Domingo, 20 de junio de 2004 | Hoy
ARQUITECTURA
Irónicamente, la mujer que está revolucionando la arquitectura es iraquí. Después de años de ganar concursos y no poder construirlos por el machismo que empapa al gremio, Zaha Hadid finalmente empieza a ver sus obras realizadas. Y los arquitectos del mundo se rinden a sus pies.
Ver a Zaha Hadid atravesar un cuarto enfundada en sus calzas negras Issey Miyake
y foulard roja enredada como serpiente al cuello, encabezando una cohorte de
asistentes que revolean los teléfonos mientras intentan mantener el paso
“que no, que Zaha está ocupada”, “pero le digo que
sí, que ella insiste en que hay que tirar abajo esa pared”, “que
si no sacan esos mamarrachos de su edificio se toma el primer avión de
la mañana”, “que la perspectiva es mediocre, patética,
sí, ésas son sus palabras”, “que hay que recomenzar
y punto”, es una experiencia singular, como si bajo nuestros pies la tierra
se abriera y el tiempo enloquecido avanzara y retrocediera como una pelotita
de pinball.
Ése el efecto Zaha.
Y así como la luz viaja más rápido que el sonido, con Zaha
primero se tiene una visión, una descarga, y minutos más tarde
se escucha el trueno: “No quiero construir un jarrón para las flores
de otro”. O: “No formo parte de la hermandad de los arquitectos,
ni salgo a navegar con ellos, ni frecuento sus clubes”. O: “No he
podido construir proyectos de concursos que he ganado básicamente por
el monumental racismo y machismo que aún impera en nuestro planeta”.
O: “La mayoría de lo que se construye en el mundo no está
realizado por arquitectos. Tenemos esa asignatura pendiente: ocuparnos de construir
el mundo. Cuando hayamos realizado el 70 por ciento de los edificios del mundo,
creo que viviremos mejor”.
Haga una lista de todas las mujeres arquitectas que recuerde, al azar, con calma.
Cien a uno a que no se le viene ninguna a la mente. Pregunte, tómese
su tiempo, a lo sumo le hablarán de una Denise Scott Braun asociada y
a la sombra de Robert Venturi. Hasta aquí el panorama de la arquitectura
era un vestuario de fútbol. Pero una iraquí, nacida en Bagdad
en 1950, está cambiando las cosas: finalmente Zaha Hadid pasó
de ser una “arquitecta de papel” –como despectivamente la
llamaban quienes pensaban que sus trabajos eran imposibles de levantar–
a ser la primera mujer en obtener el codiciado Premio Pritzker en arquitectura,
el equivalente a un Premio Nobel. Y lo que inspiró al gran Frank Gehry,
ganador del mismo premio en 1989, a declarar fuera de sí: “Hadid
es la arquitecta más joven y con la trayectoria más clara y contundente
que se ha visto en años”. Así la arquitectura, el último
bastión del supermacho creador, una profesión conformada según
Zaha por “hombres que miran por la ventana cuando me hablan, como si no
pudieran sostener la mirada de una mujer”, siente sus cimientos tambalear.
I
El de Hadid es un modernismo de navajas afiladas y la corta lista que ostenta
de obras construidas habla más de la timidez de los clientes que de la
improbabilidad de sus formas antigravitacionales. Angulos agudos e impredecibles,
diagonales desafiantes, yuxtaposiciones de espacios, estratificaciones, pisos
fracturados, agujas de vidrio y hormigón que parecen criaturas indomables.
Hay algo geológico en sus proyectos, formas de un mundo de cristal o
capas terrestres que se desplazan. Porque Hadid, más que pensar en insertar
un objeto en el paisaje desnudo, parece estar pensando en crear el paisaje,
en abrir un espacio que ni siquiera sabíamos que estaba ahí.
Constructivismo, suprematismo, deconstrucción (su trabajo fue incluido
en la exposición del MOMA de 1988 “Arquitectura Deconstructivista”)
son términos aplicados e influencias visibles en la arquitectura de Zaha.
Pero Aaron Betsky, en un libro que recopila el trabajo de la artista, sintetiza:
“Desnudo descendiendo una escalera de Duchamp es el abuelo de Zaha”,
y establece así su pertenencia a una estirpe de artistas que ha hecho
volar los objetos por el aire, imaginando obras que al diseccionar el movimiento
se vuelven imposibles de contener dentro de una forma estable. Para entender
a Zaha Hadid, primero hay que reconocer lo apretado del término “arquitecta”
para una mujer cuyas obras son un fluir entre el mundo del arte, las ideas,
el diseño, el dibujo. Zaha funciona más bien como un artista renacentista.
