Jueves, 2 de abril de 2009 | Hoy
¿Cómo fue que un integrante de Los Abuelos de la Nada, fundador de Los Twist y Lions in Love y músico de la banda de Charly García se convirtió en un referente tanguero que triunfa en el mundo? En esta nota, Daniel Melingo desentraña las razones de su cambio de rumbo, que al principio fue visto como un chiste y que ahora se aprecia en toda su dimensión. Además, un repaso por la nueva guardia tanguera que le saca brillo al género.
Por Cristian Vitale
–Un mirador de lo que se vive hacia mi inconsciente. Es una cerradura que estoy limpiando, algo que compartimos todos los que nacimos en Buenos Aires: hay un punto común de unión en el inconsciente de nuestro acervo espiritual. Hay un montón de data que nosotros, de alguna manera, negamos por tenerla tan cerca. Lo veo así: hago una apertura del inconsciente a la hora de bajar la data que me viene, y la respeto a rajatabla.
Ahora, mientras ensaya su propia radiografía tanguera, Daniel Melingo –ex integrante de Los Abuelos de la Nada, Los Twist y Lions in Love– tiene el pelo suelto. Unos rulos amarillos y canosos, miti y miti, que a veces oculta bajo la sombra de un sombrero negro. Pero en la tapa del disco está camuflado: efecto mojado y raya al costado. ¿Se habrá puesto la vintage gomina Glostora? “No”, sonríe. “Jabón y grasa: la Glostora vino después.” Puede hacerse una filosofía de la estética con ese detalle. Hay una frase que, entre tan pocas, comanda el pulso del Melingo tanguero que explotó hacia fines de los ‘90, y nunca volvió: la modernidad está en los orígenes. Se la acuñó a un viejo prócer blanco de la cultura negra que, hace mil años, se fue a Francia y nunca volvió: Juan Carlos Cáceres, historiador, músico y gran entendedor de los orígenes afro del tango. “Me cuelgo a escucharlo. Es una clase total estar en un bar de París, escuchando al troesma... Además, a veces tocamos juntos. Ahí va, ¿viste? La modernidad está en los orígenes. Es lo que acabo de decir, con otras palabras.”
–¿Posta? Yo qué sé, hay tantas que se me habrá pasado rápido.
Pero París no se le pasó rápido. Desde que Melingo abrazó el tango es la ciudad que mejor lo abriga, ya que el sello Mañana descubrió su voz como un puente directo entre París y Buenos Aires. Esa compañía piloteada por Eduardo Makaroff editó Santa Milonga (2004) y el reciente Maldito tango (que acaba de salir aquí) después del entre solitario que había iniciado con Tangos bajos (1998) y Ufa! (2000). Hace cinco años que el ex Abuelos vive a poco de la Torre Eiffel. “Uso París como ombligo del resto del mundo”, dice.
–Tenemos que pensar que París siempre fue un gran palenque para el tango y para el jazz... Un bastión que les dio forma a ambos géneros. A partir de París y lo que pasó con Gardel allá, nosotros empezamos a mirarnos para adentro. El argot de ellos y el nuestro son parecidos... Y lo que no terminan de entender, lo estudian y saben de qué estás hablando, por la gestualidad o el histrionismo que uno mete como intérprete. Igual, me siento comunicado hasta con los dinamarqueses. Hay un juego de histrión importante en la performance.
Melingo le mete un giro al argot lunfardo con el que comunica ideas, conceptos y descripciones varias: el “meta” norteño. Lo utiliza para pedir preguntas, incorporar en alguna canción o aceptar un mate amargo, da igual. La voz, como cuando canta, parece un arenero sonoro. Raspa. Es filosa. Le hace un tajo al aire. Es una traspolación exacta de sus temas. Así es Maldito tango, un disco de once canciones y dos bonus. Algunas puramente suyas (Julepe en la tierra, Eco il Mondo), otras con Luis Alposta, que le robó a las últimas estelas de la vieja guardia (En un bondi color humo, A lo Magdalena, Se igual) y un resto que, con música suya, revivió la pluma de viejos poetas: Carlos de la Púa, Dante Linyera, Enrique Cadícamo, Celedonio Flores. “El disco tiene mi giro estético. Creo que donde marco la diferencia es en la instrumentación. Ojo, no recurro a recursos ajenos al tango: tanto el trombón, el clarinete, la sierra y el serrucho son instrumentos usados en el género en diferentes épocas. Lo que hago es licuarlos de acuerdo con mis conocimientos y doy rienda libre a mi manera estética.”
Una cosmovisión que mezcla tristezas miserables, fulerías, pungas en paco, nenas abandonadas en el mercado del Abasto e historias de suburbio, donde Skay Beilinson, Javier Casalla, Vicentico y el Pity Alvarez también hacen de las suyas. “Maldito tango parece un insulto, pero no es así”, aclara el ¿ex? rockero. “Es un homenaje a los poetas malditos, que son los poetas del lunfardo. Estoy a la altura de las circunstancias, aunque sin compararme con los grandes maestros. Mi afán es un poco desenmascarar toda la poesía del tango, que nos sigue representando en muchas partes del mundo.”
