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Domingo, 20 de junio de 2004

DIAGNóSTICOS

Panic Attack

A la luz de los recientes atentados de Madrid, el arquitecto Paul Virilio analiza cómo la ciudad occidental pasó de símbolo de la civilización a escenario privilegiado del desastre. Entrevistado por la revista Chronic’art para la salida de su último libro, Ville panique, este profesional de la objeción revisita algunas de sus obsesiones más persistentes: Chernobyl, el terrorismo urbano, el mundo virtual y el totalitarismo del progreso.

Por Chronic’art

¿Por qué Ciudad pánico? ¿Porque la ciudad tal como la conocíamos desaparece en una suerte de pánico generalizado? ¿Porque pierde sus puntos de referencia? ¿Porque implosiona?
–Alguna vez la ciudad fue el lugar no sólo de lo político sino también de la civitas, es decir de la civilización. El espíritu, el aire de la ciudad liberan, y eso es lo que se invierte en este momento. La ciudad se vuelve una máquina de guerra; es el foco de la crisis de lo político y de lo bélico, ya que lo militar y lo político están ligados. El pánico se apodera de la ciudad. Pensemos en esas megalópolis de 20 o –muy pronto– 30 millones de habitantes, en el modo de vida de esas aglomeraciones que ya no tienen rostro ni escala humana. La desregulación y la desrealización han penetrado en la ciudad. Y se ha operado una inversión: la ciudad, que alguna vez fue el corazón de nuestra civilización, se ha vuelto el corazón de la desestructuración de la humanidad.
Usted dice que esa guerra no es sólo una guerra en la ciudad, incluso contra la ciudad, sino una guerra civil, o más precisamente una guerra contra los civiles.
–De aquí en más, la guerra es la ciudad. En el pasado hubo dos grandes épocas en materia de guerra: la guerra de sitio y la guerra de movimiento. Apenas se inventaron las energías, la guerra de movimiento aventajó a la guerra de sitio. Ahora bien: hoy hemos superado esa etapa para hacer de la ciudad el campo de operaciones de todos los enfrentamientos, por todos los medios: los bombardeos de Londres por parte de los zepellines en 1914, Guernica, Rotterdam, Coventry, Hamburgo, Dresde, Hiroshima, Nagasaki... y así sucesivamente. Basta ver lo que sucede en Grozny (Chechenia) en este momento: una ciudad arrasada, tabula rasa. Grozny sufre una guerra civil que es, efectivamente, una guerra contra los civiles, ya que –como la mayoría de los conflictos actuales– mata muchos más civiles que militares. Hannah Arendt fue la primera que habló de una guerra civil mundial. Y la historia, con el hiperterrorismo, que desde entonces no para de desarrollarse, no hace sino darle la razón. Ahora la guerra ya no se libra en la llanura de Waterloo sino en Madrid, Bagdad, Jerusalén. Cuando veintisiete pilotos israelíes les dicen a sus superiores militares: “Nos negamos a participar de ataques aéreos contra centros de población civil”, sólo ponen en evidencia que guerra y ciudad se superponen. ¿Por qué? Porque el mundo se ha vuelto demasiado pequeño, y porque la ciudad se ha convertido en la caja de resonancia de todas nuestras acciones, ya sean militares, mediáticas o estratégicas. Es algo totalmente inédito.
Usted habla de “claustrópolis”...
–Sí, absolutamente. Pasamos de la cosmópolis, la ciudad abierta, a la claustrópolis, la ciudad cerrada. En Estados Unidos hablan de gated communities: hay 30 millones de norteamericanos que viven encerrados entre muros, y están esos ultraconservadores como Newt Gingrich que pregonan el retorno a las Ciudades-Estado... Pero también es el caso de San Pablo y sus cinturones urbanos. O de una simple torre. Porque la torre no comunica: es un callejón sin salida, un ghetto vertical. Y no hay nada más protector que una torre. Hoy se observan dos tendencias en la ciudad: la bunkerización y la babelización.
Es la primera vez que usted interviene directamente, como personaje, en una de sus obras. Habla aquí de su relación personal con Nantes y con París. ¿Por qué?
–Porque empecé este texto cuando me fui de París, de modo que fue el primero que escribí en La Rochelle, donde lo terminé y donde resido ahora. El embrión fue un encargo de la revista Les temps modernes cuyo tema era la ciudad de París. De algún modo era mi despedida de París. Así que empecé el texto y después me dieron ganas de seguirlo... Primero porque descubrí un texto extraordinario de Victor Hugo, en el que el escritor comparte su desasosiego ante el modo en que se destruye París para agrandar las calles: “Mañana destruirán Nôtre-Dame para agrandar la plaza,y si esto sigue así destruirán París para agrandar la llanura de los Sablons”. Otra vez tabula rasa. Más allá de mi amor por París, donde nací, terminé dándome cuenta de que la destrucción de la ciudad