AGUAS (RE) FUERTES
› Por FACUNDO DI GENOVA
Que no creían en nada, ni siquiera en la tormenta que se venía, lanza el cronista de televisión y Oscar, el paraguayo que ahora es sereno del edificio abandonado de ahí a la vuelta, mira y piensa y no dice nada y sigue mirando el hueco por donde se metieron los cuatro exploradores urbanos, aquel sábado de diciembre a eso de las once de la noche, cuando la temperatura y la humedad y también —pero sobre todo— los relámpagos que se veían venir por el oeste anunciaban mucha, muchísima lluvia. Que eran ningunistas y no creían en nada ni en nadie, sólo en ellos mismos, insiste el cronista para tirarle de la lengua al paraguayo, y Oscar dice ajá y no dice más nada y mira para adentro: cuatro metros para abajo está el piso de una sala subterránea, cuyo techo tiene una boca de uno por uno por donde se descolgaron los pibes con una soga, y por donde ahora estamos mirando nosotros. El olor es imposible. Ahí no me meto ni loco, lanza el paraguayo, y entonces cronista y cámara abortan la operación de descenso en vivo para la tele y comprenden por qué los chicos que se metieron ese día se murieron así, golpeados y ahogados por una correntada imparable que converge acá abajo, en donde no hay escalera y cuya única puerta de entrada, ubicada a cuatro inalcanzables metros para arriba, al cierre de esta edición, sigue lista para ser fácilmente abierta de nuevo, sin candados ni cerraduras. En esta sala aliviadora desagotan cinco caños y está preparada para llenarse en segundos con la misma agua que antes inundaba todo Belgrano y que hace cinco años se llevó la vida de cuatro abuelas que descansaban en el garaje subterráneo del geriátrico de acá la vuelta (mejor dicho, del ex geriátrico que ahora, reciclado, se vende como un complejo de dúplex muy coqueto, a pasitos del tren). A las abuelas las mató el embudo de Superí y Olazábal, que tras un poco de lluvia era un piletón de tres metros de agua sobre el nivel de la calle y hacía flotar autos, perros y humanos, y que fue transformado luego de muchas obras y dinero en otro embudo, ahora subterráneo, que canaliza los cientos de miles de litros de agua que caen sobre esta parte de la ciudad hacia el arroyo Vega, en una única dirección posible, e imposible de frenar, resistir o revertir: hacia el Río de la Plata. ¿Qué planeaban esa noche? ¿Una búsqueda arqueológica? ¿Parkour bajo tierra? ¿Un robo como el del Banco Río de San Isidro? ¿Un atentado insurreccional para inundar Buenos Aires? Pocos saben. Algunos dicen. Nadie cree.
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