Domingo, 11 de mayo de 2014 | Hoy
Hijo de marineros nacido en Puerto Montt, adorador de las historias de chamanes del sur de Chile, Raúl Ruiz (o Raoul, como se llamaría ya radicado en París, exiliado tras el golpe de Pinochet en 1973) fue uno de los cineastas más originales, tanto en sus numerosas películas como en su producción teórica. De la denuncia social a Proust, llevó una vida rodeado de mitologías personales, fue un miembro más bien iconoclasta del Partido Socialista y participó como cineasta y militante de la experiencia de la Unidad Popular. Dos libros imprescindibles, Ruiz. Entrevistas escogidas y Poéticas del cine, publicados por la Universidad Diego Portales, lo rescatan, discuten y recuerdan a tres años de su muerte.
Por Fernando Krapp
En el año 1880, un juez de Ancud, pequeño pueblo de pescadores al norte de la isla de Chiloé, la más grande del archipiélago sur chileno, inició un proceso legal contra un grupo de hechiceros de la isla, conocidos como La Mayoría, acusados de delitos graves. Con la llegada de los mapuches a la isla y el hallazgo de distintas plantas medicinales, y al estar quizás aisladas del continente por un canal bastante estrecho, la isla cobró fama, durante la época colonial, de sede de hechiceros, algo que molestó a las pequeñas comunidades europeas que se instalaron en la zona de Puerto Varas y Valdivia. Los chamanes, todos sabemos, pueden cruzar del mundo terrenal al espiritual, en función de generar encantamiento, de evocar muertos, no para construir una realidad paralela sino para penetrar en la realidad y verla como un todo. También para realizar curas medicinales. O para causar enfermedades. No por nada, mucho tiempo después, Raúl Ruiz, nacido en la orilla enfrente de Chiloé, en Puerto Montt, hijo de marineros, adorador de las mitologías y profesional de las cábalas, acuñaría el término para definir su cine como chamánico.
Mitos son los que abundan en la vida de Raúl Ruiz, y en muchos casos él mismo intentó desmentirlos sin éxito. Mitos entreverados con anécdotas, ideas, comentarios y pensamientos que vuelven a cada rato en las conversaciones y entrevistas que la Universidad Diego Portales de Chile agrupó en Ruiz. Entrevistas escogidas, y que aparecen en clave oculta también en Poéticas del cine, volumen que reúne por primera vez las tres poéticas que Ruiz concibió en francés (traducidas para esta edición por Alan Pauls) como conferencias impartidas en distintas universidades, y que hoy se convierte en bibliografía obligatoria para quien, de aquí en más, intente aproximarse no sólo a uno de los cineastas más importantes de Latinoamérica y del mundo, sino a un modus operandi peculiar y extravagante de escribir, producir y dirigir, a una forma de ver el cine y la realidad demasiado anómala, en definitiva a un tratado filosófico old school sobre la poética de la imagen audiovisual.
De los mitos más famosos que rodean a la impredecible vida de Ruiz está el haber leído durante la niñez y la adolescencia cuanto libro caía sobre sus manos con una voracidad desmedida pero, en cambio, interesarse por el estudio de la música y la composición (¡de fugas!), las interminables tardes mirando en los cines locales Flash Gordon y demás minucias clase B, el de haber escrito cien obras de teatro cuando apenas tenía 19 años gracias a una beca de escritura otorgada por el gobierno, el de haber pasado por la universidad para probar suerte con el estudio de la teología (estudio que continuaría y, como señala Scorsese, otro eclesiástico frustrado, las misas tienen mucha relación con el ritual de ir a una sala de cine) y abandonarlo por el estudio de la abogacía también inconcluso, el de desembarcar en la escuela de cine de Santa Fe de Fernando Birri sin lograr el título homologante, el de haber vivido por Estados Unidos sin mucho éxito, el de haber viajado en barco por Sudamérica y Europa gracias a la profesión de marino mercante de su padre y sus abuelos, el de escribir telenovelas, el de trabajar como montajista para la televisión, y el de haber sido asesor de Allende (Ruiz asegura que ese mito es falso, pero a esta altura ¿importa realmente?). Su pasión por la digresión hizo que su vida fuera del mismo modo; hechos superpuestos que se disparan de un lado hacia el otro como si la realidad no fuese más que un juego de azar.
