VALE DECIR
En India, los call centers se han vuelto símbolo del siglo XXI y fuente laboral para numerosísimos egresados universitarios que aspiran a un sueldo promedio. Y en estas empresas de servicios subcontratadas, la competencia es feroz, con millones de aplicantes para puestos donde no interesa el expertisse en economía o historia soviética. Importa, sí, que no sufran de MTI (influencia de la lengua madre) y hablen inglés global. Una vez empleados, ganarán 20 mil rupias al mes que, traducidas, equivalen a dos dólares la hora o cinco mil al año. En un país donde el ingreso anual per cápita es de 900 dólares, el sueldo es de clase media.
No es raro, entonces, que chicos en sus 20 que terminaron sus estudios con puntajes top se muden a ciudades como Delhi (sólo allí se concentran alrededor de cien mil operadores) para asistir telefónicamente a norteamericanos, ingleses o australianos con su impresora rota o venderles vitaminas. Claro que hay ciertos requisitos para ser tomados, skills que adquieren en un “entrenamiento cultural” de tres semanas. Lo primero, desprenderse de la tonada, aspirar a un inglés lo más neutro posible; al punto de que hablar hindi en las instalaciones está penado por algunas empresas. Lo segundo, adquirir capacidades conversacionales (infladas por datos de cultura pop, coloquialismos memorizados e información técnica del producto que representan).
Otros: ver clips de Seinfeld, fotos de Walmart, aprender capitales de estados, sumar generalidades prejuiciosas para la venta (“Australia es conocido como el continente más tonto”, escucharán en el entrenamiento; “Tecnológicamente, están atrasados. Una persona promedio usa celulares tipo Nokia 3110 Classic”, anotarán; “Beben constantemente y no intenten hablar de sus mascotas. Son muy sensibles respecto de los animales”, recibirán del profesor de turno). Además, el entrenador les leerá un folleto con los tipos de clientes (pendenciero, arrogante, firme, prudente, excéntrico, dulce y otros etcéteras) y recomendará el uso de corbata. “En India no se usan corbatas”, replicará un trainée. “Cierto, ¿alguna otra pregunta?”, responderá el coach cultural.
Si dan en la tecla, pasarán al piso de llamadas, tendrán un nuevo bautismo (Adarsh, por ejemplo, pasará a llamarse Adam) y cumplirán la regla de oro: nunca jamás podrán decir de dónde hablan. De lo contrario, escucharán frases del tipo “Malditos paki” o “Bastardos marrones”; en eso también se los educa: el racismo global late con fuerza. Por eso, tal como definió The Guardian tiempo atrás, “la habilidad más comercial en India hoy en día es la posibilidad de abandonar su identidad y convertirse en otra persona”, amén del más grande intercambio cultural de la historia. “Los trainers nos piden que comamos comida estadounidense y escuchemos su música, incluso los fines de semana. Piden que odiemos todo lo hindú y amemos lo norteamericano. Pero difícilmente erradican lo hindú que llevamos dentro”, defiende un chico de call center.
Con igual porcentaje de hombres y mujeres con los auriculares puestos, una de las premisas de las firmas es no abandonar el lugar: “Afuera está India. Si salimos, la traeremos de vuelta con nosotros”, apuesta un empleado. Es que, a costa de su independencia financiera, los contratados arriesgan una crisis de identidad al desindianizarse al adoptar otro nombre, un acento y cierta actitud occidental. Y los más atentos entienden que sus trabajos sólo existen por el bajo costo que implica en el mercado global. En la lógica capitalista, están devaluados. Flor de golpe al ego.
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