–Porque tengo ganas de reencontrarme con mi público, y de que él se reencuentre con alguien que, en los principios, parecía que hacía del tango un chiste. Desembarco acá en un momento en el que creo que es pertinente empezar a comunicar mi laburo profesional. Llevo diez años con el tango.
–Es un mote que me pongo con mucho cariño, pero sé de mi labor como continuador del tango canción; lo sé en carne propia y también por el eco que hay. Que venga un rockero adolescente y me diga “a mí no me gustaba el tango, pero ahora lo escucho y me encanta Troilo”, me hace caer los leones. Es una tarea satisfactoria concientizar al rockero o al melómano de que el lunfardo es nuestra manera de hablar que se va adaptando a las épocas.
Otro giro que lo mete en su historia personal. La primera evocación llega hasta su adolescencia en varios conservatorios y desde allí hacia un viaje revelador: Brasil. “Hice mi explosión musical de adentro para afuera; en 1978 me fui a Brasil y ahí me conecté con el hecho de pasar la teoría a la práctica. Por suerte me topé con mis ídolos: Milton Nascimento, Gismonti, Hermeto Pascoal... Conocerlos y poder tocar con ellos fue una bendición. ¡Y tenía 18 años!”
–Razones de presión. De presión así, separado, ¿eh?
–Social. Estaba todo mal, no había lugares para tocar, para pasar a la práctica lo que sabía. Cuando volví, tres años después, de la mano de Miguel Zavaleta conocí a Miguel Abuelo y formamos el Miguel Abuelo Trío, y toda la historia que conocemos. Pero esa previa fue muy importante para mí: ser, de alguna manera, un músico que estudió electrónica de vanguardia en los años ‘70, poder hacer un reciclaje y una reinterpretación de lo que para mí es la música.
Lo que sabemos todos es que Melingo, cuando llegó de Brasil, se integró como guitarrista a la segunda formación de Los Abuelos de la Nada. Que grabó en el primer disco (homónimo) y en Vasos y besos, y después se fue para fundar Los Twist con Pipo Cipolatti. Que tocó en la banda con que Charly García presentó Yendo de la cama al living y que les produjo Bares y fondas a Los Cadillacs. Y que se fue a Europa. “Miguel fue el que más se apenó cuando me fui de Los Abuelos, justo cuando se volcaron al mainstream... La época de Himno de mi corazón”, evoca. Era 1985 y volvió recién nueve años después. Esa historia no la conocemos todos, al menos en profundidad. Fue la época en que formó Lions in Love, una agrupación que solía tocar con Héroes del Silencio y Mano Negra. Sigue él: “Nos ubicaban como teloneros, pero el margen del público de los Lions, en 1989 en España, era de culto: 500 personas como máximo”. Melingo, entonces, vivió en Amsterdam, París, Ibiza y Madrid, donde hizo casi toda la carrera con los Lions, más otras bandas: Fangoria y Toreros Muertos, entre ellas. “Además de tocar, trabajé bastante como productor artístico de grupos mexicanos. Mi labor prácticamente era en estudios de grabación.”
–Cuando Fernando Samalea escuchó los tangos que cantaba yo y me dijo: “Hay que grabarlos”. Era 1996 y eran temas que yo había propuesto y que a veces cantaba... Fueron los que incluí en Tangos bajos. Me di cuenta de que tenía mucha repercusión a través del boca en boca, todo el mundo hablaba de ese disco. En ese momento me metí a aprender a ser un frontman... Nunca lo había hecho. Y no sólo aprender eso sino también a cantar tangos. Entonces me metí a estudiar canto lírico, porque tiene una similitud con el género en la manera de desplegar los acordes, en la técnica del tango.
–No... La tormenta de los prejuicios existe, por suerte, hasta el día que te morís (se ríe). Creo que es una labor sobre la marcha... Estudio lo que necesito aprender, de la mano también de Luis Alposta, vicepresidente de la Academia Nacional del Lunfardo y coequiper mío. El doctor Alposta es un grosso que les escribió letras a Edmundo Rivero, a Osvaldo Pugliese, a Rosita Quiroga y demás. Por eso digo que me siento adentro del tango, porque tal compañía lo legitima... Nos juntamos de manera cómplice. Es que Luis es un bizarro del tango, un outsider... Es discípulo de Cadícamo y vendría a ser como el pendejo de la vieja guardia del tango. Para mí es muy importante eso, di justo con él. Juntos descubrimos la obra inédita de Andrés Cepeda, el primer letrista de Carlos Gardel; también el primer tango carcelario que es pre lunfardo, atenti: es la poesía romántica que se hacía en las cárceles.
–No de cara hacia fuera, pero lo que yo intenté, de cara adentro, fue no cortarla con el rock tajantemente. Tomé el deber de comunicar lo que para mí es el tango, que es literalmente la manera en que lo siento yo. El tango y el rock son caminos separados que podés linkear vos, a tu manera. Es un proceso personal.
