FAN › UNA DIRECTORA TEATRAL ELIGE SU PELíCULA FAVORITA: LUCíA PANNO Y GREAT BALLS OF FIRE!
› Por Lucia Panno
Elegí esta película por dos razones. La primera es una anécdota. Great Balls of Fire! marcó, para mí, el inicio de una admiración preadolescente por Winona Ryder, que terminó en tragedia. Yo me había identificado mucho con la película y Winona me encantaba. Tanto que deseaba ser como ella. Tanto que, cuando se cortó el pelo corto, la imité. Observé largamente su peinado, lo probé en el espejo mil veces, recogiendo mi pelo largo a la altura de las orejas. Era una niña muy meditativa, pero al mismo tiempo impulsiva. Así que un día, en un arranque feroz, fui al baño y me lo corté. Cabe destacar que tengo rulos, muchos rulos. Por lo cual podrán imaginárselo: más que a Winona me parecía a Maradona. Mis compañeros de escuela no tardaron en darse cuenta y me apodaron Diego Armando.
La segunda razón tiene que ver con el contexto en que la vi. Estaba dejando de ser una niña para pasar a la adolescencia. La película es parte del clima que envuelve esa época. La admiración, la música y la promesa del amor.
Cuento de qué se trata. Jerry Lee Lewis acaba de pegar un hit en la radio. Se está haciendo famoso. Las chicas gritan y se tiran de los pelos, los productores predicen que va a destronar al mismísimo Elvis. En medio de todo esto se enamora de su prima de 13 años (Myra, interpretada por Winona) y se casa. Cuando la prensa se entera, se arma un escándalo que arroja del ranking musical a Jerry y arruina todos los planes. Pero él no se vende, prefiere tocar en barsuchos y seguir amando a Myra y a su música. Todo esto muy coreografiado, entre frenadas bruscas de auto y explosiones de chicles globo.
En una de mis escenas preferidas, Jerry Lee está tocando el piano como loco, como siempre, en el living de su casa. Vive de prestado en lo de su primo, así que la casa es también la de Myra. La chica entra con dos amigas. Todas muertas de rubor. Una dice: “Mis padres no me dejan escuchar rock, es la música del demonio”. Jerry entonces comienza a tocar más fuerte, desorbitado, haciendo bailar su jopo mientras arrastra el piano por el cuarto hasta arrinconar a las tres chicas contra la pared, que se desvanecen entre carcajadas y globos de chicle.
Cuando la vi, yo tenía un par de años menos que ellas y estaba dejando las coreografías de La ola está de fiesta para dedicarle tiempo a mi nuevo gran amor: el equipo de música doble casetera. Pleno auge de El amor después del amor. Me encerraba y ponía el casete una y otra vez para aprender las letras y cantarlas. Y las sabía todas, todas. De ese disco y de todos los demás y de todos los de Fabiana Cantilo. De hecho, todavía las sé. Fito era mi primer gran ídolo.
Cierta noche soñé que, como Jerry Lee en lo de Winona, Fito Páez tocaba en el living de mi casa. Todavía me lo acuerdo nítidamente. Era verano, había poca luz. El piano estaba en el centro de la habitación y con algunos familiares y amigos nos sentábamos en el piso. No sabíamos bien por qué Fito estaba tocando en nuestra casa. Le dieron ganas y vino, decíamos. Fue tan vívido que me desperté decepcionada, pero conservé la sensación de haberlo conocido. Porque esto había sido siempre un misterio. ¿Cómo puede uno conocer tanto a alguien a través de sus canciones y que al mismo tiempo sea un completo extraño? Deseaba que el ídolo me viera a mí viéndolo. Como en la escena en la que Jerry Lee está tocando en un gran teatro y de pronto mira a Myra y le dedica unos versos. Las fans hacen pogo y la chocan, pero ella está quieta, totalmente hipnotizada. Después él prende fuego el piano. Lo vemos arder entre los gritos del público. Y listo, ella ya está enamorada. Perdidamente. Y yo con ella.
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