Jueves, 22 de mayo de 2014 | Hoy
EN EL FONDO TAMBIéN DENUNCIA LA TRATA
En busca de un teatro “implicado”, la joven dramaturga Pilar Ruiz montó una obra encima de la omisión. Su par Celina Rozenwurcel hizo otro tanto.
Por Brian Majlin
Pedro toma a Flora y la retuerce en la cama. No la obliga, pero la somete. No la fuerza, pero la oprime. No la golpea –no, al menos, en forma evidente–, pero le causa múltiples heridas. Flora, que es una niña cuya inocencia brota en lágrimas, es capaz de hablar de sexo con total naturalidad, de los clientes, de las cosas que hace con ellos, de sus interminables jornadas de trabajo. Pero no puede nombrar sus miedos, su infancia. Quizá no la tuvo, cree. Pero descubre que sí, que tuvo una. Y el espectador descubre que, al modo en que Paulo Freire explicara su pedagogía, el opresor la sujeta con sus brazos, pero también con sus construcciones invisibles: al opresor lo lleva dentro.
En el fondo, la obra de la joven dramaturga Pilar Ruiz, sacude la escena porteña con un tema que abarca mucho y aprieta otro tanto. Mientras la hipermodernidad se imprime veloz, ágil, la historia se detiene en un cuarto, en una pequeña habitación repleta de mundos e historias narradas a partir de las omisiones –y de algunas pocas menciones– de los intérpretes. Mientras se nombra, en sintonía con la inocencia interrumpida, la clásica historia de Charles Perrault (Caperucita Roja y su respectivo lobo) emerge, compleja, sin que sea nombrada, la trata de personas como fenómeno social que es necesario seguir haciendo visible.
La obra de Ruiz expresa, incluso en las palabras de la dramaturga, la necesidad de un arte implicado en “los acontecimientos sociopolíticos”. En el fondo apela al amor y a la psicología de sus personajes para narrar un detrás de escena sórdido. Y ese mundo innombrable, pero omnipresente en el inconsciente colectivo, es el que da a la obra un cariz especial. Necesario.
“Elijo hablar de los temas que me atraviesan. Cuando escribo se pone en juego mi persona e inevitablemente, de alguna u otra forma, aparece en el papel aquello que pienso, siento, me sucede, me preocupa o genera interés”, explica Ruiz, para destacar que de esa pasión motora interna es de donde salen sus letras. “Si no, se corre el riesgo de terminar haciendo obras con una poética acartonada y ya vista, que sólo tienen como fin aleccionar al espectador, y no se trata de eso.”
Entonces, sin la intención de aleccionar, el teatro puede ser militante con su perspectiva de género, aunque eso también sea discutible puesto que la obra es de trascendencia humana, más allá de la temática. “Necesitamos expresar lo que nos pasó y lo que nos pasa, darnos la posibilidad de pensarnos e imaginar que aquello que nos duele puede ser distinto”, explica Ruiz. Y destaca que “hay una gran necesidad de hablar y poner en debate la problemática del género, y si esto promueve una gran cantidad de obras teatrales y termina abriendo un nuevo espacio, bienvenido sea”. La trata de personas, negocio millonario en beneficio de algunos por el que sufren tantas, tantas personas, es algo palpable y, aunque en los últimos años más visible, no está siempre presente. ¿Es, acaso, esa función de denuncia, de movilización social a partir del arte, algo inherente al teatro? La respuesta tiene matices. Mientras que Ruiz asegura que su dramaturgia es un factor “para generar un desequilibrio y dar lugar a un cambio”, otra dramaturga contemporánea, Celina Rozenwurcel (Mecánicas, La final, El sueño del tonto), le quita obligaciones: “Creo que la única responsabilidad del teatro es contar una buena historia”.
Sin embargo, Rozenwurcel no desconoce el valor social del arte y, enseguida, agrega: “Si con ese fin se vale de conflictos sociales, de género o lo que sea, bienvenidos sean. Siempre y cuando ese material sirva para crear un universo particular, con su propio sistema y reglas. La responsabilidad del dramaturgo es ser absolutamente honesto con lo que escribe y con las reglas que propone su material. Crear su propio lenguaje sin especular con lo que está bien contar o lo que se espera que cuente”.
En el fondo tiene ambas intenciones y de allí su potencia. Invita a involucrarse en una historia creíble, atendible, bien interpretada, y a la vez a sacudirse la modorra, a atender un conflicto cada vez más visible, pero igualmente grave. A poner en juego el arte como motor de una reflexión que habilite el cambio. “Por supuesto que para una modificación del mundo se necesita principalmente una fuerza de lucha –reconoce Ruiz–, pero creo que el arte es un arma indispensable.”
* Miércoles en Espacio Polonia, Fitz Roy 1477. A las 21.
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