“Mi incapacidad por distinguir cuándo una película es buena y cuándo es mala fue la razón principal que me llevó a interesarme por la naturaleza del cine”, señala Ruiz en sus poéticas del cine, haciendo hincapié, varias veces, en la pregunta de si existen o no películas malas. Pero se puede suponer que ante una curiosidad inabarcable el mejor lugar para canalizar semejante saciedad era, indefectiblemente, el arte del resto de todas las artes: el cine. Realizar su primera película no fue fácil (¿cuándo lo es?); después de intentar hacer algo con un guión que vinculaba Las metamorfosis de Ovidio con las hechiceras de Chiloé tuvo tres intentos más sin éxito. Hasta que en 1968, mientras en Francia estallaban las revueltas estudiantiles, en Chile se estrenaba la “cuarta primera” película del joven Raúl Ruiz, reconocido dramaturgo, escritor de sonetos y militante por el partido de izquierda, titulada Tres tristes tigres. La película tuvo un efecto inesperado: fue un fracaso comercial.
Financiada por sus padres, familiares y amigos de sus padres y otros amigos más, apenas logró recaudar el gasto debajo de la línea marcado por el presupuesto. Pero como todo en la vida de Ruiz parece una mezcla de especulación azarosa, destino increíble y suerte merecida, esa película lo profesionalizó y lo vinculó con la política estatal de los subsidios. Tres tristes tigres recorrió el mundo, y reveló que en Latinoamérica se estaban produciendo películas novedosas, con amplias resonancias francesas y neorrealistas, pero peculiares en su concepción. Abría la puerta a la cotidianidad chilena, a historias mínimas pero capturadas sin manierismos, ni golpes de efectos en el relato.
Quizás el mayor hallazgo haya sido el de revelar un mundo lingüístico: una forma de hablar típicamente chilena, desconocida para el cine de aquellos años. Filmada alla nouvelle vague pero de la escuela de François Truffaut y Agnès Varda (mucho fuera de campo, mucha cámara al hombro, mucho sonido directo), Ruiz se alejó de los fundamentos que imperaban en el cine político de la época, en los países hispanohablantes del Tercer Mundo. Corrían tiempos en donde definir una identidad latinoamericana no sólo concernía a la política o al pensamiento; las artes también tenían ese problema. Ante la pregunta por la idea de una identidad cinematográfica latinoamericana, Ruiz, que por aquella época tenía apenas veintisiete años, intentó ubicarse por fuera de las dos vertientes hoy conocidas: el cine político, heredero del montaje ideológico de Eisenstein, cuya búsqueda estética radicaba en el cambio de conciencia del espectador alienado, con aquel exponente máximo –todos lo sabemos– llamado La hora de los hornos de la dupla sin fines de lucro Solanas&Getino, en oposición a la corriente que Glauber Rocha venía desarrollando a los ponchazos en Brasil: la estética del hambre, con su virulencia en los cortes plagados de saltos de eje godardianos, imágenes sin balance de blancos, con la idea de un cine tan imperfecto como el continente mismo.
Humildemente pero con firmeza, Ruiz proponía un cine de la indagación donde la política no estaba en el resultado final sino en el acto mismo de filmar, en problematizar el mismo acto cinematográfico. Un tipo de cine que, bastante en sintonía con el argentino de los ‘60 (el primer Favio, David José Kohon, Rodolfo Kuhn, aunque Ruiz haya tenido una relación ambivalente con los realizadores del otro lado de la cordillera), se postulaba como un cine de lo errante, lo aleatorio, con una estructura dramática libre y abierta a modificaciones, que permitiría un cine de “verso”. Una puesta en escena donde el estudio y la repetición de los desplazamientos de los actores en un determinado marco cotidiano es lo que da la pauta para desarrollar los movimientos de cámara.