seguía a través de la guerra. Además del higienismo, las reformas urbanas de Haussmann, por ejemplo, representan la oposición a la Comuna de París y buscan aniquilar las pequeñas calles, esos nidos de resistencia inaccesibles a la caballería y la artillería. El origen del urbanismo haussmanniano –como el de Ceacescu, el de Stalin o el de Saddam Hussein en Bagdad– es sobre todo la voluntad de poder meter la fuerza militar en la ciudad. Igualmente hoy hay otro punto estratégico culminante, clave de esa tabula rasa: el aeropuerto. La tabula rasa materializa la chatura de la guerra aérea, que arranca con los campos de aviación y –cuando cumple su función, como antes de Alemania u hoy en Grozny– termina arrasando con la ciudad.
Usted evoca la idea de un mapa mental que por definición es único y personal: el modo en que cada individuo construye sus propias cartas de navegación en el seno de las ciudades.
–La imaginería mental siempre me ha apasionado. A mis estudiantes de arquitectura y urbanismo solía hacerlos dibujar en el tablero con los ojos vendados: los obligaba a entrar en la visión mental de sus proyectos. La arquitectura, como la pintura, es cosa mentale: hay que tener una visión interior para mejorar un proyecto. Lo que les pedía era que habitaran su proyecto antes de construirlo. Eso tiene que ver con una de las críticas que le hago a la imaginería instrumental. Hoy, contrariamente al cine o la fotografía, lo virtual tiende a reemplazar a la imagen mental, que de hecho ya está parasitada por la imaginería instrumental. Los videojuegos, por ejemplo, son una manera de poner de nuevo el acento en el imaginario gráfico. Hay una nueva paleta gráfica que está instalándose en las cabezas y viene a parasitar el espacio mental de cada uno.
¿Cómo modifica esa paleta virtual la paleta de lo real?
–La paleta de lo real es rigurosamente personal: está ligada a la vida y a la biografía del individuo, y también a su lugar de residencia. Por eso digo siempre que todos somos arquitectos de nuestra ciudad. Walter Benjamin ya se había dado cuenta, y el asunto después fue retomado por los situacionistas. El problema de las simulaciones es que generan un analfabetismo de la imagen mental, una especie de pérdida que con el cine no habíamos sufrido. Es cierto que el cine también interfería cuando una película se apoderaba de nosotros, pero con lo virtual el fenómeno se multiplica y es más grave, porque la pérdida que puede generar afecta al bioimaginario, que es el imaginario que nos permite vivir, estar ahí. Estar ahí es muy importante. El subtítulo de mi libro es justamente “Aquí comienza otra parte”.
¿Es una manera de decir que la geografía está desapareciendo?
–En efecto. Hoy el problema no es el fin de la historia sino la posibilidad de un fin de la geografía (y entiendo “fin” en el sentido de su terminación). El mundo se está volviendo demasiado pequeño para nuestras velocidades de detección, de transporte, de información. La compresión temporal suprime la distancia que nos proporcionaba la geografía. De ahí la frase que cito en mi libro: “¿Qué vamos a esperar cuando ya no tengamos necesidad de esperar para llegar?”. Es un fenómeno patológico, a escala de la Tierra... que por un buen tiempo, al menos, seguirá siendo el único planeta habitable del sistema solar.
¿Qué cambios trae esa desaparición de la distancia y la geografía?
–La novedad es el encierro, el Gran Encierro. Yo soy claustrofóbico y asmático, de modo que soy muy sensible a ese tipo de cosas. El encierro que tan magistralmente analizó Foucault está ahí, ante nosotros, sólo que a partir de ahora a una escala ecológica. La compresión temporal hace que esas sensaciones de enclaustramiento, de claustrofobia, de encarcelamiento, puedan convertirse, para las próximas generaciones, en un fenómeno aterrador. El mundo es demasiado pequeño. No para los cosmonautas, por supuesto, pero para los miles de millones deindividuos... El problema no es el de un mundo superpoblado, como se decía cuando era joven, sino que la Tierra está reduciéndose a nada.
Pero ¿acaso las tecnologías de lo virtual no pueden ser un remedio para ese “pánico carcelario” de lo real?
–En cierto modo, las tecnologías de lo virtual crean un sexto continente que no es más que un sustituto de los otros cinco. Esa deriva hacia el sexto continente no es casual; es una suerte de sobrecolonialismo. Dado que ahora el mundo está como borrado, necesitamos una especie de sustitución, y el sexto continente virtual representa esa sobrecolonización. “Sobre” en el mismo sentido en que se dice, por ejemplo, que hay que actuar, no sobreactuar (es decir: hacer proezas histriónicas).
¿Por qué ese sexto continente no podría ser una salida de la “claustrópolis”?