–Recuperar el recuerdo de las melodías que silbaba mi abuela en Parque Patricios, o mi conocimiento de algo que en la década del ‘70 yo veía y escuchaba con repeluz. Fue una vuelta a las fuentes, después de atravesar veinte años del rock. Otra cosa: el rock no provocó la decadencia del tango. Es algo que vengo reflexionando hace tiempo: ¿cuál es entre el tango y el rock, loco? El tango involucra a todos los ritmos nacionales, incluido el rock.
–No pienso las letras, simplemente me salen. Las temáticas me tocan el fuero íntimo o no me lo tocan, pero no me preguntes por qué.
–Por el corazón y por el inconsciente. Dejo desembuchar el inconsciente, algo a lo que los mortales le tenemos miedo. Creo que es el mejor trabajo que se puede hacer: sacar lo que está dentro, que es lo más difícil. Lo que menos hay que hacer es pensar.
Tres guitarras y un cantor. Tipos con cara de buenos haciendo tangos carcelarios en lunfardo básico. Diez años por esta vía, recorriendo los mismos caminos oscuros que aquellos malos “de en serio” tejían en las celdas de los ‘20: drogas pesadas, putas y hombres de fajas tomar conforman la cosmovisión explícita desde el nombre. Tres discos: Tangos carcelarios, Slang y Argot, que los llevó al Festival Le Suds à Arlès, de Francia y, de ahí, al mundo.
Tras el histrionismo y el carisma de un frontman por excelencia (Walter “Chino” Laborde) emerge una orquesta típica rabiosa y colosal. Gente del tango con alma rockera –o al revés–, sin artificios ni electrónica aplicada: tango explosivo, detonador. Tienen un club a disposición (el Club Atlético Fernández Fierro, en el Abasto) y cuatro discos más calientes que cabezones: Envasado en origen (2002), Destrucción masiva (2003), Vivo en Europa (2004) y Mucha mierda (2006).
Carisma e histrionismo, pero con cara de mujer: Stella Díaz, pura expresividad, va al frente como una Tita Merello del nuevo milenio apoyada en una orquesta de señoritas, cuyo sonido sólido no le escapa al ABC del género, y cuyos arreglos tampoco. Casi diez años de ruta, casi lo mismo de milongas, valses y tangos.
La rebelde del clan. A Carla le gustan la cumbia villera, Pink Floyd y Led Zeppelin, pero toca el piano y te mata. Y además compone con la sangre de su abuelo, el gran Osvaldo. Tiene 31 años, pinta de rea rockera, belleza natural y una llaga en el alma: la muerte prematura de su hermano Osvaldito. A él le dedicó su disco debut, Ojos verdes cerrados, una cruzada tango-electrónica que profundizó en Eléctrica y porteña, casi todo de su autoría, a base de guitarras eléctricas, bombos legüeros, secuenciadores analógicos, baterías y un batallón de sintetizadores.
Dema no es una mina sino un personaje ficticio que estos forajidos inventaron para reírse de sí mismos y del tango. Es, según acuerdo generalizado, la banda más divertida del tango moderno: insolente, cínica, satírica y hasta medio pelotuda (con onda, che). ¡Hasta le compusieron un tema a las tortugas del guitarrista!
Otra orquesta de señoritas. Verónica Bellini, ex pianista de Las del Abasto, emigró de allí y armó un quinteto con dos más de ellas (María Laura Santomil, guitarra y Paula Liffschitz, bandoneón), más Carolina Cajal en contrabajo y Valeria Collante en violín. Milongas y tangos tradicionales se mezclan con riesgos nuevos –bien aéreos– y un perfume de mujer digno de novela a la Patrick Suskind. El muñequito verde las pone en vereda del presente: es la historia de un desengaño... ¡por chat!
Gente del rock (o cuasi) metamorfoseada. Rodrigo Guerra (Pequeña Orquesta Reincidentes) + Santiago Fernández (Me Darás Mil Hijos) + Gonzalo Santos (Satélite Kingston). Un típico trío de guitarras (sin bemoles) más letras con sorna e instrumentos que traen en las alforjas: serruchos, cavaquinho, arco y banjo.
Tango con olor a vino por mareado, pero también por mendocino. Elbi Olalla (pianista) y Victoria Di Raimondo (cantante) forman un dúo de tango en la tierra de la tonada y le incorporan, a su manera, jazz, rock y electrónica. Sumaron varones, ideas y una base power, lo que resultó en una de las opciones más atractivas del género, sobre todo a partir de edición de Tormenta, el tercer disco.
Eran muy jóvenes cuando se juntaron, en 1996. Siguen siéndolo, pero con pergaminos: mimados por Wynton Marsalis, que los presentó en el Lincoln Center –donde Ramiro Gallo, violinista, presentó su Suite Borgeana– y largamente festejados en ciertos festivales del globo por, precisamente, ser jóvenes que se resisten a serlo por rótulo nomás. Los japoneses quedaron chinos cuando los vieron por primera vez.
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