar al Muelle
del Plata, en el Club de Pescadores.” Al lado de él, Pablo Rossi,
de 27 años, prepara la tapa de asado para el segundo turno de la jornada.
Ya oscureció, pronto el restaurante va a estar lleno –variedad de
palermitanos carnívoros, casi famosos que salen de los estudios de América–
y él tendrá que vérselas con una parrilla desbordada de
achuras y carne de toda especie. Pablo sería el tipo de cocinero que
Bourdain más respeta (un “mercenario”): hace su trabajo por
necesidad, no por vocación, y lo hace realmente bien. Ex mozo del Club
Italiano, Pablo se convirtió en el respetado parrillero de La Prima sencillamente
porque era lo que había. “Acá estamos, poniéndole
el pecho”, dice el pibe de Berazategui. “Es bastante jodido. Tenés
que saber mucho los puntos de las carnes. Lo más difícil de esto
es tener memoria, tranquilizarte un poco, porque si te abatatás, perdiste.”
María Virginia Ostinelli es una chica de 20 años, introvertida
y de apariencia frágil para la rudeza que por lo general impera en las
cocinas. Está haciendo una pasantía a través del Instituto
Argentino Gastronómico, donde cursa el segundo año de la carrera.
Es de Lobos y está a cargo de la cocina fría –ensaladas,
entradas, postres– y piensa viajar a Suiza para trabajar como repostera
en el hotel de su tío en Zurich. Fernando Figueroa, de 21 años,
empezó a estudiar Gastronomía en el Ateneo porque le gustaba comer.
“Como soy medio mañoso, decidí que tenía que hacerme
lo que me gusta a mí.” Empezó en La Prima como pasante, y
luego quedó como ayudante de cocina. Le gusta trabajar con carnes. Es
neuquino, al igual que Juan Alberto, y vive en Once. Le gustaría viajar
a España. Martín Reynaga, de 25, es un flaco simpático
y laburante que hace un poco de todo: parrilla, limpieza, bacha, cocina. Su
primera experiencia en el rubro fue haciendo delivery para una parrillita del
centro. En medio de un breve descanso, mientras se fuma un cigarro, Martín
cuenta su experiencia y aborda la típica rivalidad entre cocineros y
mozos. Por lo general, asegura, los mozos entregan una parte de su propina a
la gente de la trinchera. “Acá no, acá son todas unas ratas”,
sentencia. ¿Y en la brigada, cómo están las cosas? “Acá
adentro nos llevamos bien”, asegura. “Si no, nos hubiéramos
matado hace rato.”
¿SALE CON FRITAS?
En la Argentina existen unas quince escuelas de gastronomía, que lanzan
al mercado laboral un total de 5 mil cocineros por año. Para Sebastián
Alfaro, jefe de la cátedra de cocina de segundo año en la escuela
del Gato Dumas, son pocos los que permanecen en el oficio al cabo de algún
tiempo. “Después de cinco años, solamente vas a encontrar
a un 10 o un 15 por ciento de esos egresados trabajando en gastronomía.
Se debe un poco a la falta de trabajo y mucho a esa fantasía que se generó
últimamente. Eso de ‘y bueno, mientras tanto soy cocinero. Total...
No hay que estudiar, se gana plata rápido, se tienen minas y fama. Es
una joda’. Todo lo contrario. Hay que estudiar, capacitarse y te tiene
que gustar trabajar. Es un trabajo físico y mental muy duro.”
Actualmente, un ayudante de cocina de un restaurante medio cobra unos 400 pesos
por mes. Un cocinero que trabaja turno corrido, 800. Y si bien las oportunidades
de empleo se redujeron (al igual que en todos los gremios), la gastronomía
parece ser, para muchos, la posibilidad de un pasaporte internacional. Alfaro
recomienda tomarse las cosas con calma. “Yo trato de no generar una fantasía
en el aula. No es todo color de rosa, como tampoco es todo malo. Lo cierto es
que nadie estudia para chef. Yo no soy chef, porque chef es ser jefe. Hay una
frase que dice: ‘El chef es un cocinero oxidado’, porque no cocina
más.”
Ex cocinero del Hyatt y el Sheraton, Alfaro, de 32 años, asegura que
el canal gourmet.com influye mucho en la formación estética de
sus alumnos. “En este momento, la cocina mediterránea los atrapa
bastante: trabajar con albahaca, berenjena, tomate, tomillo, perejil, pescados,
aves, aceite de oliva. ‘Si no hay aceite de oliva, no puedo cocinar.’
Y sí podés cocinar... Lo que muchos cocineros se olvidan es que
toda cocina regional nace de la necesidad. Uno usa los elementos que tiene alrededor.
Los guisos argentinos son buenísimos. Si hay algo que extraño
de trabajar en restaurantes es la comida que hacían los provincianos.