Por eso sus dibujos, entre constructivos y futuristas, son su terreno de exploración,
una “forma de entender el espacio”. Pero para el ojo sin entrenar
ellos se levantan como un paisaje de ciencia ficción, bocetos trazados
desde de un helicóptero que baja en picada. “Los dibujos no llegan
a tomar el control de proyecto, sólo aportan información sobre
el mismo”, explica Zaha que también reconoce que han sido fundamentales
en una carrera que durante veinte años tuvo que soportar las cavilaciones
de sus pares quienes, temerosos ante lo nuevo, repetían que los diseños
eran brillantes –dignos de una exhibición– pero inútiles.
II
El padre de Hadid, un industrial y político acaudalado,
fue durante un tiempo el líder del Partido Nacional Democrático
de Irak, proyecto que se extinguió con la toma del poder del partido
Baas en 1963. Aun así los Hadid se quedaron en Bagdad el tiempo suficiente
como para verse convertidos en una de las pocas familias de la ciudad que no
colgaron una fotografía de Saddam Hussein en su hogar. Hace treinta años
que Zaha no visita Irak, pero cuando mira para atrás reconoce que su
interés por la arquitectura surgió de la visión de las
alfombras persas y de los intrincados diseños de los tejidos de su juventud.
Hadid llegó a Londres a los 20 años y fue admitida en lo que el
príncipe Carlos denominó “la academia Frankenstein”:
la radical Architectural Association. La AA estaba compenetrada en una lucha
contra la mediocridad de la arquitectura de posguerra y fomentaba en sus alumnos
los proyectos delirantes como una forma de redescubrir el espacio. Para sus
detractores, la AA era una burbuja para niños ricos que podían
darse el lujo de pergeñar proyectos imposibles amparados en nubes de
teorías. Pero bajo Alvin Boyarski, el grupo de arquitectos que salió
de la AA –Daniel Libeskind, Bernhard Tschumi, Nigel Coates, entre otros–
conformó la generación más experimental de las últimas
décadas. Cuando se graduó en 1977, el gran Rem Koolhaas, que había
sido su tutor, llamó a Zaha “un planeta con su propia e inimitable
órbita”.
En la década del ‘80 Hadid ascendió a las primeras filas
de la arquitectura internacional empecinada en crear edificios que absorbían
del constructivismo ruso de los años 20. Malevich había escrito
en 1928: “Sólo podremos percibir el espacio cuando nos liberemos
de la tierra, cuando el punto de apoyo desaparezca”. En su diseño
de 1983 para el Peak Club de Hong Kong (ganador del primer premio, pero nunca
llevado a cabo), Zaha puso en práctica estas ideas en un edificio que
parece colgar de un acantilado en una serie de pisos escalonados. El proyecto
es una geología suprematista fracturada por un sismo, una proyección
isométrica que explota: como naves espaciales o satélites suspendidos
en la roca. O como un cuadro de Malevich al que un tren le ha pasado por encima.
Para los años 90 Hadid se había establecido como: a) la mujer
arquitecta más prestigiosa del mundo; b) la visionaria que nunca lograba
construir. Ganaba todo –hasta cuatro concursos al año–, pero
después las cosas quedaban en el papel. Hadid se volvió entonces
una arquitecta de culto en Inglaterra –su país de adopción–
y curiosamente un lugar donde hasta hoy no tiene nada construido. Una serie
de escollos y políticas culturales confusas han marcado su carrera: en
1994 ganó un concurso para la Opera de la Bahía de Cardiff en
Gales, pero los empresarios se molestaron, no querían darle el proyecto
a una extranjera y terminaron cediendo el terreno para una cancha de rugby.
“Acá nadie cree en lo fantástico. No lo ven como una dimensión
posible”, dijo Zaha y se marchó. Recién ahora, para finales
del 2004 Gran Bretaña tendrá su primera Zaha: un centro para el
cáncer en Kirkaldy, Fife, que es parte de una serie de Centros Maggie
en Escocia encargados por Charles Jenck en homenaje a su mujer que falleció
de cáncer: nada menos que Frank Gehry y Daniel Libeskind construirán
los otros dos restantes.