Después de Tres tristes tigres, casi como una voluntad externa impuesta a él, decidió explorar en cada una de sus experiencias cinematográficas eso que tanto lo ambicionaba: lo infilmable. Cada nuevo proyecto fue un modo de perfeccionar su teoría y llevarla hasta el límite. En su profusa y ecléctica obra, con ciento veinte títulos, entre ficciones, documentales, cortometrajes, telefilmes, series, mediometrajes y películas sin terminar, ya sea algo personal o por encargo, ya sea la adaptación de una obra clásica de piratas o un best seller, Ruiz desarrolló y perfeccionó su técnica y su propia teoría cinematográfica. Sus búsquedas se expanden casi por asociaciones libres y por momentos parecen no tener relación entre sí, pero como señaló Jonas Mekas, no importa el tema que trate, Ruiz siempre va a rondar a su alrededor para dar con una visión genuina. Ya sea revisitando el clásico tema del pacto con el demonio en Nadie dijo nada (1971), donde cuenta la historia de un mal poeta que hace un pacto para viajar al futuro y ver qué legado queda de su obra, o las internas del partido obrero en El realismo socialista, mezcladas con el melodrama mexicano. Al adaptar una novela popular de Enrique Lafourcade (y lograr un asombroso éxito de taquilla) titulada Palomita Blanca, Ruiz logra captar sin quererlo ni buscarlo el momento de ebullición social en Chile previo al golpe de Estado contra Allende (también filmaría el casting de adolescentes que hizo para la película a modo de documental). O ya exiliado de Chile luego del golpe de Estado, al poco tiempo de establecerse en Francia (ciudad donde sentó base de operaciones y definió por completo su estética sin perder el ojo de lo que pasaba en Latinoamérica), en Diálogos de exiliados cuenta la realidad de los latinoamericanos sin tonos de nostalgia ni de grandilocuencia.
“Tras las reacciones frente a Diálogos de exiliados, tras reflexionar sobre lo que pasó en Chile durante la Unidad Popular, sobre la influencia de los estereotipos en un proceso revolucionario, empecé a interesarme en todo lo que implican los simulacros, las simulaciones, los juegos de espejos.” A pesar de tratar de adaptar formas poéticas a la pantalla, Ruiz no era tan ingenuo para creer en el mesianismo de la imagen. Una idea muy en boga durante la década del sesenta relacionada con el “cine de la poesía”, propulsada por Pasolini, que veía en las imágenes un mundo nuevo por descubrir y una libertad para crear una suerte de arte nuevo. No hay territorios por descubrir porque de algún modo ya está todo planteado, todo visto, y de ahí viene uno de los temas más recurrentes en sus Poéticas del cine. Vivimos inmersos en la copia de la copia de la copia. Entonces, ¿cómo hacer para desentrañar la realidad con el dispositivo cinematográfico si con la copia (la divina mímesis) no se logra, o bien si lo que hace la cámara de cine es reconstruir una copia realizada de una copia? ¿Cómo hacer para desentrañar el entramado de lo real? Y en definitiva, ¿qué es lo real?
En Ruiz se sumaron dos voluntades netamente divergentes: la urgencia neorrealista de la posguerra italiana cuasi documental, en construcción continua, muy acorde con la urgencia latinoamericana de registrar una determinada realidad y, por otro lado, la fantasía lúdica de Méliès, el gran simulador, el mago de la imagen, el entertainer circense y fabulador. Como se puede entrever, Ruiz sacó la idea del simulacro de Baudrillard, pero en lugar de desenmascarar ese mismo simulacro, pretendió llevarlo más allá, al extremo mismo del simulacro cinematográfico, forzando la técnica hasta llegar a límites visuales y narrativos insospechados. Ruiz concebía el rodaje como una sesión de espiritismo donde las cámaras no harían más que evocar los movimientos fantasmáticos de los actores; no quería una actuación profunda, al estilo de Stanislavski, sino una forma aleatoria y distante, una idea de la propia actuación que el actor podía dar sobre su propio papel. Y la cámara no estaría sólo para registrar, sino para interpelar con la experimentación, con el uso de las lentes, con los registros, con el raccord (sobre todo con el raccord, Ruiz encuentra un sentido inherente en el montaje entre plano y plano, es decir en el espacio “nulo” que existe entre un plano y el otro), con todas las técnicas, que desarrolló durante los ochenta y los noventa, cuando su condición de exiliado desdibujó su nacionalidad y su habla hasta convertirse él mismo en un extraño testigo de su propio deambular.
