EL SOCIALISMO QUE NO FUE
En los albores de la post-crisis de 2001, las asambleas barriales, el club del trueque y los cacerolazos
aparecían como la avanzada de la inminente llegada del socialismo a la Argentina. Pero, bueno, llegó K.
› Por Facundo García
Luis Zamora gobierna la Argentina, la deuda externa dejó de pagarse y Pino Solanas hace películas con Francella porque los recursos naturales están socializados hace rato. En ese país de hoces y martillos, algún periodista escribe lo que habría pasado si en vez de triunfar el comunismo, el viejo sistema político —aparato del PJ, los gordos de la CGT, la UCR— hubiera logrado recomponerse con ayuda de los grandes medios y el empresariado. “¿Dónde se bifurcaron los caminos?”, se pregunta desde la tribuna de doctrina.
“Ohh... que se vayan todos...” Con ese canto echó a correr una década que transpiró al ritmo de reclamos por más justicia social. La historia —lo demostraron aquellas movilizaciones del 19 y 20 de diciembre de 2001— no se había detenido. Detenido las pelotas: cuando el neoliberalismo la conducía al precipicio, miles salieron a la calle, inaugurando un verano tan asombroso como inolvidable. La rebelión encontraba una síntesis de sus contradicciones en las bombas Molotov hechas con botellas de Gatorade, o en la cara llorosa de aquel chino al que le saquearon hasta el arbolito de Navidad.
Del hambre se pasó a la bronca. Se quemaron McDonald’s como si ese rito construyera soberanía, mientras la cana se cargaba —de entrada— más de treinta vidas. “Piquete y cacerola, la lucha es una sola”, gritaba la multitud. Y aunque los otrora “negros de mierda” no tuvieran cuentas bancarias, igual se integraron al coro. Carrió se reconoció progresista (¡!), y a diestra y siniestra de su amplia circunferencia asomaban otras “opciones”. Zamora, por ejemplo, se presentaba como candidato a presidente, al tiempo que diversos figurines pataleaban para caer parados, completando una terna de personajes tan insulsos que de haber estado en una película catástrofe hubieran tirado la pata en la primera media hora. En tanto, el Café de las Madres se convirtió en la Meca, y Sergio Schoklender en monocromático ídolo de la izquierda. La revolución estaba a la vuelta de la esquina, pero la curva era cerrada.
Por la calesita de Casa Rosada pasaban gobernantes, sin que ninguno manoteara la sortija. Entonces las asambleas llamaron a “construir poder”. Y cómo no, si estaba el Gran Soviet de Parque Centenario (:)). Cada votación sufría el embate de cláusulas sobre “la lucha obrera en Polonia” o “los tractores en el norte de Canadá”. No obstante, palabras como “compañero” o “coordinar” entraron por primera vez en el circuito verbal de gente que había crecido agobiada por Tinelli. Así llegó el día en que la clase media pro Sarmiento compró Hecho en Buenos Aires, y escuchó a los laburantes de las recuperadas Brukman, Zanon, IMPA o a los movimientos de desocupados, en un acercamiento que tuvo en la idealización la base de su inestabilidad.
“Que se vayan todos, ¿y después qué?” Los vecinos tomaron espacios, inspirados por la necesidad y por un programa de tele que dirigía Bruno Stagnaro y se llamaba Okupas. La consigna, a ver si se entiende, era salvar al pueblo; pero cuando había que ir a limpiar los baños de los comedores comunitarios, el compromiso se arrugaba tanto como las narices. A los que tenían fe en el futuro, como Kosteki y Santillán, les cobraron bien cara la inocencia. De fondo se escuchaba la banda sonora de la insurrección que no sería: Santa Revuelta, La Bersuit, Las Manos de Filippi. Más tarde, Hernán “El Cabra” De Vega, vocalista y líder de Las Manos, llegaría a presentarse como candidato a legislador porteño.
Y cómo olvidar al club del trueque, la esperanza de que esas viejas intercambiando bizcochuelo representaran al sujeto histórico que eliminara de una vez la explotación del hombre por el hombre. Hay casos documentados de peluqueros amateur que canjeaban servicios de coiffeur al aire libre por vasos de birra (y de verdad que convenía engancharlos temprano). Encima surgieron avivados que falsificaron los cupones de canje. Lo cierto es que, lentamente, la sociedad iba haciendo su propio cambiazo. Entregaba las aspiraciones de máxima si le ofrecían más laburo, juicio a los represores de la dictadura —aunque hubo puntos oscuros, como la desaparición de Julio López— y cierto discurso relacionado con el pluralismo. Ahí es donde el periodista de este universo paralelo detiene su descripción, perplejo.
De este lado de la realidad se puede tomar la posta, y comprobar que entre tantas utopías hubo una que sí se cumplió: la de los banqueros y sojeros, que terminaron forjando una década a su medida. ¿Y nosotros? El otro día una amiga tiró una clave. “Por algo —dijo— la serie de tele que marcó a nuestra generación se llama Lost. ‘Perdidos’.” ¡Pero moción de orden, compañeros! En la aparente derrota, muchos aprendieron por qué hay que llevar limón para cuando reprime la yuta, o cómo se coordina una asamblea, o por qué no hay que dejarse tentar por la ingenuidad. No es poco. Faltaron, es cierto, referentes que encarnaran lo nuevo. Unos treinta mil, más o menos.
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