PáGINA 3
El nombre de Esmé Percy, actor inglés de carácter, tal vez sólo sea recordado, entre quienes nunca lo vieron en el escenario, por los cinéfilos más memoriosos: su inquietante presencia anima Murder, un film de Hitchcock de 1930.
Allí encarnaba a un acróbata de circo que ocultaba su condición de mestizo, metáfora (para la censura de la época) de una homosexualidad que el actor se las ingeniaba para sugerir con cada gesto y ademán.
En la vida privada, Percy sentía devoción por los perros. Hizo instalar en Hyde Park, a sus expensas, cantidad de bebederos a una altura apropiada para sus amigos sedientos. Su propio perro, tal vez ingrato, acaso celoso, respondió un día a las atenciones de su amo mordiéndolo, arrancándole un ojo.
El médico que atendió al actor lo oyó repetir en medio del llanto: “My poor dog, my poor poor dog...”
Años más tarde, actor en la compañía de John Gielgud, Percy se divertía asustando a las jóvenes actrices: dejaba caer en medio de la representación su ojo de vidrio y les pedía, en un aparte, que lo ayudaran a buscarlo por el piso; ante la ira y las amenazas de Gielgud, aceptó usar un parche, pero muy pronto su temperamento se impuso a ese pudor: se las ingeniaba para que el ojo se soltase y quedara colgando del elástico del parche.
Una de aquellas jóvenes actrices recuerda que era “como actuar con un Picasso vivo”.
Esta anécdota pertenece a Museo del chisme, el libro (distribuido por Emecé en estos días) en el que Edgardo Cozarinsky reúne un ensayo sobre el tema y una galería de anécdotas recopiladas a lo largo de los años de fuentes diversas.
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