Domingo, 9 de enero de 2005 | Hoy
NOTA DE TAPA
Tiene el tamaño de 8 canchas de fútbol. Pero en vez de pasto, su interior alberga todo el amplio abanico del primer paraíso tropical artificial de Occidente: falsos mares de agua templada, islas con cabañas y aborígenes (falsos), amaneceres y atardeceres simulados sobre telones azules, temperaturas constantes, playas (falsas) de arena fría, ramblas de losa radiante, frondosas selvas (falsas) con 500 tipos de plantas, árboles de hasta 14 metros de altura y parlantes que emiten el concierto de los animales que no están. Radar viajó hasta esa burbuja a 60 kilómetros de Berlín donde los alemanes se amuchan en reposeras para tostarse bajo un cielo de lámparas solares y disfrutar de las bondades (falsas) del trópico. Y salió bronceado para contarlo.
Por Ariel Magnus
El Paraíso es artificial
Se arriba invariablemente en bus, ya sea en el que recorre la infinita playa
de estacionamiento o en el charter que va y vuelve de la estación de
tren más cercana. La recepción está a cargo de un grupo
de nativos semidesnudos y sonrientes; de fondo se ven las palmeras y se escucha
el chillar en estéreo de los monos. Pocos segundos más tarde la
ropa empieza a pesar en el cuerpo y la imagen de la gente paseándose
en malla genera una ansiedad nudista incontrolable. Inteligentemente, el camino
hacia los vestuarios es eterno, por lo que uno llega agotado y malhumorado,
como después de un largo viaje en avión. Procede entonces a calzarse
la malla en las minicabinas (o fuera de ellas, como hacen algunos alemanes incluso
en las tiendas de ropa) y a olvidar las insufribles, anacrónicas prendas
de invierno en uno de los miles de lockers (el nuestro es el 5358). Estos lockers
se activan con un chip que viene adentro de una especie de relojito con el dibujo
de una isla y una palmera. Como la tarjeta de crédito que reemplaza el
efectivo dentro de las Islands, estos pseudorrelojes están diseñados
para que cada vez que nos miremos la muñeca sea la misma hora: vacaciones.
En el medio del paraíso que no conoce el tiempo ni el dinero se yergue
la selva tropical, con 500 tipos distintos de plantas y árboles de hasta
14 metros de altura. Un sinuoso caminito de casi 1 km, naturalmente provisto
de banquitos de descanso, miradores y el infaltable puente sobre pantano, permiten
que la gente haga sus caminatas, sus Wanderungen, pasión teutona si las
hay. Lo inverosímil: camuflados dentro de rocas (que en algún
momento serán camufladas por el pasto aún ausente), los parlantes
proveen la música de los grillos y el karaoke de los sapos.
En la ladera norte de la colina se ubica la “Laguna de Bali”, un
piletón de agua caliente y forma indefinida que cuenta con una catarata
(detrás de la cual hay una gruta con relieves indígenas), dos
toboganes de agua (con semáforo para evitar choques) y el así
denominado Whirpool (que no es una marca de electrodomésticos sino una
especie de remolino donde la diversión consiste en dejarse arrastrar
en círculo, soportar con una sonrisa de beatitud vacacional las patadas
y los codazos de los otros y no poder salir sino después de varios intentos).
Una pequeña playita con sombrillas de caña flanquea el sector,
que también cuenta con un local de “productos regionales”.
Lo inverosímil: se venden plantas de plástico.
Del otro lado está el “Mar del Sur”, un semicírculo
equivalente a cuatro piletas olímpicas que cuenta con dos islas y que
se continúa al fondo en unos lienzos azules, a la Truman Show; en este
“horizonte” se simulan “de forma casi real” las salidas
del sol y sus ocasos, las distintas formaciones nubosas, la luna y las estrellas.
Una playa de varios metros de ancho bordea la bahía y es bordeada a su
vez por una suerte de rambla con losa radiante. Lo inverosímil: la arena
está siempre fría.
Al este se encuentra la “aldea tropical”, con restaurantes, un megaescenario
y chozas construidas “según se estila en Tailandia, Borneo, Polinesia,
Bali, Amazonas y Congo” (lo inverosímil: cuentan con ascensor).
Más atrás hay canchas de voley playero, carpas alquilables, una
guardería y un globo para apreciar el conjunto desde las alturas. Al
oeste, todavía en construcción, nacerá en breve un centro
de convenciones, donde tal vez García Canclini nos hable algún
día sobre hibridez y Toni Negri reflexione sobre la globalización.
Conocer la geografía insume media hora a paso lento. De ahí en
adelante se trata de retozar a la luz de los reflectores (aún no han
sido instaladas las membranas que dejarán pasar el sol natural), chapotear
en agua dulce con gusto a cloro (todo huele a cloro, en rigor) y llenarse la
panza de comida insana. Algo, sin embargo, late ansioso en el fondo de tanto
tedio: el imperdible show nocturno “Viva Brasil - Un viaje musical”.
