Domingo, 28 de febrero de 2010 | Hoy
SALí
Peñas espontáneas en La + linda
La + linda es una pequeña parrilla ubicada en la Villa Crespo profunda, a unas pocas cuadras de la cancha de Atlanta. Debe ser el único lugar de la ciudad donde es posible presenciar una zapada entre los hijos del Cuchi Leguizamón, Horacio Fontova y un ex telonero de Vox Dei en las épocas del acusticazo. Tatán Durañona (de él se trata) comparte con su hermano Carlos y su hijo Agustín el mérito de haber convertido una vieja esquina del barrio bohemio en un refugio acogedor y alegre, donde el vino y la guitarra se pasan de mano en mano. Abierta hace dos años y medio, la parrilla recibió su nombre por una ocurrencia de la mujer de Tatán, quien ante cada llamado telefónico que preguntaba “¿Con quién hablo?”, respondía lo que para su marido sigue siendo una obviedad: “Con la más linda de la casa”. El ambiente de La + linda es lo más parecido a un boliche de campo que hay en Buenos Aires. Y no como resultado del marketing ni del cálculo de un decorador de ambientes, sino porque, simplemente, el sinnúmero de botellas, chapas y cuadros (entre ellos los de Cuchi Leguizamón, casi un padrino de la casa, y los de Bartolomé Mitre) se fueron colgando solos. “Me empecé a aquerenciar con el boliche porque tiene el mismo aire que los de Salta, es como tener un lugar de encuentro”, confiesa Juan Martín Leguizamón, hijo del Cuchi, uno de los habituales animadores del lugar. Dicen que pueden empezar a cantar bajito y terminar a los gritos. Obvio que los comensales, lejos de sentirse espantados, celebran el ánimo de peña con el que Tatán regentea el lugar. Cocinan 1300 empanadas por mes, pero las mollejas con papas fritas son la especialidad de la casa. Se recomienda ir con ganas de cantar.
Cultura reggae y comida bajonera en Jamming Bar
En inglés, jamming significa zapar. Pero en español, al menos el que se habla en Buenos Aires, la palabra designa el nombre de una fiesta reggae que empezó en el 2005 y que hoy sigue cosechando seguidores puertas adentro y afuera de la mitología rastafari. Por mucho que les cueste aceptarlo a quienes viven el idilio con el ascetismo ganja, hay que admitirlo: el reggae se puso de moda. Y buena parte de ese éxito cultural se debe a las fiestas Jamming, un proyecto que nació de la cabeza de dos amigos que necesitaban financiar el programa que emitían en Radio Nacional (“El lado oscuro del sol”) y tuvieron la idea de juntar dinero haciendo fiestas. Fue así como Hugo Martínez y Tomás Portías decidieron sumar a Guillermo Rianni, alias DJ Traska, baterista de Resistencia Suburbana, al proyecto de hacer bailar a los porteños con una variada colección del género más famoso de Jamaica. Estimulados por la popularidad de las Jamming, decidieron abrir un bar-restaurante que a esta altura se parece más a un centro cultural que a otra cosa. Jamming Bar está en la zona que hace unos años empezaron a denominar Palermo Queens, pero que a esta altura, y a juzgar por la música que sale de los parlantes de Loyola 788, bien podría llamarse Palermo Kingston. En una vieja casona de dos pisos y terraza, los dueños crearon una atmósfera donde los pilares simbólicos de la cultura reggae (los colores de Jamaica, las caras de Bob Marley y Peter Tosh) sostienen el ánimo general de relax y apetito. Les gusta decir que ofrecen “comida bajonera”: sánguches, panqueques salados y picadas, platos baratos y abundantes. En el segundo piso tienen una pantalla gigante donde proyectan películas de rock y cine fantástico, ideal para colgarse. También tienen un estudio de radio a la vista de todos, donde un maniquí de Bob Marley ocupa el lugar del operador.
Comida a gran escala en Turuleca
En la esquina de Independencia y Boedo, al tránsito incesante de autos y camisetas de San Lorenzo de Almagro hay que agregarle un tráfico particular: el de la gente que entra a Turuleca, un clásico restaurante de la zona que desde 1986 es una de las referencias obligadas para el apetito de los vecinos. Antes estaban sobre Pedro Goyena a la altura de Caballito, pero limitados por el espacio decidieron mudarse al corazón de Boedo. El nuevo local es enorme y tiene salón para fumadores en el piso superior. Diego, uno de los encargados del lugar, se encarga de subrayar que la renovación de platos es permanente. El menú es muy amplio e incluye diferentes opciones basadas en mariscos, pescados, pastas caseras y carne. La comida es elaborada en el momento, y si se ocupa una de las mesas cercanas a la cocina, se puede ver al equipo de cocineros trabajar sin descanso sobre mesadas y hornallas. Es posible que Turuleca tenga uno de los staffs de meseras más numeroso y diligente de la ciudad. En un sábado cualquiera, al mediodía, con la mitad de las mesas ocupadas, hay una camarera cada tres mesas. Los dueños viajan frecuentemente a Brasil; de ahí que hayan elegido una ambientación con estrellas de mar y tallados en madera con motivos marinos. En el salón principal las mesas están a distancia prudente, y el aire acondicionado lo vuelve una opción sensata para los días en los que el calor perturba las sensaciones corporales. Aunque, claro, la comida (y la carta) es la atracción principal: rabas del corsario, fajitas de carne y pollo, pastas y pescado asado. Según su tiempo de preparación, algunos platos tardan más que otros en llegar a la mesa. Aunque hay que tener en cuenta la sabia sugerencia del lugar: la impaciencia es enemiga del buen comer.
Política, folklore y comida regional en La Carretería
Silvia nació en Buenos Aires y a los doce años se fue a vivir a Santiago de Chile. Su papá instaló allí un pequeño restaurante donde llegaron a comer Violeta Parra y Pablo Neruda. A los 19 años, se enamoró de su profesor de arquitectura y lo siguió hasta París, que por entonces bullía de atmósfera post mayo`68. Dos años después, desengañada, vuelve a Chile para unirse a las filas de la Unidad Popular, hasta que el golpe de 1973 la obliga a refugiarse en la embajada argentina durante dos meses. Vuelve al país y conoce a un jujeño con el que comparten gustos musicales. Porque Silvia además es quenista y compositora, ex miembro del grupo de música andina Ollantay. Se casan, tienen dos hijos, y en el frente de su casa construyen un horno de barro que después deviene restaurante. Como si hubiera un designio circular en las vidas de algunas personas, Silvia terminó al frente de La Carretería, un lugar contagiado de la biografía de su dueña, enclavado en el borde de San Telmo y Constitución. Las casualidades lingüísticas hacen que el nombre del restaurante (atribuido a su hijo, que en lugar de decir “carretera” decía “carretería”) se confunda con el “carrete” que, en jerga trasandina, significa salir de fiesta. Coincidencia que le hace justicia a la atmósfera del lugar que, aunque tenue, chispea de ambiente folklórico y provinciano, con un menú que ofrece las deliciosas comidas típicas del norte de nuestro país. Si se pide, es posible preparar picadas con tamales, choclos y quinoa, el cereal que constituyó la base de la dieta incaica. También se sirven humitas y empanadas de carne, picantes y cortadas a cuchillo, como impone la tradición. El matambre (a la pizza o al ajillo) es uno de los platos más pedidos. Reciben pedidos a domicilio. A la historia de Silvia se la escucha sólo ahí.
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