Jue 02.12.2010
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NO ES EL TíO SAM, ES ITO SAN

Un japonés heavy metal

En San Telmo funciona el restaurante japonés más bizarro de Buenos Aires. Se llama Sukiyaki y su dueño es un anciano nipón –Ito San– que atiende en chancletas, eructa mientras cocina, maltrata a los comensales y escucha compilados de heavy metal. A veces, incluso, lo visita Spinetta.

› Por Jose Totah

–¿Hola, señor Ito San?

–Sí, Ito San habla.

–¿Cómo le va? Lo llamamos para hacerle una entrevista

por su restaurante.

–No entrevista. Ito San no va a hablar.

–Pero es una nota que va a leer mucha gente, que va a querer conocerlo.

–Usted soberbio, se manda parte y quiere cobrar a Ito San por nota.

–No, Ito, la nota es gratis. ¿Le parece si pasamos esta

noche con el fotógrafo?

–No habla para nota no. Pasa no. No pasa.

–Bueno, quedamos así, nos vemos a las 20.30 en su restaurante.

–No pasa (se escucha un teléfono colgado con furia).

Así de malo es el primer contacto con Ito San, dueño del restaurante nipón Sukiyaki, un minúsculo comedero ubicado en Pasaje San Lorenzo 304, en el corazón de San Telmo. Es sólo el comienzo. Y se pone mucho peor: una noche en el salón del japonés más bizarro y antipático de Buenos Aires (un peso pesado, realmente), frecuentado por Luis Alberto Spinetta, Dolores Fonzi y varios rockeros de la escena local.

Hay nervios antes de entrar a Sukiyaki, a punto de entrevistar a un tipo que, con todo derecho, se niega a ser entrevistado. ¿Tirará algo? ¿Tendrá un sable listo para rebanarnos como en las películas de samuráis? Al abrir la puerta del restaurante, la imagen da un poquito de miedo: una decena de mesas en la penumbra, una heladera vieja zumbando contra la pared y un cuadro descascarado del monte Fuji. De fondo suena, en un doble casetera Aiwa, el tema más conocido de Europe (The Final Countdown). Hay un tablón, cuatro sillas junto a la barra y, atrás de ella, un hombrecito japonés que nos observa con cara de pocos amigos: “¿Ustedes periodistas?”, ruge. “Van a comer ahora, pero van a pagar comida.”

Tiene el pelo blanco engominado y habla con un vozarrón que no encaja en ese cuerpito de anciano. No le queda ni un solo diente y, cuando se enoja, frunce tanto la cara que el mentón casi le llega a la punta de la nariz, una contorsión facial digna de un gimnasta ruso. Tose todo el tiempo, eructa, vuelve a toser y mandibulea como si buscara algo (¿sus dientes perdidos?) en el fondo de la boca. Viste camisa con camiseta abajo y unas ojotas con medias. En el fondo del local se ve un colchón, se asume que ésa es la cueva en donde también descansa ese samurái machacado. El personaje tiene un aire punkoso y de reviente metalero, pero en versión oriental. Podría ser perfectamente un jefe de la Yakuza (la mafia nipona) en la Argentina, pero nunca lo sabríamos.

Hay una única mesa iluminada y, para romper el hielo, el cronista pregunta si tiene mozos que lo ayudan en el salón. “Mozos no me gustan son todos peronistas, como Moyano. Hay que terminar con Eva Perón.”

Ito es el hombre más nihilista, más existencialista, más pesimista, desalentado y desenamorado de la vida que se puede llegar a conocer. El propio Nietzsche resulta un bebé de pecho al lado del dueño de Sukiyaki. Es difícil sacarlo de su enojo con el mundo y, en cierto modo, lo mejor es no prestarle demasiada atención porque se puede poner un poco agresivo. Imposible ir a cenar allí en pareja o buscando un clima romántico. La disciplina y el odio japonés se despliegan en Ito de la misma forma que los aviones nipones se lanzaban en picada contra los buques norteamericanos en las batallas del Pacífico.

Mientras putea contra el Gobierno, se pone cortar sashimi y a preparar unos guioza. “No hay vino, toman cerveza ahora”, avisa mientras destapa una Quilmes de litro. Tampoco hay un menú impreso y asumimos que los únicos platos que se sirven allí son los que nos está preparando y el sukiyaki (un guiso típico), que tiene fama de ser el mejor de Buenos Aires.

