Dom 29.08.2004
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PáGINA 3

Quedan las brasas

El 3 de julio falleció en París Hersch M. “Coco” Gerschenfeld, científico e investigador argentino de renombre internacional. Profesor de la Facultad de Medicina de la UBA, se había exiliado en 1966, con la Noche de los Bastones Largos, y había llegado a ser director del Laboratorio de Neurobiología de L’École Normale Supérieure de París. Marcelino Cereijido fue su discípulo y amigo.

POR MARCELINO CEREIJIDO

Intentaré dar una idea de quién fue Hersch M. Gerschenfeld sin recurrir a una aburrida síntesis curricular. Tal vez resulte más eficaz si explico que con sus descubrimientos de transmisores sinápticos, receptores de serotonina, potenciales de calcio y cascadas de señales que modulan las corrientes iónicas, aprendía qué dice una neurona a otra (diálogo básico del que depende la función del sistema nervioso) y sus resultados hoy figuran en todos los tratados de su especialidad. Cuando los premios Nobel se referían a él lo llamaban cariñosamente Coco, y cuando un científico joven pasaba a llamarlo por ese apodo se sentía como ingresando en el club de los elegidos.
Basten algunas anécdotas pequeñas y antiguas para bosquejar su cálida personalidad. Allá por 1957 era profesor en la Facultad de Medicina de la Universidad de Buenos Aires y subía de su laboratorio del tercer piso a tomar un café en el sexto que era parte de nuestro Departamento de Fisiología. “¿Y, che? ¿Cuándo va a rendir ese bendito examen de Obstetricia?”, me preguntó Eduardo Braun Menéndez, refiriéndose a la última materia con cuya aprobación me recibiría de médico. “Es que me resulta dificilísimo recordar las maniobras para las versiones internas. ¿Se imagina, doctor, tener que memorizar la Maniobra de Mauriceau-Veit-Smellie Invertida?”, lamenté, refiriéndome a uno de los tantos manipuleos del partero para extraer un feto atascado. Entonces, pocillo de café en mano, Coco, que había rendido la materia una década atrás, empezó a describirnos la salida de una pierna, los grados de giro durante el asomo de la pelvis, la tracción sobre el maxilar inferior que ejercía el obstetra, la progresión del torso por el canal del parto... Quedamos alelados. “¡Cómo puedes recordar al dedillo semejante embrollo!”, alcanzamos a balbucear. “Es que la uso diariamente para bajarme del 60”, desestimó.
Otra vez cenaba en nuestra casa un economista que acababa de regresar de una misión a los países del Africa para ver qué comercio bilateral podían establecer la Argentina. “Los días que pasamos en Bujumbura...”, contó, a lo cual varios nos sinceramos de no tener la menor idea de dónde quedaba Bujumbura. “En Burundi. Es la capital”, agregó. “Burundi en realidad fue creado como una expansión de Nkroma central por el rey Ntare Rushatsi hace como un siglo y medio”, explicó Coco: “Dominan los tusi, pero también tiene minorías que hablan rundi y algo de swahili”. Como con Coco nunca se sabía, fui a hurtadillas a consultar una enciclopedia: sólo figuraba el reino de Burundi, la capital Bujumbura y su ubicación en el mapa. Luego, en un aparte, me confesó que, en efecto, había estado bromeando, prueba indudable de que no era así. Lo constaté al día siguiente en un anuario, y cuando se lo comenté, sólo balbuceó: “Estás atrasado; no tienen rey, acaban de destituirlo”.
Corría el año 1966. Cuando aparecía algún petulante lo hacía víctima del escarnio sin sentir culpa alguna. A quienes contaban afectadamente sus visitas a las iglesias de San Vitale di Ravenna o San Petronio di Bologna, Coco les preguntaba qué les había parecido la colonnat de San Divieto di Sosta. Si el caradura se regodeaba en el recuerdo, le inquiría su opinión sobre los frescos que ilustraban la vida de San Divieto. Y mientras la víctima se explayaba, uno no sabía cómo ocultar la risa: “divieto di sosta” quiere decir literalmente “prohibido estacionar”, cartelito que seguramente el viajero había visto en más de un lugar de Italia.
La ciencia moderna ha partido a la humanidad en un Primer Mundo que investiga, crea, produce, vende, decide, dicta, impone, censura, invade, y un Tercero que viaja, se comunica, viste, cura y mata con vehículos, ropas, medicamentos y armas que han inventado los del primero. Y, por supuesto, al hacerlo se anega en deudas impagables, desocupación, miserias, hambre e ignorancia. Pero la ciencia moderna plantea una situación tristemente insólita: si a un país le faltan alimentos, combustible o caminos, no duda un instante en señalar correctamente cuál es el déficit. En cambio, si le falta ciencia, no está capacitado para advertirlo. Por eso los países del Tercer Mundo se atrapan en la situación del menesteroso que no manda a sus hijos a la escuela y los condena a la miseria. Argentina es un caso difícil: a principios del siglo pasado estaba ensamblando un aparato educativo para que fueran los argentinos quienes más conocieran de la Argentina y fundaba colegios, universidades, museos, observatorios, institutos, teatros, pero hace siete décadas que viene resbalando hasta ubicarse en el nivel de las sociedades que no entienden que el principal producto de la ciencia es un ser humano que sabe y puede.
No puedo olvidar que cierta vez, en la Universidad de Harvard, donde Coco desentrañaba los secretos de las sinapsis neuronales, un argentino con una posición por demás prestigiosa tuvo la mala ocurrencia de referirse a la sociedad argentina despectivamente y usó al mismo Coco como ejemplo de las desventuras nacionales. Entonces, el gran Hersch Gerschenfeld le explicó que en muy pocas sociedades del planeta un judío culorroto (Coco dixit) como eran él y su familia cuando lo trajeron a los dos o tres años de Polonia, pudiera haber recibido una educación completamente gratuita de un nivel que lo había ubicado, también con beca argentina paga, en una universidad del Primer Mundo.
Sí. Se nos fue Coco. Pero según él, en Argentina aún quedan las brasas del fuego que lo había forjado. Y Coco jamás se equivocaba.

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