Domingo, 2 de marzo de 2008 | Hoy
FAN › UN PINTOR ELIGE SU PINTURA FAVORITA
Por Hernan Salamanco
Cuando vinimos de General Pico con mi mamá nos fuimos directo a vivir con mis abuelos y mi tío.
Año 1976. San Cristóbal. Departamento en el piso 13.
Todo un cambio para mí, tenía dos años y tanto por ver aún.
Atesoro esos recuerdos de infancia más que ninguna otra cosa.
El departamento estaba lleno de cuadros; muebles lindos, comida casera y mucha música. De cada cuadro yo preguntaba por su autor y por su historia.
Pacientemente, mi abuelo Carlos (mi compañero inseparable por esos días) me contaba. De todas las historias, la que más me intrigaba era la de la señora del sombrero negro y su autor.
El cuadro en cuestión era una magnífica témpera sobre papel de Rómulo Macciò. Un retrato de frente de una señora mitad refinada-mitad monstruo con un gran sombrero negro en su cabeza. Su piel blanca contrastaba furiosamente con el negro del sombrero y sus uñas-garras se dejaban ver, con la pintura carcomida, sin el guante, habitual compañero de dicha prenda.
Lo que más me emociona de esta pieza es haber podido ingresar al mundo del pintor y ver cómo el cuadro iba cambiando según la época en que yo lo miraba. Cuando uno convive con un cuadro, no está forzado a mirarlo como si fuera una exposición. Hay un momento en que el cuadro entró naturalmente en el foco de mi atención; un momento en el que lo vi mucho, fue como un período de enamoramiento. Y como siempre estuvo ahí, fui encontrando más momentos para mirarlo, detalles. Y fue cambiando como cambia un libro cada vez que uno vuelve a leerlo, porque la experiencia que uno tiene cambia con el tiempo. Es una de las mejores maneras de acercarse al arte; me di cuenta de que para mirar un cuadro hace falta detenerse.
Y que te transporta a un espacio-tiempo único donde miles de sutilezas comienzan a susurrar montones de intenciones, estéticas, de época, historia personal, desconocidas, misteriosas, ocultas.
Del autor mi abuelo decía que era el pintor de “ojos secos”. Y pasaron varios años hasta que pregunté y entendí.
Rómulo había sido aprendiz en el estudio de publicidad donde trabajaba mi abuelo, y allí comenzó una gran amistad. Luego de varios años se fue a vivir a Londres, donde gozaba ya del reconocimiento y un merecido prestigio. La única vez que mis abuelos pudieron viajar a Europa, Rómulo les dio indicaciones para llegar hasta su casa.
Para esto, mi abuelo estudiaba inglés de manera autodidacta con los cuadernillos de Toil & Chat y su inseparable diccionario. Era tan obsesivo y puntilloso que creo que sabía más que un inglés. Rómulo le dijo: cuando bajes del aeropuerto te tomás un taxi y cuando el taxista te pregunte a dónde vas, le decís: “Ojos secos”, porque si no no te va a entender. A mi abuelo no lo convenció la indicación, y lo olvidó.
Fueron a España, y recorrieron, y cuando llegaron a Heathrow se aprestaron a tomar un taxi y entonces recordó: “ojos secos”.
Pero le parecía muy ridículo que después de haber estudiado tanto no pudiera pronunciar correctamente el nombre de la calle. Sacó el papel donde tenía anotada la dirección y dijo, con su mejor acento inglés, “Oxford Circus, please”.
El taxista lo miró como diciéndole que no tenía la menor idea de lo que le estaba diciendo, y varias veces lo repitió esforzándose al máximo por entonar y reproducir la lengua de Shakespeare.
No hubo caso.
Finalmente, abatido, le dijo “Ojos secos”, y el taxista miró hacia delante y enfiló para el lugar deseado.
Mi abuelo no lo podía creer. Y a mí la historia siempre me pareció genial.
Con el tiempo me di cuenta de que La señora del sombrero negro era cada vez más denso y amenazante, y que estaba cada vez más cargado de furia y represión. Creo que era yo el que lo cargaba. De algún modo se convirtió en símbolo de mi estar en el mundo; en una época en que mis viejos se habían separado y en la que yo tuve bronca por mucho tiempo. Pero también tiene que ver con el recuerdo agigantado del niño: cuando uno es chico, todo lo ve más grande y ominoso. Para mí el cuadro era así.
Lo sentía.
Ahí, siendo una lámina de papel delgada, con unos cuantos trazos.
Terrible.
Amenazante.
Monstruoso.
Bello.
Refinado.
Y si de algo puedo estar seguro es de que el pintor no tenía los ojos secos en lo más mínimo.
Esa obra me acompañó toda la vida y probablemente sea una de las razones por las que hoy soy pintor.
La mujer del sombrero
Rómulo Macciò, 1956
71 x 56 cm
Témpera s/cartón
Nacido en 1931 en Buenos Aires, Rómulo Macciò trabajó en publicidad y diseño gráfico desde 1945. Hizo su primera muestra en 1956, con telas de orientación surrealista, y dos años más tarde, en 1958, integró el grupo Boa, que enarbolaba los preceptos del “automatismo gestual”. A fines de 1961, con Ernesto Deira, Luis Felipe Noé y Jorge de la Vega fundó el Grupo Otra Figuración, de una vehemente gestualidad, que convertía a la obra en terreno de lucha “entre la subjetividad y el oficio”. Con el Grupo realizó varias recordadas exposiciones, entre ellas una en el Museo Nacional de Bellas Artes en 1963 y en el Museo de Arte Moderno de Río de Janeiro en 1965. Vivió y expuso en Madrid y en Nueva York, ciudad que pintó recurrentemente. Renuente a las entrevistas, su dogma es “La pintura no se dice, se muestra”.
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