Domingo, 11 de mayo de 2014 | Hoy
TELEVISION La versión argentina de MasterChef sigue a pie juntillas el formato basado en la búsqueda de convertir a cocineros de fin de semana en estresados profesionales de restaurantes, pero no deja de agregar los siempre encantadores toques de nuestra idiosincrasia: desde qué hacer con insólitos cortes de carne como la nalga o la tapa de asado, hasta consolar con un abrazo a un participante en crisis.
Por Claudio Zeiger
El mito de restaurantes, cantinas y pizzerías indica que el interior de una cocina es el infierno tan temido, una mezcla de quirófano, aquelarre, taller mecánico y taller de manualidades, una olla a presión con humo y calorías altas. Los cocineros tiene fama de ser tipos creativos, difíciles y omnipotentes. Las cocineras, de mujeres precisas que pueden calcular el punto de hervor a la perfección y odian lavar los platos, que para eso está el bachero. La cocina puede ser un lugar divertido y cansador. Muchas horas de pie, comer de pie, gritos y apurones mientras se acumulan las comandas y en el salón, sitio prístino de la división del trabajo y de las clases, meseros y maîtres atienden con elegancia a los siempre demandantes comensales. Mito o realidad, o realidad a medias, ése es el universo de MasterChef. No el del aficionado que cocina en casa para sus amigos el finde ni el de los programas que filetean camarones con parsimonia en un estudio con hornos, heladeras y mesadas más grandes que tu casa. MasterChef quiere convertir a los amateurs en profesionales, y eso –se sabe– se logra con rigor y oficio, algunos gritos y bastante sentido común, algo que, podemos saberlo ahora, escasea entre los aspirantes a chefs. Cuando de todo esto nos regodeábamos gracias al duro/tierno (cual indefinido churrasco de cuadril) escocés Gordon James Ramsay en el MasterChef norteamericano de Fox, ahora lo tenemos mucho más próximo, por Telefe, en la versión argentina del reality más destacado del mundo gastronómico, los domingos por la noche.
El conductor es Mariano Peluffo, tan contenido que por momentos uno se olvida de que es él; no puede hacer bromas ni ser verborrágico, igual se las arregla para, como siempre, ser cálido y hacer bien lo suyo. Las estrellas del programa, indiscutidas, son los jurados: Donato de Santis, cocinero italiano nacionalizado argentino; el francés residente en Argentina Christophe Krywonis, asesor gastronómico, y Germán Martitegui (Olsen, Casa Cruz, Tegui), un defensor a ultranza del trabajo duro y aplicado entre ollas y sartenes.
Típico casting de reality argentino, entre los participantes se encuentran prototipos sociales que aquí mantienen ese espíritu de La Voz Argentina o de Operación Triunfo –gente con vidas comunes y muy sensibles que quieren triunfar y realizarse– pero más atemperado. El muchacho morocho robusto que cocina en el comedor de la villa, el ama de casa sufrida y superada por los acontecimientos; el joven profesional que quiere hacer un “emprendimiento” gastronómico, sueña con su propio restaurante, algún modernoso palermitano o chica con inquietudes a los que los jurados vapulean cada vez que pueden para quitarles las mañas, el señor sibarita que usa mucho el aceite de oliva. Pero lo más esperado es siempre el momento en que los participantes se enfrentan a los rostros impasibles, o a los gestos tremendos o a la palabra terminante de los jurados, también a la palabra de aliento o el secretito salvador (nunca un tilingo “tip”).
“Cuando cocinas bajo presión, consigues la perfección”, es la divisa de Gordon Ramsay, y su MasterChef está absolutamente orientado en esa dirección. La competencia es la base del asunto. Y no es que en el MasterChef nacional no haya presión, gritería y malos tratos, pero para bien o para mal todo adquiere una pátina de contención y ternura. Ese parece ser el auténtico toque argento del programa –cierto respeto a la forma de ser, a la idisosincrasia– más que las propuestas culinarias, aunque la última vez hubo un especial de cocinar diferentes cortes de carne y, frente a un plato mal resuelto, Martitegui le espetó a la víctima algo así como que era un insulto al país.
Donato escruta al participante mientras se zampa la cuchara o el tenedor a fondo, y parece siempre querer desmentir cierta fama de tano que amasa, en tanto el francés hace de rotundo chef que a fuerza de rudeza parece querer desmentir la fineza de la cuisine, lánguida como un lirio en un búcaro al amanecer. Martitegui, finalmente, parece el más dispuesto a acercarse al modelo Ramsay: duro por naturaleza, siempre con el mensaje de que la cocina más que arte es un trabajo, la expresión impenetrable y directo, algo brutal, cuando tiene que comunicar lo suyo.
El programa es, por el momento, un éxito y un bálsamo para las crispadas noches televisivas del domingo, y logra hacer masivo ese espíritu que campea por el cable y que también tiene expresiones populares más cotidianas como Cocineros argentinos y Qué mañana (Ariel Rodríguez Palacios). Pero MasterChef es show a lo grande. Dar de comer a un batallón de soldados, preparar comida para un casamiento de 150 invitados, pelar papas o picar cebollas hasta caer extenuados y, sobre todo, para bajarles los humos a los más díscolos. Es muy probable que con el correr de los programas todo tienda a ponerse más agresivo y competitivo y el espíritu de viaje de egresados que campea entre los participantes tienda a la carne cada vez más jugosa, más sangre. Por ahora, todo anda sobre rieles y se recuesta en las excentricidades, piruetas, volteretas y boutades de los jurados, mucho más pertinentes, por cierto, que los de Showmatch.
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