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Domingo, 20 de junio de 2004

PáGINA 3

Hasta las manos

Por Juan Sasturain

Hay muchos tipos de humor: humor blanco, humor negro, humor chancho, humor mudo, humor idiota, humor político, humor didáctico, humor absurdo, humor comprometido, humor ingenuo, humor intelectual, humor verde, humor poético, humor regional, humor porteño, humor costumbrista, humor tonto, humor agresivo, humor escatológico, humor metafísico y todos los tipos que se quieran derivar de sus mezclas en diferente proporción. Son, en su mayoría, solubles. Mordillo, Max Cachimba, Topor, Copi, Landrú, Nine, Rius, Brascó, Cognigni, Steinberg, Calé o Herriman hacen o hicieron buen humor propio y diferente dentro de un espectro amplísimo que calza en alguna de estas categorías o sus combinaciones.
En el caso de Caloi, la variante suya –y cada uno puede armar la fórmula con los componentes que crea encontrar en tantos años de aparente trabajo–, su manera particular, su aporte a la historia de la gráfica argentina, es el humor atorrante. Una categoría no muy ortodoxa, pero quién dijo que deberían serlo.
Y no es cuestión de temas ni de trazo, como sería el caso del alevoso Tabaré. Ni siquiera de una necesaria condición personal. Es la mirada. Para definir la actitud o condición atorrante de la que se deriva esa mirada, mejor que hacer la lista –como Doña Petrona– de sus ingredientes, es señalar su opuesto: la solemnidad. El solemne cree –o aparenta– que debe convencernos de que se hace cargo de alguna tarea o misión que trasciende a su interés o gusto particular, pero que nos involucra a todos. Claro que en realidad lo único que mira es el espejo: todo solemne es un engrupido. El atorrante, en cambio, comienza por no tomarse en serio a sí mismo. Nuestro máximo ejemplar, insuperable, fue Olmedo; y a nivel universal, quien formuló el principio básico es Groucho: alguien que nunca se haría socio de un club donde admitieran gente como él...
Una aclaración acaso innecesaria: la solemnidad y la atorrantería no tienen que ver con el nivel social ni con condiciones de clase o profesión. Un premio Nobel puede ser un atorrante; un director técnico de la B o un portero, solemnes. Y ni siquiera los separan parámetros éticos: un atorrante suele ser un trasgresor, pero no un delincuente; entre los solemnes suelen estar los más selectos criminales. Si la solemnidad no da derechos ni conlleva virtudes, la atorrantería –en cambio– sin duda limpia y desinhibe la mirada. Por eso, cuando se habla de algún político atorrante hay un error, se quiere decir otra cosa: se trata de un hijo de puta. Y eso no es chiste.
Un dato fundamental es que para el humor atorrante el chiste es un fin, un valor en sí: reírse es bueno, es sano y suficiente, no necesita de ninguna otra justificación ni permiso. Otro dato es que, sea humorista o no, el auténtico atorrante –a diferencia del boludo, del necio o del predicador– no lo es todo el tiempo. O no lo manifiesta, ya que el disimulo –la esgrima y el uso alternativo de cierta seriedad– es parte de la auténtica atorrantería. A veces el más genuino atorrante es el que sólo muestra la hilacha o ni siquiera, como aquel Dr. Merengue inventado por Divito, flor de atorrante.
Es una cuestión de “costados”: Bioy, un señorito, tenía un “costado” atorrante, como Oski o el tano Pratt; Dolina es un atorrante con un “costado” autorreflexivo; Casero también lo es, pero tiene un “costado” con el que se hace; y Jack Nicholson se hace aparatosamente el atorrante y es probable que en su “costado real” también lo sea. Menos sutiles, aparentes atorrantes de tiempo completo no lo son, o lo son sólo profesionalmente: se trata de simples farsantes. El grosero compulsivo y el solemne aparato se encuentran en el exceso, la impostación.
Por otra parte –y acaso sea lo más revelador, como bien lo ha cantado Serrat– el ejercicio de la atorrantería tiene que ver con la amistad. Los atorrantes tienen amigos (tan atorrantes como ellos), del mismo modo quelos delincuentes tienen cómplices; y los solemnes, discípulos y maestros. Por eso el humor atorrante no busca aplausos, aliados ni guiños de enterados; apela a la posibilidad de divertirse juntos, joder con cosas de uno en otros, reconocer lo de los otros en uno: compartir la risa y no necesariamente otros intereses o necesidades ocasionales.
Tal vez por eso suela ser política o socialmente incorrecto. Una incorrección que no tiene nada que ver con la agresividad o el culto aparatoso a la “trasgresión”. Porque la auténtica trasgresión es siempre obra de la inteligencia. El humor atorrante es más inteligente de lo que se (lo) cree.
Todo este rodeo, en realidad, sólo sirve para describir la condición fundamental del personaje que nos convoca: Clemente es un atorrante; más atorrante que Caloi incluso.

Este texto es parte del catálogo de la muestra Clemente: 30 pirulos (en el Palais de Glace, hasta el 11 de julio) que celebra las tres décadas del pájaro a rayas entre nosotros.

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