FAN › UN DRAMATURGO ELIGE SU PELíCULA FAVORITA: ALEJANDRO TANTANIAN Y LO QUE EL VIENTO SE LLEVó (1939), DE VICTOR FLEMING
› Por Alejandro Tantanian
Supe que había una película que iba a dejar atrás mi infancia para siempre. Mi mamá –desde que yo era muy chico– me hablaba de las películas que ella había visto una, dos y cien veces en los viejos cines de la Alemania de posguerra. Esas películas tenían el color de su infancia: Novella (sí, mi mamá se llama Novella) fatigó Europa escapando de Rusia durante la Segunda Guerra junto a mis abuelos: él, Artaches, un joyero experto en silenciar diamantes, y mi abuela, Soja, una princesa post zarista en pleno exilio. La infancia de mi mamá transcurrió entre juegos en los bunkers, plazas bombardeadas, trineos en la nieve y mi abuela envuelta en pieles mientras el mundo se desmoronaba. A mi abuelo lo hicieron prisionero y lo liberaron, a los tres los hicieron prisioneros y los volvieron a liberar. El cine era un desprendimiento o un eco tibio de todo eso. Y hubo una película que mi mamá vio en Alemania –cuando esa guerra terminó– que se transformó en el Aleph de su infancia: a lo largo de 233 minutos, Novella descubrió que todo aquello que creía eterno había terminado para siempre; aquella película marcaba el fin de su infancia para arrojarla sobre la certeza del presente: el exilio, el futuro incierto, la muerte de muchos. Pero esa misma película que cerraba puertas, entregaba frases que eran el espejo de la lucha: “A Dios pongo por testigo que jamás volveré a pasar hambre”, dice Scarlett O'Hara cuando su finca parece perdida para siempre: su silueta en negro sobre los cielos rojos y la música de Max Steiner prologan algo inédito (para mi madre, para mí): ¡un intervalo en el cine! Sobre aquella silueta de la enorme Vivien Leigh arrasada por el viento y el fuego de aquel atardecer, sobre los acordes gigantescos de Steiner y tras haber dicho aquella frase que sellará su destino para siempre, un enorme cartel: “Intervalo” aparecía en el cine y las luces se encendían para que nosotros –azorados– pudiéramos recuperarnos de aquella enorme montaña rusa emocional: Lo que el viento se llevó. Más tarde, cuando volvimos al pabellón oscuro, Scarlett será otra, ya no tendrá reparos en hacer lo que sea para conseguir lo que quiere: una sobreviviente, un monstruo gigantesco y caprichoso, enamorada de quien nunca supo verla, atada a Rhett Butler (la versión con pantalones de Scarlett) que es como un espejo y que como tal no le devuelve más que su imagen. Rhett, que sabe decirle a Scarlett: “No, no te voy a besar, aunque lo necesitás mucho. Ese es tu problema. Deberías ser besada más seguido, y por alguien que sepa cómo hacerlo”. La tragedia golpea una y otra vez en este ciclópeo melodrama: nada parece detener a Scarlett. Mi madre vio en aquel personaje una salida, un espacio para sostener el dolor, una manera de entender la guerra y el hambre. “Mañana será otro día”, dice Scarlett cuando todo parece haber terminado: y esta frase se convirtió en lema, mi madre aún hoy la sigue diciendo, sigue creyendo en ella. Yo sabía de la existencia de esta película desde muy chico y también sabía que la iba a poder ver cuando fuera grande. Y el día llegó: una copia restaurada se exhibió en el ya inexistente cine Metro (cuando era sólo una sala: antes del multicine, antes del teatro de suerte errante, antes del cierre, antes de que se transforme en un megarrestaurant de tango for export (eso escuché que será), yo ya cursaba el secundario o lo terminaba, y el impacto sigue hasta el día de hoy; nada, nunca, nadie, jamás hizo con mi emoción lo que hizo esta película: la historia de mi familia está encerrada ahí; yo nunca lloré tanto en el cine y nunca lloro tanto cada vez que –una vez al año– alquilo el DVD y estoy convencido de que seguiré llorando (gracias Nicolás: fue un maravilloso regalo de cumpleaños) frente a Lo que el viento se llevó. Este: mi fan emocionado. Un consejo: no dejen de verla una vez al año, sabrán que la vida es otra cosa, no importa qué, pero otra cosa.
Del dramaturgo Alejandro Tantanian se puede ver Los mansos, un ensayo autobiográfico sobre la obra de Fedor Dostoievski (viernes a las 23.30 en El Camarín de las Musas, Mario Bravo 960) y Nada más, un retrato de la poeta rusa Marina Tsvietaieva (sábados a las 20.30 en el Espacio Callejón, Humahuaca 3759, 4862-1167). Por estos días, presenta La libertad en el Festival Schillertage.
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