Jueves, 14 de agosto de 2008 | Hoy
LA MUSICA
Por Roque Casciero
Con las heridas nuevamente abiertas ante la inminencia del juicio, hablar del estado del rock argentino post-Cromañón es casi una desubicación. Al fin y al cabo, ninguna canción vale la vida de alguno de los que ya no están o el dolor de los que quedaron. ¿Qué importan unos chicos con guitarras eléctricas ante la desmesura de la tragedia? Pero este suplemento está dedicado a pensar en voz alta todo lo que cambió después del maldito 30 de diciembre de 2004. Y el rock argentino no es el mismo, sin dudas. El duelo hizo que cambiaran las costumbres y las formas de vivir un show, ya no hay (casi) bengalas, ni (tantas) banderas, el público cedió protagonismo, y los artistas y managers cobraron conciencia (en su mayoría) sobre lo que implica convocar gente a su celebración. Sin embargo, hay cambios más profundos y serios.
Lo más paradójico del statu quo es que muchas de las caras que se ven sobre los escenarios son las mismas que las de antes, producto de una falta de recambio en la que también tuvo incidencia lo que sucedió aquella noche fatídica. La paranoia estatal ante lo injustificable implicó la devastación del circuito rockero y aunque algunos lugares volvieron a abrir –en mejores condiciones, por fin–, los músicos carecen de los primeros eslabones de la cadena, que son los lugares más chicos. ¿Cómo se supone que una banda pueda llevar 100 personas si antes no llevó 30?
El juicio que la Unión de Músicos Independientes le inició al gobierno porteño es mucho menor que el de Cromañón, pero intenta revertir una situación injusta para los músicos (y para la música) y que se cargó no sólo la posibilidad de expresión de los artistas sino también muchas fuentes de trabajo: en un bar uno puede leer poesía, pintar un cuadro o filmar una película, pero en cuanto saca una guitarra las condiciones de seguridad deben ser otras. Nada más ridículo.
Entre lo que quedó, hay dos formas de presentación del espectáculo rockero casi excluyentes en cuanto a eventos de gran magnitud: en el mainstream, los festivales bancados por auspiciantes, cuyos números les cierran a las grandes productoras y a los artistas consagrados; en el indie (y no tanto), la billetera del Estado, que gana porque levanta su imagen entre los jóvenes. Mientras tanto, en la radio manda la “lista de difusión”, un eufemismo para hablar de lo que las compañías (todavía) poderosas pagan para que se difunda. En pequeña escala, las comunidades virtuales les sirven a los artistas como canales para mostrar sus creaciones, pero no hay ciberespacio que pueda reemplazar lo que se experimenta y se aprende cada vez que se enfrenta al público. Las bandas y solistas se hacen tocando; y cuanto más, mejor.
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