Solo contra el mundo

Cuando los alimentos llegan a la mesa, uno no puede entender que ese pescado tan delicioso, que se deshace en la boca como una lámina tierna, haya sido elaborado por alguien que está tan enojado con la vida. “Usted cocina muy bien”, lo elogiamos. “Ito no cocina bien; eso no se llama cocinar”, responde, mientras bebe de su propia botella. Se nota que el alcohol le trae recuerdos, malos recuerdos. “Vine acá hace 50 años, Japón estaba devastado por guerra, yo era un campesino, llegué a la Argentina y me abandonaron acá. Inmigrante abandonado.”

En un intento de llevar a Ito por un camino más alegre, el cronista dice una estupidez del estilo: “Pero las mujeres argentinas son las más lindas”. Grave error. Toma un trago larguísimo de cerveza, vuelve a unir mentón y nariz, se frunce como una pasa de uva y escupe, entre toses y eructos: “Mi mujer se fue con la plata. La mujer argentina no es linda. Hay que ser honesto y serio. Ellas no son”. Nuevamente tratamos de arrancarle algo parecido a una sonrisa, pero el fracaso es rotundo. “Las japonesas sí que son lindas”, tanteamos. “No es verdad”, replica, y en ese momento se comprende que nada de lo que digamos cambiará la cosmovisión que Ito tiene del mundo. Ese hombre recuerda a aquella historia del japonés que luchaba en una isla solitaria del Pacífico contra un enemigo imaginario, porque la guerra había terminado veinte años atrás. Ito es un autómata y hace lo mismo todos los días desde hace 50 años: ir a comprar pescado en bicicleta y cocinarlo. Sólo eso. No le pidan que sea alegre.

De repente, el tono de la conversación cambia. “Soy amigo de Spinetta”, revela desde la cocina. “Y también de Carolina Pellereti, Dolores Fonzi, Mike Amigorena y Francis Ford Coppola.” Ahí mismo explica que no sólo Luis Alberto y sus hijos comieron en el local de Pasaje San Lorenzo sino también un racimo de rockeros y jóvenes curiosos, que desfilan por sus mesas cada fin de semana. “Hace poco vino ese tipo de Ratas Blancas, el que canta con campera de cuero”, piensa en voz alta, y asumimos que es Adrián Barilari, cantante de Rata Blanca.

“Yo estudié a todos los filósofos de cultura occidental: Kant, Heidegger, Jean-Paul Sartre. Ninguno vale la pena”, sorprende, y al ver el equipo del fotógrafo sobre la silla muestra con orgullo el lente de su cámara. “Yo tenía Nikon, pero me la robaron los hijos de puta; me sacaron máquina; aquí en Argentina rompen todo, entran y salen.”

La cena, decreta Ito, ha llegado a su fin. “Ya está, se acabó”, dice mientras apaga las luces de la cocina y espera que terminemos de devorar los guioza. Se lo ve mucho más viejo que sus 76 años, y eso que ya son bastantes. “Mi cabeza explotó y la mitad de mi cuerpo no funciona, pero estoy viviendo igual. Uno nace solo y muere solo.”

El cronista intenta hablar de su restaurante, pero no hay caso. “Seguro que vienen muchos turistas, ¿no?” La respuesta llega como una lluvia de balas: “No viene nadie. Argentino no viene, no tiene plata; turista no viene, come asado; japonés no viene, come en su casa”, grita mientras prepara la cuenta. De fondo, en el Aiwa, suena el tema Sinfonía de destrucción, de Megadeth. Muy oportuno. Se deduce entonces que, esa noche, Ito tiene un compilado de heavy metal. Todo cierra: él también es un metalero, pero de los duros en serio.

Este cronista paga la cena y empieza a juntar sus cosas en silencio. Ito está de peor humor que nunca. El último desacierto de la noche es decirle que cuando salga la nota “va a ser famoso y su restaurante va a crecer”. Sus ojos se prenden fuego y nos mira con la bronca que seguramente tuvo el emperador Hirohito cuando firmó la capitulación frente a Estados Unidos. “No quiero crecer, no quiero saber nada. Crecimiento es mentira”, dice

Ito San, el japonés que pelea solo, en su propia isla de San Telmo. Para él, la guerra no terminó.

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