VALE DECIR
En 1961 el artista plástico Piero Manzoni realizó su serie Merda d’Artista. La obra, según las confesiones que el autor hizo a un amigo, tenía como finalidad mostrar hasta dónde podía llegar la credulidad y el snobismo de los compradores de arte contemporáneo. Manzoni enlató literalmente sus soretes en 90 recipientes numerados y sellados de acuerdo con los procedimientos industriales. Cada lata contiene 30 gramos del producto artístico y se cotizó, por decisión del mismo Manzoni, a precio oro. La polémica iniciada en su momento nunca se apagó y las periódicas subastas de las piezas existentes la reavivan. En el año 2002, la Tate Gallery pagó 22.300 libras por la lata 004, algo más de 1700 dólares el gramo, valor que supera con creces el del oro. La compra que hizo el museo desató un escándalo: la prensa y algunos ciudadanos poco sensibles objetaron que los fondos públicos (la Tate pertenece al Estado británico) se gastaran en mierda envasada. Los responsables de la institución, que comunicaron la adquisición de la obra recién años más tarde y nunca publicitaron su exhibición, argumentaron que el italiano había sido un artista extraordinario, que el precio pagado era una bicoca por tratarse de una obra seminal y que grandes museos como el Pompidou o el MoMA poseen y atesoran piezas semejantes. Manzoni, que falleció en 1963 a los 29 años y dejó entre otras obras Flato d’Artista (un globo rojo inflado por él mismo) y Huevos (huevos duros con sus impresiones dactilares), justificó su Merda d’Artista del siguiente modo: “Si los coleccionistas quieren algo íntimo, que el artista les dé algo realmente personal, ahí tienen su propia mierda”. Y a modo de profecía, declaró sus expectativas: “Espero que las latas exploten en las vitrinas de los coleccionistas”. Hoy, su deseo se cumplió: la mitad de las latas explotaron y las que no, plantean un dilema para conservadores y restauradores. Cómo corroborar la autenticidad de la pieza está más cerca de un laboratorio y un análisis de materia fecal que de los métodos convencionales de los expertos. Asimismo, la restauración de las obras se debate entre si se debe o no poner en práctica; en caso afirmativo, implica necesariamente responder a la cruel pregunta: ¿deben abrirse los recipientes?
La música más lenta del mundo
En 1987 se estrenó en Alemania Organ2/ASLSP, la obra que John Cage compuso
para el organista Gerd Zacher. Siguiendo las indicaciones (ASLSP, As SLow aS
Possible, lo más lento posible), Zacher estiró las cuatro páginas
pentagramadas de la partitura original a 29 morosos minutos. Una década
más tarde y otra vez en Alemania, los participantes de la “Primera
semana internacional para música de órgano moderna” discutieron
el alcance de la pachorra solicitada por el compositor: ¿cuán
lento es lo más lento posible? ¿Hasta que el músico se
muera? ¿Hasta que el órgano se caiga en pedazos? Puesto que un
órgano no deja de sonar mientras reciba aire, razonaron, las notas ASLSP
son prácticamente infinitas. Zacher, pues, se había quedado infinitamente
corto. En un rapto de cageanismo que Cage acaso no compartiría, decidieron
tomar el ASLSP lo más literal posible y dar comienzo al concierto más
largo de todos los tiempos. Se eligió una catedral abandonada de Halberstadt
(Alemania), pues allí se había estrenado en 1361 el primer órgano
moderno de Europa. Se estableció que la obra duraría 639 años
–pues eso es lo que da 2000 menos 1361–, y que la primera nota sonaría
el 5 de septiembre de 2001 –porque ése es el día en que
Cage cumpliría 89 años– a las 9.36 –porque es 639
al revés.
La obra más conocida de Cage debe su fama a que consta de 4 minutos 33
segundos de silencio; la ejecución de la primera figura de Organ2 –una
pausa o silencio– duró 17 meses. Cientos, según se cuenta,
se reunieron en esta catedral vacía y semiderruida, que en las últimas
décadas había oficiado de chiquero, para (no) escuchar el mudo
instante en que el fuelle del órgano comenzó a juntar aire. Lo
largó recién el 5 de febrero de 2003, cuando se instalaron los
tubos que desde entonces hacen sonar las primeras tres notas audibles. La inmediata
reacción de los autóctonos llegó al otro día: “Algún
camionero se durmió sobre la bocina”, reclamó un vecino,
involuntariamente genial. Tiempo para acostumbrarse a la bocina no le faltó,
pues durante otros 17 meses ninguna otra nota salió del órgano
in progress de la catedral. Pesos de plomo cuidan que las teclas permanezcan
apretadas, dos motores y un generador de electricidad y seis fuelles cuidan
que el órgano no se apague nunca y Frau Dannenberg, la celadora, vela
diariamente sobre el conjunto. Recién el lunes pasado (a las 6.39 pm)
el aparato adquirió nuevos tubos para dos nuevas notas, el 5 de agosto
se apagarán las tres figuras anteriores y nada más cambiará
hasta marzo del 2006. Que será el año de Frank Händel, así
como éste es el de Rudolph Karow: cada uno donó 1000 euros para
ese honor. No son los únicos optimistas que invierten en el futuro: la
familia Rhade ya se aseguró el 2327, los Bruhns el 2222 y los Bondar
el último, 2639.
“¿Aprobaría usted este proyecto si estuviera vivo?”,
le preguntó un periodista del semanario alemán Die Zeit (El tiempo)
a un imaginario John Cage de visita en la ciudad Halberstadt. “Ésa
es una muy buena pregunta –dijo Cage (imaginó el periodista)–;
no quiero arruinarla con una respuesta.
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