Ruiz indaga en los fundamentos de la imagen (su propia imagen) por todos lados, desde la alegoría de las cavernas como metáfora inicial hasta las teorías de la física cuántica, desde el Siglo de Oro español hasta el barroco latinoamericano, desde la anti-poesía de Nicanor Parra hasta las palabras cruzadas. La primera poética se ocupa de aspectos centrales de las imágenes. La segunda es una suerte de manual de técnicas que desarrolló durante su larga trayectoria; ahí no se guarda nada. Revela todos sus trucos al tiempo que los problematiza y los teoriza. En la última poética, inconclusa (como no podía ser de otra manera), hay un intento por cuestionar nociones del montaje de Einsenstein y hablar un poco de películas. Los primeros cinco ensayos de su primera poética se encargan de desbaratar el modelo del “conflicto central”, la famosa estructura aristotélica donde el personaje tiene que hacer un recorrido para lograr un cambio y una catarsis. Ese modelo, cuyo máximo exponente está en Ibsen y el teatro noruego, es el que les dio de comer a casi todas las películas norteamericanas de posguerra. Ruiz tampoco ve una salida en las vanguardias, que según él fueron todas absorbidas por la industria, la televisión y la publicidad. Fiel a sus orígenes mitológicos (y a su fascinación por el folklore chileno del sur), propone, en cambio, un cine chamánico. Para eso, desarrolló una teoría que tomó del barroco veneciano: la teoría del puente. Donde el salto de un plano a otro no presenta una línea de continuidad de acción en un mismo mundo, sino que tiende puentes a mundos posibles, y en ese salto se esconde otra película: “Toda película es siempre portadora de otra, secreta, y para descubrirla hay que desarrollar el don de la doble visión que todos tenemos”.
Sorpresivamente, esa película secreta está escondida en La vocación suspendida (1978), en El tiempo recobrado (1999), Las tres coronas del marinero (1983). Son películas que no generan una identificación en el espectador sino un distanciamiento que permite entender en ese movimiento el proceso de identificación. “Hablo de un cine capaz de inventar una gramática nueva cada vez que pasa de un mundo a otro, capaz de producir una emoción particular ante cada cosa, animal o planta, con sólo modificar el espacio o el tipo de duración. Pero eso implica una práctica constante, a la vez de atención y de desapego, la capacidad de pasar al acto de filmar y un instante después pasar a la pasividad contemplativa. Un cine, en suma, que pueda dar cuenta prioritariamente de las variedades de la experiencia del mundo sensible.”
Quizás, en alguna sesión de espiritismo que se celebre durante algún rodaje, algún director pueda traerlo de nuevo a nosotros, en estos tiempos donde las imágenes nos bombardean día a día, donde los espectadores de cine no difieren de aquellos que siguen los deportes por televisión, atentos a los códigos y las reglas, y se adelantan a lo que las imágenes decodifican y terminan formando parte de una comunidad, una suerte de cofradía, donde los directores de cine rara vez teorizan sobre su propia práctica –algo que sin duda parece estar en extinción–; leer a Ruiz es volver a sentir que en un momento el cine tuvo una esperanza tan utópica como suicida, que el acto de filmar podía ser político, lúdico e importante, una vocación suspendida. Un arte inacabado cuyo desarrollo “nos permitiría pasar de nuestro mundo propio a los reinos animal, vegetal, mineral y hasta el reino de las estrellas, antes de volver al nuestro, el de los seres humanos. Versión condensada de un sistema poético, todo esto debería ayudarnos a encontrar una manera de filmar que esté a años luz del cine narrativo actual”.
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