EL AUGE DE UN NUEVO TEATRO PORTEÑO
El acto en cuestión
Lejos del circuito comercial-convencional, un nuevo tipo de obras se ponen en escena. Están escritas, dirigidas y protagonizadas por jóvenes menores de 30, casi siempre en lugares poco tradicionales, y lejos de los cánones de la “dramaturgia”. Es un movimiento continuo, creciendo a cada función.
PRODUCCION Y TEXTOS: EUGENIA
GUEVARA
Una mujer boliviana recibe a los espectadores de la obra Grasa de José
María Múscari (27), les ofrece vino caliente y chipá. Después
los llama por el número que recibieron con la entrada y los hace bajar
a la sala-sótano en grupos de ocho. Ella se queda afuera y los 50 espectadores
adentro, muy juntos entre sí y enfrentados a la locura de unos personajes
que hablan, pelean y juegan, ahogados por una música electrónica
excitante, en un espacio blanco de 4 x 4, moderno y minimalista. Son los sobrevivientes
de una Argentina futura: siete jóvenes y un chico de 12 años, hijo
de no importa quién, que deben compartir ese pequeño e inmaculado
rectángulo resistiendo, al borde del terror, a la nueva raza que domina
afuera: los bolivianos.
Las filiaciones entre los personajes son claras aunque el juego de relaciones
entre ellos es ambiguo. Eso fascina. Las situaciones se tensan, se rompen y se
acomodan de nuevo, igual que los actores en ese espacio que se resignifica con
sus movimientos y composiciones dentro de cuadro. La música es el respiro
de los personajes y del público involucrado con la suerte de ese grupo
humano absurdo, que se siente amenazado. Hay música electrónica,
canciones coreadas en vivo por los refugiados criollos, versiones modernas de
folklore andino y, a pedido del niño, también música navideña.
Grasa obtuvo el subsidio a la creación artística de la Fundación
Antorchas y Múscari, director/autor, la considera como una inflexión
dentro de su trabajo: “No se parece a lo que hice antes. Nunca había
trabajado con actuación hiperrealista y esta estética, visualmente
moderna, que funciona muy bien.” Múscari es junto a Federico León
(ver recuadro) de los más experimentados y reconocidos directores/autores
jóvenes de la escena porteña. Lleva estrenadas 14 obras, dentro
del off (Mujeres de Carne Podrida, Pornografía Emocional, Disco, Derechas
y Catch) y también en el teatro, digamos, “comercial” (Desangradas
en Glamour, Alicia Maravilla, Pareja Abierta). Suele describir su modo de trabajo
como “teatro emergente”, un teatro que no se aferra a lo convencional
y se rige por una constante búsqueda y la pasión por el género.
Para Múscari hoy el teatro independiente joven es “emergente”:
“El teatro emergente está en su auge, hay un público ávido
y muchos espectáculos posicionados. Hay gente joven que nunca fue al teatro
y de pronto responde ante una propuesta como la de Rafael (Spregelburd) con Bizarra.
Y se vuelve masiva. Algo se rompió ahí y me parece muy bueno. Hoy
el teatro está desacartonado. En otro momento no se hubiera podido hacer
algo tan libre como Bizarra.”
Santiago Gobernori (25) fue uno de los actores de Bizarra, una saga argentina
y también es director /autor. Hasta mañana en Templum, una casa-teatro,
tiene en cartel su obra, Desnudo ilegal inglés, que empieza cuando Julia
y Pabla, hijas menores de una mujer “sola” (la hija mayor se había
hecho monja por no saber qué hacer) que vive en un pueblo de la costa,
regresan de Inglaterra donde supuestamente estudiaron inglés y cuentan
la verdad, conmocionando la vida del pueblo. Gobernori se formó con Mauricio
Kartún,Mariana Obersztern y Spregeldburd, estrenó las obras Golpe
Real (con Paola Moraña) y Darío tiene momentos de soledad (con la
compañía Akapulco) y acaba de recibir el segundo premio del concurso
Germán Rozenmacher de nueva dramaturgia, otorgado por el IV Festival Internacional
de Teatro de Buenos Aires, por su obra Enseñanza Maché que fue editada
en versión trilingüe. Sobre su búsqueda estética, subraya:
“Me interesa trabajar a partir de una realidad extrañada (un mundo
real atravesado por un velo de particularidad), una verdad escénica. Historias
que sostengan situaciones y situaciones que generen una historia. También
las paradojas, como hacer obras a simple vista apolíticas con lo que políticamente
produce hacer teatro en la Argentina.”
