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Jueves, 3 de febrero de 2005

UN DOMINGO PARA SOPLAR SESENTA VELITAS

No debe faltar porro en el cielo de los rastas

Por Fernando D’addario

Esta historia no empezará el próximo domingo, cuando se cumplan 60 años del nacimiento de Bob Marley, sino que seguirá empezando mucho después, o acaso nunca, cuando se verifiquen las profecías que signaron la vida de varias generaciones de rastas, encomendados místicamente a un futuro ilusorio. Esta historia volverá a comenzar, también, cuando el rock bizz haya llegado a la “solución final”: el día que no queden más canciones de Marley para rescatar de los sótanos de Kingston, ni remeras de “Jamaica no problem” para vender a los atribulados veraneantes del primer mundo.

La elasticidad del tiempo –con la debida complicidad del lenguaje escrito– permite dibujar libremente la sinuosa curva de pasados y futuros que nos conciernen. Puede viajar arbitrariamente desde el 2005 hasta 1981 y desandar la pasión necrofílica que se detiene el día exacto de la muerte de Bob: 11 de mayo de 1981. O bucear retrospectivamente en esa vida de 36 años que sólo encuentra sentido a partir de otras vidas y otras muertes, mucho más allá en la escala temporal. O más acá.

No hay noticias, por ahora, de ese paraíso soñado por los profetas del reggae; mucho más difícil de imaginar es la capitulación de ese sistema de códigos universales que hacen de un puñado de símbolos inconexos (dolor, confort, rebeldía, relax, espiritualidad, fetichismo, etc.) un negocio homogéneo y perdurable. La realidad, en estos días, asume sin embargo un contorno mágico, impredecible años atrás. En Etiopía, esa tierra de beatitud espiritual que la comunidad rastafari construyó idealmente para redimirse, decenas de miles de personas rinden tributo a Marley. Gobernantes (empezando por el alcalde de Addis Abeba, Arkebe Obay), actores (Danny Glover, entre otros), futbolistas (George Weah y Claude Makelele, por citar algunos) y los pocos rastas que viven allí y materializan la fantasía de reencontrarse con sus ancestros bíblicos, cumplen retroactivamente el último anhelo de Marley: volver al Africa.

Tal vez para no desautorizar la vieja utopía de Bob, los organizadores bautizaron el encuentro “Africa Unite”, nombre que alude tanto a ese himno incluido en el disco Survival como a un estado de ánimo atemporal y abstracto, condenado a contradecir estoicamente los hechos históricos. A Bob, donde quiera que esté, no le gustaría toparse con las ruinas de aquel mandato bíblico de paz y prosperidad para todos los negros oprimidos del mundo; seguramente, si está en condiciones de trascender la realidad (se supone que no debe faltar porro en el cielo de los rastas), recibirá con placer las muestras de efusividad que le reservaron sus familiares y admiradores; pasará por alto, entonces, la guerra de Etiopía con sus “hermanos” de Eritrea, que condenó a ambos países a encabezar el ranking de naciones más pobres del mundo; se abstraerá de los informes desclasificados que revelan las atrocidades cometidas por Haile Selassie I (emperador de Etiopía durante cuarenta años), que disimuló demasiado bien la condición divina que le atribuyó la religión rastafari.

Quién sabe qué posición asumiría hoy Bob si pudiese incidir sobre el destino final de sus huesos. Sus deudos, que decidirán por él, aunque interpretando los deseos que expresó en vida, pretenden trasladar sus restos a Etiopía, “Zion”, la tierra prometida (en Shashamene, 250 kilómetros al sur de la capital etíope, lo esperan unos 200 rastafaris); en Jamaica, desde el presidente de la República hasta el más pequeño de los habitantes de Trenchtown –sin olvidar, claro, al ministro de Turismo– harán lo que sea para preservar su tesoro más preciado. Aquí subyace,tal vez, la paradoja más injusta y compleja que nutre al reggae: Jamaica, la meca, el paraíso terrenal y espiritual de millones de personas de todo el planeta, la simiente de esa música embriagadora, es para los rastas Babylon, la tierra del exilio y la opresión, de la que sólo cabe escapar para volver al Africa.

Tal vez no estén tan errados: fue en Babylon –ese espacio virtual que incluye a la civilización occidental toda–, donde Chris Blackwell (creador de Island Records, el sello que globalizó la música de Marley) y Rita (la viuda) se sacaron los ojos por los derechos de las canciones de Bob; es en Babylon donde todos los meses un nuevo hijo se suma a los once reconocidos oficialmente, para disputar una parte de los 30 millones de dólares dejados en herencia por el prócer. En las oficinas de Babylon juran que hay material de Marley como para sacar diez discos más, y en Nine Miles, un rincón perdido del museo babilónico universal, se organiza un tour que finaliza en los escombros de la casa donde Bob nació y vivió hasta los seis meses. Allí, repentinos sobrinos y primos lejanos de Bob, o amigos de la infancia que le enseñaron a jugar al fútbol, introducen al turista en un mundo de ensoñación consoladora: Bob está vivo, “respira en el alma de la gente buena” (aunque sea blanca). La racionalidad turística impide, por ahora, la concreción de paseos organizados por Trenchtown, el ghetto de Kingston que lo cobijó en la adolescencia y la primera juventud. Las pandillas despiden a pedradas (o a tiros, si es necesario) las incursiones que vulneren la privacidad de esa jungla de cemento (el Concrete Jungle de Catch a Fire) inmune al fisgoneo extranjero.

Ninguno de esos sentimientos –ni la codicia ni la revancha ni el oportunismo– se intuía en los miles de fieles que despidieron a Bob en mayo de 1981. Quienes vivieron aquellos funerales todavía se estremecen cuando recuerdan la caravana interminable, sin principio ni fin, que subía y bajaba las colinas de Nine Miles en silencio, bajo una nube de humo dulzón. La muerte de Marley representaba para ellos, como para millones de fans y/o creyentes, el capítulo final de una conmovedora utopía interrumpida por el cáncer.

Los apuntes de una cronología convencional obligan a contextualizar los hitos de la vida de Marley (conocidos por todos: la infancia pobre, la conversión al rastafarismo, los primeros escarceos con los Wailers, la conquista del mercado angloparlante ayudado por Eric Clapton y I Shot the Sheriff, el atentado que sufrió a manos de los conservadores, la bandera de Etiopía y el retrato de Haile Selassie que acompañaban sus conciertos) a partir de una cosmovisión prestada, tomada de apuro, inaccesible. La historia oficial dice que Robert Nesta Marley nació un 6 de febrero de 1945 en St. Ann’s Parish, Jamaica, hace 60 años. No hay por qué descreer. Pero es probable que las coordenadas vitales de Bob manifiesten otra percepción del tiempo; una en la que el nacimiento de Marley deba ser rastreado en viejas historias de esclavos africanos explotados en las Indias Occidentales; o en la más reciente necesidad tercermundista de erigir mesías transgresores del orden establecido; o en el hedonismo de quienes se entregan legítimamente a la cadencia del reggae, despolitizando su mensaje. Una percepción variable del tiempo que –como contrapartida– posterga indefinidamente la idea de la muerte, aunque la sacralice: ¿a quién se le puede ocurrir –desde el rastaman de Addis Abeba hasta el ejecutivo de Universal– que Bob Marley ya no está entre nosotros?

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