Jue 09.10.2003
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LA RENGA Y EL RETRO ROCK

Desde lejos

Se habla en estos días de retro rock, del rock convertido en un animal que vive deglutiendo sus desechos y pariendo crías a imagen y semejanza. Se habla en estos días de Kings of Leon, The White Stripes, The Strokes y The Coral, jóvenes que hacen música vieja y que reponen (a veces reciclan) parámetros de moda del rock, el folk y el blues antiguos. Se fotografían en parques secos, abrigados con bufandas y flequillos largos, o vestidos con camisetas ajustadas a las puertas de un granero que linda con una ruta interestatal. Se habla de un rock que existió siempre, sólo que ahora aparece en las tapas de las revistas.
En una nota publicada en el semanario LA Weekly, el periodista Jay Babcock atribuye parte del fenómeno a que, en la década pasada, las compañías reeditaron en CD sus catálogos de los ‘60 y los ‘70, tanto el material exitoso como el oculto. Antes de la aparición del compact disc, recuerda Babcock, la única manera de escuchar música de esas décadas era comprar o pedir prestados originales en vinilo, habitualmente caros y baqueteados. A esa facilitación al acceso provisto por la tecnología láser, se le agrega la perspectiva crítica de la posteridad que, se supone, privilegia las obras artísticamente decisivas por sobre los éxitos coyunturales. Luego, Internet extendió magníficamente ese archivo casi completo de la historia del pop.
Hasta aquí, la teoría de Babcock, interesante y funcional en países como Estados Unidos. En la Argentina, sin embargo, la historia siempre fue distinta. Por escasez de recursos y delay en el tránsito de información, los discos iniciáticos componían un espectro formador sintético y preciado, una colección caprichosamente acotada que se cuidaba con celo de testamento y constituía una especie de manual de estilo insoslayable. Tomemos como referencia a La Renga: tipos de barrio que nacieron en los ‘60 y que se formaron musicalmente a fines de los ‘70 y principios de los ‘80. Para ellos, las referencias no eran glam rock, new wave, ni siquiera punk. El rito de iniciación del rockero cachorro, según coincide la media de aquella generación, comprendía a Pink Floyd, Led Zeppelin, Deep Purple, los Doors, Hendrix, Creedence y, bueno, Beatles y Rolling Stones. A eso habría que sumarles las reediciones de esos clásicos en casete –un objeto de consumo mucho más fuerte acá que en el Primer Mundo– y las enseñanzas de grupos locales como Vox Dei, Invisible y Pappo’s Blues. Desde entonces, para gente como el Chizzo, la música nueva merecedora de atención se conecta de alguna forma con ese sonido de guitarras demoledoras y “autenticidad” rockera: tal el caso del grunge, una escena poliforme que también se retro-alimentaba del pasado (el punk, el metal psicodélico) y producía un tipo de energía que, si bien no era nueva, resultó revolucionaria en su tiempo.
En los ‘90, el rock popular argentino captó esa tendencia a la digestión lenta y perpetuó ciertos conceptos setentistas. Con el sonido rutero y pútrido que había consumido veinte años antes, La Renga siempre pareció el prototipo de la banda inmutable. Y esa inconexión con los nuevos sonidos del país y del mundo, que en verdad representa cierta inercia religiosa de la masa del público argentino, los encuentra hoy como veteranos pioneros del retro rock (vaya contrasentido), hijos lejanos de una generación cuyos nietos (Kings of Leon, Sleepy Jackson) rinden tributo a su sagrado árbol genealógico.

PABLO PLOTKIN

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