El espacio y el teatro
Casi todas las obras de directores independientes jóvenes que se presentan
en el circuito teatral porteño tienen en común la representación
íntima, ante menos de 50 personas, en teatros que no son teatros, sino
sótanos, casas viejas recicladas, galpones, fábricas cerradas o
jardines. Alicia murió de un susto, de Moro Anghileri (26), se desarrolla
precisamente en un jardín, al fondo de la Papelera Palermo. Allí
los personajes Alicia y Aldo viven sus últimas horas de vida secundados
por Alfonso, un funcionario público inútil y Admiración,
el ama de llaves. La peste de las vacas se está propagando entre los humanos
y ellos desataron la catástrofe. Los actores, mientras tanto, representan
en cada función una obra diferente, según los caprichos del clima.
“Incluso la hicimos bajo la lluvia –cuenta Anghileri–, lo que
potenció mucho el espectáculo. A le gente le encantó y además
fue bueno para los personajes y los actores.” Alicia murió de un
susto se presentó en otro escenario (el Palacio de Linares) y con otros
actores en el Festival Escena Contemporánea de Madrid. Las obras anteriores
de Anghileri también se habían presentado en espacios alternativos
(3 ex, Puentes, Hija) que iban desde su propia casa a la ex fábrica IMPA:
“Mi idea es que cualquier espacio es un teatro posible. Lo que más
me interesa es trabajar el espacio como un elemento fundamental en lo que se está
contando. El espacio cierra el sentido de la obra”, dice.
Gastón Cerana (29) es un director/autor de trayectoria en el teatro comercial
y en televisión. Mañana, por última vez en el año,
su obra El Señor Martín (antes fueron Radiomensajes y Tanguitos)
se presentará en el legendario Teatro del Pueblo. Es la historia del joven
Martín Páez Cruz que, a punto de terminar el secundario, relata
sus años en el James Day High School, un colegio inglés de Burzaco,
una institución rígida donde se educa a los alumnos como si vivieran
en Cambridge. Su maestro y tocayo es Mr. Martin, quién se propone cercenar
todo rasgo de identidad nacional en sus alumnos. Martín Páez Cruz,
el peor alumno, crece allí con una disyuntiva: cuando egrese tendrá
que optar entre continuar sus estudios en Harvard o en Oxford, entre estudiar
Diplomacia o Ciencias Políticas, entre ser Mr. Martin o ser el Señor
Martín.
Adrián Garelik (25) dirige El movimiento continuo de Armando Discépolo
en El Artefacto, donde estudió con Raúl Serrano, y se muestra fiel
al teatro de actores “vivos”, recelando las puestas demasiado “visuales”
que tienen algunas nuevas obras. Su visión del teatro es evidente en la
forma en que sus actores viven, ante unas 30 personas, el sueño de la máquina
del movimiento continuo, la idea maravillosa que va a hacerlos ricos de la noche
a la mañana.
Además de estos directores con obra en cartel, otros autores, directores,
actores y grupos ensayan sus propuestas para ocupar un lugar en la cartelera el
año que viene (ver recuadro). Cada uno tiene una historia y una forma para
contarla mientras el concepto tradicional de “dramaturgia” se va diluyendo.
“En este momento hay directores que escriben, autores que dirigen, actores
que generan su propia dramaturgia. En el teatro ya no hay división de roles.
Ahí también hay una ruptura”, explica Múscari, un director
emblemático que corriendo tras su inspiración logró innovar
con cada propuesta. Y rompe. Lo mismo pasa con la mayoría de los directores/autores
de una generación que opta por no seguir escuelas e inventa, con cada obra
que presentan, su propia versión del teatro. Su mundo privado.