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Piratas del espacio
Culpable: una vez más Gran Bretaña es señalada como responsable de un hecho histórico de piratería. Culpable, se argumenta, de un crimen que suena cuando menos bizarro: el de robarse otro mundo. Pero, a diferencia de la práctica que los consagró como corsarios de la Tierra, el que robaron en este caso no es uno de esos otros mundos que están en éste, sino de uno de afuera, del espacio exterior. Así lo denunció semanas atrás un grupo internacional de historiadores, al dar a conocer las conclusiones de una investigación según la cual las autoridades inglesas le birlaron el crédito por el descubrimiento del planeta Neptuno a la astronomía francesa.
Semejante veredicto fue posible gracias al hallazgo, en Chile, de una hoja que contiene documentos robados del Observatorio Real de Greenwich. Papeletas que prueban las artimañas llevadas adelante por los ingleses para apoyar el reclamo del matemático inglés John Crouch Adams, quien se adjudicaba la “predicción” de la existencia del planeta en disputa. El grupete de investigadores, integrado por William Sheehan, Nicholas Killerstrom y Craig Waff, firma un artículo en una edición reciente de la revista Scientific American en el que aseguran, sin más, que “los británicos se robaron Neptuno”.
La batalla por el planeta Tierra es de larga data, pero la de Neptuno tiene sus raíces en el descubrimiento de Urano, el séptimo planeta del sistema solar, en 1781, cortesía del inglés William Herschel. El evento dejó boquiabiertos tanto al público como a la comunidad científica. Pero Urano resultó ser un problema: los astrónomos no dejaban de encontrarlo en las partes equivocadas del cielo. El matemático francés Urbain Le Verrier concluyó que el “intruso” no podía ser sino otro planeta desconocido, hizo algunos cálculos y ¡voilá!: apunten sus telescopios exactamente hacia donde indica mi dedo, anunció Le Verrier. La noche del 23 de septiembre de 1846 se supo: el pequeño disco azul fue divisado donde el francés había dicho y el descubrimiento de Neptuno fue recibido como un triunfo de la ciencia gala.
Fue entonces que los británicos entraron en escena: nosotros ya habíamos descubierto dónde podría encontrarse el planeta, argumentaron, sólo que todavía no nos habíamos puesto a trabajar con nuestros telescopios. ¿Quieren pruebas? El astrónomo real, Sir George Biddell Airy, presentó un conjunto de papeles que exhibían detalles de los cálculos y las predicciones de Adams. Finalmente, se decidió que Gran Bretaña y Francia deberían compartir la gloria y que Adams y Le Verrier deberían ser considerados descubridores ex aequo de Neptuno, por así decirlo. Cada vez que los historiadores intentaron investigar el reclamo de Airy se encontraban con que los archivos correspondientes no estaban en su lugar del Royal Greenwich Observatory: el archivo fue robado por un astrónomo llamado Olin Eggen y recién con su muerte, en Chile, hace seis años, se pudo concluir la búsqueda. Y probar que los astrónomos británicos exageraron groseramente el aporte de Adams, el matemático más venerado de su época, mucho más popular que Le Verrier entre los suyos (razón por la cual no habría conseguido una defensa igual de entusiasta que la del inglés). Neptuno pudo haberse llamado –esto es verdad, se lo consideró una posibilidad y así fue propuesto– Le Verrier. Que, hay que decirlo, por muy justo que sea, es un nombre espantoso para un planeta.