III Hace un año
Zaha terminó el Rosenthal Center, un espacio de arte contemporáneo
en Cincinnati, Ohio. Como cajones de una cómoda, los cuadrados del edificio
de siete pisos se apilan desencajados. Hadid usa el término “alfombra
urbana” para explicar cómo el espacio exterior y el interior se
funden ahí mediante un pasadizo de hormigón que de la calle ingresa
al lobby para finalmente curvarse a lo rampa de skateboard o última gran
ola. Adentro, una inmensa escalera confeccionada por un constructor local de
montañas rusas (detalle que a Zaha le encanta repetir). “La arquitectura
es fundamentalmente un refugio. Por eso la idea es atraer a la gente, empujarla
hacia adentro, cobijarla”, dice ella. Hay un segundo concepto que se materializa
en el Rosenthal Center y es la idea de antigravedad. Como en aquel cuadro de
Magritte, La batalla de Aragón, donde una gran roca aparece suspendida
en el aire como nube sobre un pueblito: porque el edificio genera la sensación
de liviandad y pesadez, toda de golpe, y en una misma masa. Es una obra sofisticada,
alejada de los proyectos más alucinados de Zaha, el primer museo norteamericano
construido por una mujer y lo que el New York Times llamó “el edificio
más importante construido en América desde la Guerra Fría”.
Los habitantes de Cincinnati esperan que la construcción haga en la ciudad
lo que el Museo Guggenheim hizo en Bilbao. O para ser más justos, lo
que la Estación de Bomberos de Vitra, construida por la misma Zaha en
1993, hizo por el perdido pueblito alemán de Weil am Rhein donde cada
año unos 60.000 groupies arquitectónicos visitan el ya mítico
primer edificio de Zaha Hadid.
La Estación de Bomberos de la fábrica de muebles Vitra fue no
sólo la primera sino también, y durante muchos años, la
única obra construida por Zaha. Un edificio de forma prismática
que parece haber sido arrancado con la mano de los ladrillos del edificio contiguo.
Es una construcción que está alerta, potencialmente a punto de
lanzarse a la acción. “¿Qué se siente al estar en
un espacio en el que el movimiento parece haberse congelado?”, fue la
pregunta inicial que disparó la idea de crear una erupción horizontal.
Casi diez años después, en Innsbruck, Zaha construyó la
rampa de salto de Bergisel inaugurada en 2002. Fue un empujón para un
centro que alguna vez había sido sede de las Olimpíadas de invierno,
pero que, entrados los ‘90, ya no podía estar a la altura de reglamentos
internacionales: los esquiadores saltaban cada vez más lejos y el sitio
tuvo que ser rediseñado. Una cobra, una taco aguja, un palo de golf,
así llaman los visitantes a esta torre portentosa que se levanta entre
las montañas heladas.
Hadid se inclina hacia el constructivismo tardío de un Leonidov, un artista
marginal que propuso un repertorio de sistemas formales a utilizarse de maneras
imprevistas. El Lissitzky también resuena en las ideas de Hadid, en especial
cuando éstas reflexionan sobre los lugares de exhibición de arte.
El ruso decía: “Los museos parecen zoológicos. Los visitantes
son arreados por miles de bestias diferentes al mismo tiempo. Intentaré
un espacio donde los objetos no ataquen al espectador”. En Roma, Zaha
está construyendo el Centro Nacional para el Arte Contemporáneo
con salas que podrán –como Rastis– engancharse y desengancharse
dependiendo de las obras a exhibir.
Hace unos años un diario inglés la llamó “la diva
de la arquitectura” y ella bramó: “¿Acaso me tildarían
de diva si fuera un hombre?”. Pero las ideas fuertes terminan por hacerse
respetar. Y después de años de no lograr construir nada, de repente
Hadid está por todo el mapa. Sus proyectos futuros incluyen la planta
de BMW en Leipzig, un centro para la ciencia en Wolfburg, la Terminal del Ferry
en Salerno, algo llamado Soho City en Beijing y además es una de las
cinco finalistas seleccionadas para llevar a cabo el proyecto de la Villa Olímpica
2012 en Nueva York.
Hay quienes piensan que quizás este Premio Pritzker sea la señal
de que Zaha ha pasado de ser una persona difícil a ser una más
del establishment. Pero no sería algo de esperar, después de todo,
como ella misma dice: “Sí, seguramente habría tardado menos
en construir si me hubiese humillado, si hubiese negociado un poco más.
Pero nunca lo creí necesario”. Lo importante para Zaha era construir
un gran edificio. Lo podría haber hecho antes, pero ¿qué
apuro había?
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