Si Mahoma no va a la montaña
El concepto de las Tropical Islands, popular también en Japón,
fue importado a Europa por Colin Au, un multimillonario malayo de 55 años
que durante sus viajes a Alemania hizo una observación elemental: qué
clima de mierda que tiene este país. Explican los folletos: “Nueve
de cada diez alemanes nunca viajaron a un país tropical. Como antiguo
presidente de Star Cruises, compañía líder de cruceros
en el Pacífico, Au invirtió el principio de los cruceros: no son
los turistas quienes visitan los trópicos, sino los trópicos los
que vienen hacia nosotros”. Trece millones de euros pagó el clarividente
malayo por el hangar sin columnas más grande del mundo, originariamente
concebido para fabricar zepelines. Junto a otros inversores, reunió los
70 millones necesarios para su escenificación, que contempló la
importación no sólo de plantas sino de aborígenes para
bendecir las instalaciones.
Las autoridades de Brandenburgo, una de las provincias más castigadas
por la desocupación y el neonazismo, siguieron el proyecto con escepticismo
y aun con desconcierto. Se temía por las consecuencias ecológicas
que acarrearía para la región tener que calefaccionar la inmensa
bóveda y se maliciaba que nadie tendría el dinero para pagar la
entrada. Au, el decidido y temerario Au, hizo frente al escepticismo y al desconcierto
brandenburgueses integrando biólogos expertos, haciendo intensos estudios
de marketing y ganándose el afecto de alguna organización ecológica.
Además, moderó los precios (15 euros las cuatro horas, 20 los
fines de semana y 5 a la noche) y multiplicó la oferta de comida chatarra.
Al menos hasta el momento, todo indica que su estrategia funcionó: desde
su apertura el 19 de diciembre, el complejo fue temporariamente clausurado en
reiteradas oportunidades por exceso de público. Sólo el fin de
semana de Navidad se registraron 16 mil visitantes, e incluso de noche hay cientos
de bañistas. Las colas en la caja pueden ser de media hora, y conseguir
una caipirinha suele demorar otro tanto. “La respuesta del público
superó todas las expectativas”, asegura la encargada de relaciones
públicas con cara de necesitar unas vacaciones, de preferencia en un
lugar frío y solitario.
Cae la noche tropical
Son las siete de la tarde. Las lámparas de luz blanca, lechosa, dan lugar
a los focos de luz amarilla, quesosa. Luego de que durante todo el día
la gente consumiera tallarines con tuco (2,5 euros), salchichas o (ilegalmente)
sus viandas caseras, las copas de cristal y las velitas que ahora decoran las
mesas alrededor de la playa meridional parecen fuera de sitio. Pero no: este
delicado rasgo de presunta finura responde al ambiente decididamente grasa de
todo el complejo, lograda mezcla de hotel económico de Camboriú,
shopping center temático, teatro de varieté y club deportivo municipal.
Como suele ocurrir al término de un día auténticamente
playero (autenticidad certificada por esta frase oída al pasar: “Chicos,
quédense en la playa cuidando las reposeras que mamá y papá
se van a caminar un poco por la selva”), para el momento del programa
nocturno se confunden los que todavía siguen en cueros y los que, bañados
y perfumados, se muestran con sus mejores prendas elegante sport. Con un poco
de buena voluntad hasta es posible descubrir en sus rostros un saludable bronceado
y el dichoso cansancio de los ojos pasados por agua salada.
Mientras un presentador humano (los otros shows son introducidos por una grabación
en inglés) pide a los últimos bañistas que se retiren del
agua, sobre el cielo nocturno se proyecta un misterioso mapa con las “vías
de escape”. El locutor, cuyo aparato fonador presenta ciertas dificultades
para pronunciar correctamente “Viva Brasil”, promete “una
viaje musical a lo largo de mil años de historia brasileña”.
Como se ve, y al igual que los shows étnicos que se alternan en el escenario
de la “aldea tropical”, el miusical tiene pretensiones pedagógicas.
En general todo el complejo se presenta como un lugar inmejorable, sin mosquitos
ni tsunamis, para conocer el exótico clima, la exótica vegetación,
la exótica cultura y las exóticas costumbres culinarias de los
trópicos, y no sorprendería que con el comienzo del ciclo lectivo
los alumnos comiencen a llegar en masa. Au, el despierto y genial Au, entendió
muy bien qué es lo que necesita el público europeo para disfrutar
sin culpa de la frivolidad yanqui: mentirse que aprenden algo, que su pasatiempo
es en realidad una forma de la cultura.
A las 19.30, gritando y caminando como monos, hace su aparición en el
escenario un grupo de personas mayoritariamente asiáticas disfrazadas
de indios americanos de arcos y flechas llevar, ellos con el culo al aire y
ellas en tetas. “Los indios son los aborígenes de Brasil –explica
una voz en off–. Al principio, practicaban la brujería.”
Enseguida llegan los portugueses (“se mezclan dos culturas”) y se
desata un baile erótico entre un conquistador y una conquistada. Luego
los portugueses traen a los negros, a los que torturan y azotan hasta que todo
se resuelve en capoeira. Tras la liberación, empieza un recorrido inacabable
por todos los bailes de la región y aun del mundo, pues también
incluye los de los países que aportaron sus vidriecitos de colores al
mosaico cultural brasileño (lo inverosímil: las banderas de estos
países –Francia, Holanda, Japón, etc. y por separado y bien
adelante Alemania– llevan inscripto el nombre del país correspondiente,
para los que faltaron ese día a la escuela). El pastiche desemboca dos
(¡2!) horas después en un “carnival samba” con inmediata
“beach party”. ¿Dónde decía ese mapa que estaban
las vías de escape?
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