FAN › UN ARTISTA PLáSTICO ELIGE SU OBRA FAVORITA: EUGENIA VIñA Y JAGUAR ATACANDO A CABALLO, DE HENRI ROUSSEAU
› Por Eugenia Viña
Intuyo que Leonardo Da Vinci y su punto de fuga lo tenían sin cuidado. Me imagino que por momentos se esforzaba e intentaba ciertas pinceladas académicas. Pero era puro simulacro. En el mundo de Rousseau ni el jaguar es jaguar, ni el caballo es caballo, ni eso es un ataque, ni a él nada de esto le importa.
Entre lo primitivo y lo moderno, entre una pintura francesa y una latinoamericana, el aduanero me tienta con flores que son medusas, pigmentos que bailan, hojas que son tubérculos, formando un mundo que tiene un movimiento y una gracia que me hacen cosquillas.
Lo tildan de naïf. No lo creo en absoluto. La pintura plana parece ser una actitud crítica –hasta burlona– de la historia del arte occidental. Ni mímesis ni representación: el jaguar y el caballo en esa selva carnosa de verdes infinitos son un acontecimiento en sí mismo.
Hay allí una decisión del artista: mientras pinta no piensa en las proporciones objetivas, ni en el esfumado renacentista. El aduanero está libre de cualquier tipo de manierismo.
Rousseau me hace caminar con la mirada, me invita a espiar, me lleva de la mano en una selva en la que están sucediendo muchas cosas al mismo tiempo, hasta que choco exactamente en la mitad del cuadro con algo: dos puntos negros. Dos círculos: una mirada. Y sigo buscando simetrías, porque si bien no encuentro exigencias de realismo, sí vislumbro una geometría subjetiva y exacta. Sobre esos dos ojos, apenas más arriba, dos antenas en movimiento, dos líneas blancas. Y a la derecha, dos patas que Rousseau nos dice que son del caballo, pero que bien podrían ser piernas de una delicada bailarina.
Henri sabe que su selva es un conjunto de maravillosas distracciones y por eso me guía, para que no me pierda –no del todo– en sus estallidos de alegría, su paleta de colores, y en esas formas que me conmueven en lo verosímil de su deformidad: plantas tentáculos, salvia de repostería, flores que son tortas, gotas disfrazadas de pétalos. Seres que buscan alcanzar el turquesa de eso que llamamos cielo. Están vivos, pero tienen sed. Tienen patas y tienen raíces, pero son, al mismo tiempo, aéreos.
¿Cómo hace el aduanero Rousseau para incrustar en el cuadro esos dos pedacitos de joyas blancas –excusa de flores– y que pasen casi desapercibidos ante una primera mirada? Heraldos fantásticos de su propio universo.
Sigo recorriendo el cuadro, y nuevamente la incertidumbre: un caballo (para mí es una mariposa o un hada) es atacado por un jaguar. Eso dice el título. Nuevamente, yo no le creo. Si no están por hacer el amor, están jugando. Sí, puede ser que la violencia sea una forma esquiva del amor. Pero toda la escena está lejos de la negrura de la destrucción.
En esa selva los seres, todos y cada uno, conviven en armonía y felicidad. Troncos azulados, plumeros verdes que me hacen confiar que serán moradas protectoras cuando llueva a cántaros. Si nos quedamos sin comida, podremos alimentarnos de sus flores. El turquesa del cielo será suficiente en caso de sed. Esta selva es una promesa de alimento y de belleza. Ahí nunca me aburriré.
Y encima, Henri tiene apellido de filósofo. Para mí, las selvas de Rousseau son una filosofía de la alegría.
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