Domingo, 11 de mayo de 2014 | Hoy
FAN › UN MúSICO ELIGE SU CANCIóN FAVORITA: RAMóN AYALA Y “EL ARRIERO”, DE ATAHUALPA YUPANQUI
Por Ramón Ayala
Atahualpa Yupanqui es cumbre de la poesía argentina y latinoamericana y fundamentalmente “El arriero” es una de sus obras mayores.
Escrita de una forma magistral, se percibe la imagen del hombre que va por sus paisajes arreando las vacas o las caballadas, obedeciendo a un quehacer cotidiano que es su oficio de arriero.
Atahualpa ha logrado en esta simbiosis describir el crepúsculo con esos oros viejos del horizonte y la polvareda que levantan las patas de los animales, unidos al misterio de la soledad. Porque la soledad es misterio, es silencio, es inasible, y es lo que oculta Dios para que nosotros logremos descubrir.
En los tres minutos que dura la canción están sintetizadas la cuestión social, la situación del trabajador anónimo que anda detrás de las manadas, sirviendo a un patrón con su carga, con su sabiduría natural y su hombría de bien. El arriero puede ser un señor de las montañas o de la pampa –en la conciencia de que señor no es cualquiera sino que obedece a una manera del individuo, a una carnadura del ser–.
Está describiendo Atahualpa estos abismos que las sociedades basadas en el poder y en el interés han forjado para que el hombre sea conducido aparentemente de una forma normal hacia la anormalidad de la explotación en el paso del tiempo.
Yo tendría unos quince años, vivía en Dock Sud en un conventillo de chapa y madera –que cuando soplaba el viento salíamos todos a sostenerlo para que no se volara– y en ese lugar escuché por primera vez “El arriero” de Yupanqui. El tema me trae el recuerdo de ese mundo en que yo vivía, de mi realidad, pero de pronto la montaña, el arroyo, la imagen del hombre a caballo sobre el horizonte recortado por la lumbre del atardecer.
Está muy ligado a mi vida de muchacho: yo andaba haciendo mis primeros pininos cuando de pronto me encontré con una canción del pueblo, de una poesía exuberante y profunda, describiendo las andanzas de un ser humano en una dimensión cósmica dentro de su ignorancia, de su inocencia y de su sencillez.
En las arenas bailan los remolinos/ El sol juega en el brillo del pedregal / y prendido a la magia de los caminos/ el arriero va.
Atahualpa está pintando el paisaje con una imagen planetaria en donde la inmensidad del hombre se funde con la Tierra. Siendo el hombre una prolongación de la Tierra y habitando por sus venas el cobre, el tungsteno, el manganeso, el silicio, el potasio, el hierro y el fósforo, es evidente que somos la tierra modelada, sea el hombre emergido de las universidades o el hombre parido por la tierra en la magia de su poderío.
Las penas son de nosotros, las vaquitas son ajenas.
Evidentemente Atahualpa fue un adelantado a los acontecimientos futuros del hombre, ha ido más allá de los ismos en la búsqueda de las situaciones para las que el hombre está destinado, que no son el sufrimiento, no la postergación, no el atrapamiento de la criatura humana a un hecho de servilismo. ¡El hombre ha venido aquí para gozar, para amar, para disfrutar de la vida y no para ser un esclavo! Como el pájaro nació para ser libre y no estar preso en una jaula de metal, el hombre vino al mundo para la creación, para emplear el privilegio de la mente en causas nobles y realizarse como ser humano, en posesión de su vida interior y de la libertad. Siendo el hombre una prolongación de tierra, no es posible que esta criatura maravillosa viva en la angustia, en la zozobra, en el mañana incierto, prisionero de un sistema que lo convierte en una mercancía. Por eso me conmueve la forma en que Atahualpa contrasta la imagen del arriero: una visión fisurada del hombre de campo, que vive para su tierra pero vive prisionero en ella. El arriero con su poncho al viento, como una bandera de aquello que podría ser su libertad, pero contrariamente lo ahoga en su flamear.
El tema se inicia en la luz del día, pasa por el crepúsculo y termina en la noche, una metáfora de la fatalidad de aquel hombre: así como la noche se traga el día, también él es fagocitado por una cadena de acontecimientos que vienen de muy atrás y que destinan al trabajador a un sueldo miserable mientras sus patrones embolsan sumas fabulosas.
Creo que hay un sentimiento que me identifica con Atahualpa como compositor –en mi caso por haber escrito “El mensú”, “El cosechero”, “El cachapecero”–, por esa necesidad producto del análisis y de la empatía con los personajes que alimentan nuestra inspiración. Así como se canta al amor hay que cantar a los problemas sociales, las alegrías y las penas del hombre.
“El arriero” es una música muy consustanciada con la problemática, creo que es una obra bien realizada: sus giros musicales van pegados a la palabra y manifiestan lo que quiso decir el poeta, produciendo la emoción y el acercamiento del oyente hacia el problema tratado por la canción.
Conocí personalmente a Atahualpa en Tucumán en El rancho de Atahualpa, propiedad de un salteño llamado Amin. Allí estuvimos cenando y pasando unos momentos muy agradables. El me respetaba porque veía que mi intento primario estaba bien encaminado. Lo he visto cantar en vivo muchas veces y siempre me emocionaba su palabra tan profunda y sus canciones tan simples y tan bellas, que constituyen una parte importante de nuestra identidad.
Creo que “El arriero” no ha perdido su vigor ni su vigencia: el mismo mensú debe estar caminando y sufriendo en este momento por los obrajes, así como el arriero en su región.
Ramón Ayala presentará su nuevo CD, Cosechero, el sábado 17 de mayo a las 21, en ND Teatro, Paraguay 918. La película Ramón Ayala, de Marcos López, se estrena el viernes 16 de mayo en el Malba, Av. Figueroa Alcorta 3415.
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