Domingo, 16 de julio de 2006 | Hoy
PáGINA 3
Por Mauro Libertella
Evocarlo, a días de su muerte, no es un ejercicio de lo imposible, porque del último Syd Barrett algo habíamos aprendido y eso era su ausencia. Ahora que no está, ahora que su cuerpo ya no sostiene las pesadas cuerdas del mito viviente, podemos mirar atrás y desentrañar al Barrett que nos devuelven las ajadas fotos en blanco y negro.
El hombre que hace diez días moría en su casa de Cambridge había nacido en 1946 con el nombre de Roger Keith Barrett. Dice la leyenda que la primera charla que entabló con Roger Waters y David Gilmour fue una discusión por un acorde de un estribillo de los Rolling Stones, que cada uno interpretaba a su modo. De esos años sobrevive en la memoria de sus amigos la postal de un Barrett carismático, hiperactivo y de un genio salvaje. Cuando armaron una banda, incorporando a Richard Wright y a Nick Mason, a la que nombraron Pink Floyd, Syd Barrett se autoerigió como líder absoluto del proyecto. Vistas en perspectiva, como en una maqueta, podemos pensar las distintas etapas de Pink Floyd como la sucesión de sus líderes totalitarios, y la era Barrett ocuparía sin dudas el lugar de la implacable psicodelia de época. El magnetismo de esa nueva música se desparramó tímidamente pero con fuerza por el Reino Unido, y en 1967 entraron en los estudios Abbey Road para grabar su primer álbum, The Piper at the Gates of Dawn. Hoy, a casi cuarenta años de aquel disco, compuesto y grabado en la euforia del Swinging London, lo escuchamos como la cristalización más perfecta del rock psicodélico.
Los años que siguieron a ese disco, el único de Barrett con la banda, han sido narrados e interpretados desde todos los ángulos. Y lo cierto es que, mientras Pink Floyd crecía hasta niveles planetarios, Syd Barrett se derrumbaba. Su “expulsión” de la banda es conocida y Waters lo resumió en pocas palabras: “Un día, yendo a un show, simplemente no lo pasamos a buscar”. ¿Cuál hubiera sido la historia de haber seguido Syd en Pink Floyd? No lo sabremos, porque el destino quedó cerrado aquella tarde en que Gilmour subió a reemplazarlo. Según la psiquiatría del momento, el líder del grupo padecía “esquizofrenia agravada por episodios paranoicos”, y la experimentación casi diaria con LSD no hacía más que profundizar sus diálogos con el abismo. Ya en la década del ’70, algunos quisieron ver en la desintegración de Barrett el derrumbe de toda una generación. Porque Syd Barrett, ese artista que supo transmutar en obra el imaginario de una época, compuso dos discos solistas maravillosos, con los que se cierra su producción, y que tal vez hayan sido de las más profundas puñaladas al a veces ingenuo sueño dorado de los ’60. Primero llegó The Madcap Laughs, de 1970, que grabó con la colaboración de David Gilmour en unas atormentadas sesiones cuya verdadera naturaleza quedará guardada para el anecdotario del rock. El último disco de Syd fue Barrett, un puñado de canciones estremecedoras, que presagiaban el fin, y una bella portada ilustrada por él mismo. Pero para ese entonces su situación era insostenible. Las fotos de aquella época lo muestran con la mirada difusa, perdido en una realidad que se le hacía cada vez más caótica. Entonces se recluyó en casa de su madre y el encierro se prolongó por tres décadas. Jamás concedió una entrevista, no volvió a grabar una sola canción y muy pocas veces se lo vio en la calle. Hace unos años circuló una foto impactante: era un Syd Barrett gordo y pelado, andando en bicicleta por un barrio arbolado. Mirándola detenidamente se podía, sin embargo, reconocer los mismos ojos que Waters describió como “agujeros negros en el cielo”.
Si bien en los últimos 30 años su madre y los vecinos del barrio lo protegieron de los fotógrafos y los obstinados fanáticos, todos los días llegaban chicos y chicas hasta su puerta buscando en él el instante dilatado del estallido psicodélico. Porque muchos fuimos, en todos estos años, buscadores de utopías: quisimos ver en el cuerpo envejecido de Barrett los últimos resplandores de un sueño añejo, que se fue transformando con el tiempo en una impenetrable red de mitos. Y el mito, la leyenda, ese diseño fantasmal que excede y oculta a la obra, construido con la endeble y esquiva materia con que está hecho el deseo, no estaba en esa casa. En esa casa de Cambridge estaba Roger Keith Barrett, que murió el viernes 7 de julio a los 60 años, y que alguna vez, en una bella canción, escribió: “Por favor, tiéndanme una mano: soy solamente un hombre”.
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