FAN › UN CINEASTA ELIGE SU PELíCULA FAVORITA: ALEJANDRO FADEL Y SOBREVIVEN, DE RENé CARDONA
› Por Alejandro Fadel
Mientras se estrenaba Viven en los cines yo terminaba séptimo grado y un domingo de invierno miraba Sobreviven en el televisor de la casa de mi abuela. Sobreviven es la versión Ed Wood de la historia que ustedes conocen, esa del avión, los uruguayos y la antropofagia. La filmaron en el año ‘76, tres años después de la caída de la nave, cuando la historia estaba fresca y los esqueletos recién enterrados.
Esta película integraba una serie de cassettes de los que nos habíamos apoderado en el videoclub de la esquina mi casa, en Tunuyán, un valle fértil sitiado por montañas y desierto en la provincia de Mendoza. Ese videoclub era la versión pueblerina de la película Be kind rewind de Gondry: todas las películas parecían versiones berretas de películas mejores. Remakes caseras de historias universales. Como el resto de las películas que veíamos los domingos, fue proyectada una y otra vez en el precario cineclub en el que se había transformado la habitación de mis abuelos con la llegada de la videocasetera; el bunker en el que mis padres y tíos nos depositaban ante la inminencia de la siesta. Ahí estábamos mi hermano Ezequiel, mi prima Emilce y mi primo Emilio. Dejemos el suspenso de lado: mi primo Emilio se suicidó hace diez años. Yo tenía 21, él 19. Me llevó diez años entender que ese mismo día se había quebrado la infancia.
Casi todo el catálogo de películas para niños constaba de tres géneros: películas de animales, películas de karate, películas de deportes. El cine catástrofe había sido la excepción de nuestra acotada cinefilia y allí estaba Sobreviven para el primer impacto. Nos gustaba la historia, pero más nos conmovía porque había sucedido en el mismo cordón montañoso que podíamos mirar desde la ventana: “esto ocurrió acá, esto es verdad” (pocos años más tarde yo cruzaría la misma cordillera caminando, sin necesidad de recurrir al canibalismo). Es que ésta no era una película para niños. Sobreviven, con sus FX especiales de cotillón, era nuestra primera película sobre la muerte, una película donde la gente que moría no estaba dibujada en dos dimensiones. Y que además, después de muerta, se transformaba en alimento para la especie. En la misma época también vendrían El Campeón y El Corcel Negro para hacernos saber que el fin del mundo era algo triste y no ese festival de sangre que constituía Sobreviven. Porque en la tragedia de los Andes filmada por los mexicanos todo era falso: el telgopor representando la nieve, los muñecos haciendo de muertos, la gomaespuma como la carne que los rugbiers debían consumir para no dejarla en la montaña. Era un película gore, de explotación caníbal. No le interesaba la moraleja de la historia, le interesaba la materia: la sangre, los cuerpos, el morbo de la raza autofagocitándose. Eso era también lo que nos gustaba a nosotros. Y no nos importaba si no era verdad: todavía creíamos, todavía creía yo, en la transparencia y la verdad de las imágenes.
Como con el resto de las películas infantiles, una vez terminada la proyección, la compañía de actores amateurs que conformábamos mis primos y yo (menos el Negro, que era chiquito, y el Tomi, que acababa de nacer) representaba las escenas de la película para montar la versión unplugged de la historia que habíamos visto, ante el público poco entusiasta que constituían los mayores: es decir, aquellas generaciones que ya habían perdido la fe y que para escaparle al miedo nos habían traído al mundo. Dentro de la compañía, mi primo Emilio era el creador de lenguaje, el mago. Era el único que entendía en aquellos tiempos que cambiando las palabras una historia podía volver a la vida. Tenía la capacidad de darles nombres nuevos a las cosas de todos los días, para volver a iluminarlas. Digamos, de modo grandilocuente, que las palabras nuevas alineaban nuestro espíritu con el de aquella historia ajena. Así, Nando Parrado era ahora Estrellun, Canesa se llamaba Lartuñeti y el cobarde de la expedición, El Toto Cerda. Poco importaba lo que quedaba de la historia original en nuestra puesta en escena así como poco importaba cuánto había de la tragedia original en la película. Era pura forma. Y era verdad porque podíamos hacerlo parte de nuestros días. Como es verdad ahora, que intento contarlo. El cine que me conmueve es también aquel que deja que entre sus imágenes se filtre la experiencia de su rodaje, la artesanía, la verdad de un grupo humano yendo al encuentro con las imágenes.
Mi primo era un sirio de rulos rubios, muy bonito y también muy triste. Un motor dos tiempos que podía pasar de estar riéndose y al toque romper la habitación a patadas o largarse a llorar. Cuando empezó la adolescencia, mi primo se transformó en un misterio. Y pasaron los años y el misterio comenzó a crecer. Creció tanto hasta volverse indescifrable. Yo empecé la universidad, encontré algo que me permitió empezar a vivir dentro del mundo real. El no podía con nada, dejó de reírse y no había psiquiatra que diera en la tecla. Yo me vine a Buenos Aires y nos veíamos pocas veces al año. Cada día lo veía más desconectado. Y un día se cansó. Conociéndolo, era la lógica de las cosas.
Pasaría el tiempo y llegaría Viven, la versión de la historia que ustedes conocen. Esta reducción semántica (del melancólico y resignado “sobreviven” al epifánico “viven”) era, como sabía mi primo, un cambio radical en nuestra visión del mundo. Y así, pasamos de la pura libertad clase B, de la brillantina del rojo sangre, a la versión moralizante y solemne que se transformó en el éxito taquillero de aquellos días. (No es casualidad que Viven fuese proyectada para nosotros en el Colegio del Niño Jesús en una hora libre.) Hace poco vi a Carlos Páez, sobreviviente de Los Andes, en una entrevista en televisión. El tiempo también había pasado para él. Después de unos años buscando el freno de mano en el alcohol y las drogas, había encontrado su manera de habitar el tiempo: daba cursos para emprendedores, enseñaba a los empleados de las corporaciones cómo se podía triunfar a fuerza de voluntad, creatividad y esperanza. Mientras lo escuchaba, sentí tristeza: ni las experiencias más extremas podían torcer el destino de un hombre ni el del mundo. Pero no era extraño para mí que así se dieran las cosas. Sin darnos cuenta, un día nos despertamos y habíamos dejado de ser actores amateurs para transformarnos en John Malkovich, impostando nuestra voz interior para explicarnos el mundo.
En el momento de su estreno, Supervivientes de los Andes (René Cardona, 1976) se publicitaba como “El episodio más shockeante en la historia de la supervivencia humana”. Cardona fue un reconocido director cubano (1905-1978), parte de la época de oro del cine mexicano, donde por ejemplo filmó El enmascarado de plata (1952), pionera en el género de luchadores enmascarados. Como actor, trabajó también con María Félix (El abanico de Lady Windermere, 1944) y Libertad Lamarque (Soledad, 1947). Sobreviven (también conocida como Supervivientes de los Andes, 1976, protagonizada por Hugo Stiglitz, Norma Lazareno, Luz María Aguilar, Fernando Larrañaga, Lorenzo de Rodas y Pablo Ferrel) es el último de sus tres éxitos dirigidos en los ‘70 (La isla de hombres solos, 1974, considerada su mejor película como director y basada en la novela de José León Sánchez y El pequeño Robin Hood, 1975).
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