–No, es una sustitución. Tenemos que añadir espacio porque el mundo está comprimido, pero ese espacio seguirá siendo virtual. Como dije alguna vez, la interactividad es a la información lo que la radioactividad a la energía: algo inestable y peligroso. Fue esa compresión temporal la que provocó esta situación. Es un efecto de pánico del que se habla poco, y por eso me interesan los accidentes: en cierto sentido se trata de un accidente de la percepción del mundo.
Se ha descubierto que hubo agua en Marte, y es fácil suponer que haya vida en alguna parte del universo. Extenderse en el espacio, ¿no es una manera imaginaria de romper con esa claustrofobia?
–Por supuesto, pero si antes no hemos resuelto nuestros problemas de civilización y de descolonización, lo haremos en las peores condiciones. Reinventaremos la colonia, que se convertirá en supercolonia. La colonia original –la colonia griega, por ejemplo– puede emancipar a una sociedad. Pero también sabemos qué terrible potencial destructivo tiene la colonización. Hay que plantear, pues, la cuestión de los daños del progreso y enfrentar las consecuencias de esa reducción de la Tierra a nada. Cuando Hannah Arendt dice que progreso y catástrofe son “anverso y reverso de una misma medalla”, quiere decir que hay que analizar científicamente esta catástrofe de la compresión temporal. No podemos negarla. Una ciencia que esté a la altura de su reputación también debe analizar sus accidentes. Si no, ahí tenemos los Chernobyls. Y pronto tendremos los accidentes de la clonación. Lo que no significa que haya que detener el progreso. El progreso debe autocriticarse, sabiendo que la crítica es el fundamento de la ciencia. No he visto ciencia digna de ese nombre que no se critique a sí misma.
¿Se impone pues una ecología de lo virtual, de las imágenes y del progreso?
–Mi primer libro, La inseguridad del territorio, era un ensayo peculiar sobre la situación actual del espacio y del tiempo. La relatividad demuestra que, a cierta velocidad, el tiempo y el espacio se dilatan. Mi trabajo en Velocidad y política iba en el mismo sentido: redefinir el espacio-tiempo de la modernidad. No sólo en la ciudad sino también a través de los medios de transporte, y la guerra. Me permito recordar que la guerra es algo que siempre sucede en algún lado. Dado que no sabemos quién es el enemigo terrorista y nadie reivindica su acción, lo único que podemos hacer es analizar el lugar en el que actúa, su campo de operaciones. Pero ¿dónde? ¿Cuál es ese lugar? El subte, las torres, los teatros, los colectivos, los aviones. Tomemos el ejemplo del subte. En la Segunda Guerra Mundial, el subte servía de refugio antiaéreo. Hoy las peores atrocidades suceden en el subte. Pensemos en la secta Aum en Tokio o el último atentado en Moscú.
¿Por qué Ciudad pánico? ¿Porque de aquí en más todo el mundo teme el accidente en cualquier parte y en cualquier momento?
–Con este agravante: la posibilidad de que en el futuro haya atentados al estilo Chernobyl. Ya dije que Chernobyl fue un accidente del tiempo, elprimero de su género. Porque el Titanic se hunde en un sitio determinado y listo, y lo mismo sucede con un terremoto. Pero en Chernobyl el accidente sigue durante décadas... Nadie sabe, en realidad, cuánto. Aquí lo que se ha accidentado es el tiempo, la duración. El espacio-tiempo ha sido irradiado. Y es inevitable que algún día los terroristas utilicen eso. ¿Se imagina tener que evacuar París por una bomba química o radiactiva? Pensemos en el impacto de los atentados contra el World Trade Center. ¡Y sólo fueron dos torres! Imagínese un atentado así contra una ciudad...
Si la situación es tan trágica, ¿por qué no hay ninguna resistencia?
–Porque vivimos en la época de la promoción: todo va muy bien, todo va mejor que ayer, la expectativa de vida crece... La propaganda del progreso se ha vuelto tan grave como la propaganda ideológica; la ideología del progreso sin fin es tan aberrante como las ideologías del totalitarismo. No tengo nada contra las nuevas tecnologías, pero no soporto que se las promueva. Es hora de que el progreso se autocritique, y no sólo a nivel ecológico –ya hay partidos que se ocupan de eso– sino a nivel escatológico. La eficacia y la naturaleza del progreso crean una hiperfragilidad que suele ser muy utilizada por el terrorismo. Los terroristas no necesitan bombarderos, ni portaaviones, ni artillería, ni tanques; les basta con utilizar la fragilidad de la ciudad, donde todo está concentrado. Si existe la posibilidad de generar un miedo absoluto -destruir a un millón de personas, por ejemplo, o arruinar toda una región durante cien años–, basta simplemente con reactivarlo constantemente para crear una tiranía del miedo.

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