Los tucumanos y los santiagueños hacen guisos increíbles. Lo bueno
no tiene que ver con sofisticación ni con costo. Lo más importante
es que esté rico, ya sea unos fideos con manteca o un cordero patagónico.”
SALTO AL VACIO
Pompeya a mediodía es una puesta en escena a escala de la crisis comercial
argentina. Una de las tantas. Varios locales de avenida Sáenz cerraron,
al igual que las fábricas que se oxidan sobre la Perito Moreno, donde
languidece –entre perros y galpones abandonados– una parrillita construida
con techos de chapa acanalada y restos de pizarras. Desde hace trece años
este lugar es uno de los favoritos de obreros de la zona y camioneros de paso.
Desde hace seis, Fabián Baden –24 años, rubio, barba rala,
sonrisa afable– se hace cargo de la parrilla. “Subieron las achuras
en Mataderos, está todo al doble”, informa Baden, que tuvo que dejar
la secundaria y empezar a trabajar en este local familiar –junto a su mamá
Lila y su hermana Mirta– “porque no quedaba otra”. “Pero
igual me gusta la parrilla”, agrega. También sirven fideos, empanadas
y locro, pero lo que más sale son los sánguches a un peso: morcilla,
chorizo, vacío. “Sólo ganamos para la carne del día”,
comenta Fabián, secándose la frente con una servilleta.
En otro tiempo se repartía en tres trabajos: a la mañana atendía
un quiosco, a la tarde manejaba un remise y a la noche iba a la parrilla. “También
trabajé en Energía Atómica, y enganché un buen laburo
de mudanza en el Di Tella, pero todo se fue terminando, y llegó un momento
en que me tenía que quedar todo el día acá, porque para
empleado no había. Ahora entro al mediodía y me quedo como hasta
las 9 de la noche. Después el barrio se pone peligroso.” El trabajo
bajó, entre otras cosas, porque cada vez hay menos fábricas, por
ende menos obreros. “Antes, la construcción era un mundo, pero ahora
están todas las fábricas cerradas. Fijate el galpón de
al lado, traía cosas de Brasil. Tuvo que cerrar. Hoy en día trabajamos
más que nada con los pocos camioneros que quedan. Les dan seis pesos
para la comida del día. Usan tres y se guardan el resto.”
POLENTA
Juan Marín tenía unos 23 años cuando lo convocaron del
Club del Vino para que se hiciera cargo del área gastronómica.
Cuando algún viejo cliente honorario solicitaba hablar con el chef, ahí
aparecía él con su pequeño tatuaje en el maxilar izquierdo,
la barbita y el delantal enharinado. Aun siendo el director gastronómico
del lugar, Juan aprovechaba cualquier hueco en su rutina ejecutiva para hacer
pan.
Sus primeros pasos en la cocina los dio a los 11 años, colaborando en
el proyecto familiar Pan y Teatro, un reducto de arte y comida mendocina que
aún persiste en Boedo. Tenía poco más de 20 años
cuando lo llamaron de Beckett (Palermo Viejo) para que diseñara la carta.
Luego pasó al Club del Vino, rearmó el menú (llevándolo
más hacia el concepto de club, menos elitista) y, un año y medio
después, con la gerencia del restaurante a su favor, renunció
porque necesitaba “dejar atrás ciertas estructuras”. “En
diciembre pasado me surgió un planteo estético-ideológico
con relación a la guerra. Notaba un contraste muy denso entre la guerra
que se daba en el mundo y la doble copa, el triple cubierto.” Así
es que, con 25 años, Juan fundó su proyecto personal. Masamadre
es “una cocina, no un restaurante”, ubicada en Vera y Corrientes (Villa
Crespo). “Comida de posguerra”, define el cocinero, que se inspiró
en un bodegón que tenía su bisabuela Teresa en Mendoza, un lugar
bastante parecido a éste en el que almorzaban obreros y albañiles
de la zona. “Es una regresión a los inmigrantes, a los anarquistas
italianos de principios de siglo XX: gente sana, noble y trabajadora.”
Para Marín, Masamadre es “hacerse cargo de lo elegido”. “No
es un proyecto hippie, es un trabajo. Ser un cocinero no es una virtud”,
asegura. “En este momento hay muchas recetas, pero no sabemos comer. No
sabemos utilizar los recursos al máximo y no caer en cuestiones esteticistas.
Hay que obligarse a estar en la pobreza, volver a las recetas nobles y simples,
generar algo en medio de todo este quilombo.” Formado en la práctica,
“harto de las charlas de degustación” y del marketing culinario,
Juan tomó una decisión que, se supone, incumbe a buena parte de
los cocineros del país. “La pregunta es: ¿querés aprender
a cocinar o dar de comer? Yo elegí la segunda opción.”
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