Domingo, 16 de julio de 2006 | Hoy
HOMENAJES > A 20 AñOS DE LA MUERTE DEL MONO VILLEGAS
A mediados de los ’50, cuando sus primeras grabaciones le ganaban una muy buena reputación en el panorama musical argentino, el Mono Villegas viajó a Nueva York como la gran promesa del jazz. Los dos discos que grabó para la Columbia –Introducing Villegas y Very, Very Villegas– justificaban las expectativas. Pero algo pasó: una oferta descabellada, un gesto de dignidad, y Villegas terminó de vuelta en Buenos Aires, para convertirse en el personaje mítico que hoy, a 20 años de su muerte, todos recuerdan. A continuación, aquella historia que marcó el comienzo de su leyenda.
Por Sergio A. Pujol
Gato Alvarez se fue poco antes de 2001, empujado por la malaria económica que ya despuntaba. Se instaló con su mujer y su hijo en Cicero, en los suburbios de Chicago. Allí rehízo su vida, entre trabajos a destajo –nada parecido al boliche de jazz que supo regentear a principios de los ‘90, pero así es la vida–, nuevos amigos que querían saber de la Argentina y viejos amigos que querían que Gato volviera cuanto antes, aunque este deseo nunca se materializó en propuestas laborales concretas. Mientras tanto, Gato sigue su vida americana. En los tiempos libres, sale a la búsqueda del jazz, su gran berretín, y lo encuentra en seguida, claro, en el Green Mill de Lawrence & Broadway –un club legendario– o, más bizarramente, en esas tiendas de vinilo, donde el compacto es una oferta marginal, una especie suplente del verdadero sonido analógico. Tanto por sus disquerías como por sus escenarios, Chicago sigue siendo uno de los centros neurálgicos de una música descentrada.
La otra tarde, en Rycle’s Records –una tienda de usados de la avenida Milwakee que Gato suele visitar sediento de rarezas y músicas extraviadas–, nuestro amigo sintió que le saltaba el corazón cuando sus dedos encontraron, en medio de LPs de todos los tiempos, un álbum del Mono Villegas, de cuya muerte, si mal no recordaba, estaban por cumplirse 20 años. (Luego lo verificó: los pianos argentinos se enlutaron el 10 de julio de 1986.) La pieza casualmente hallada era el segundo y último disco que el pianista había grabado en Nueva York para la Columbia, hacia fines de los años ’50: Very, Very Villegas, con su “guaranteed high fidelity”. Gato sabía de la existencia de la grabación, pero nunca la había visto ni escuchado. Como un souvenir del pasado, ahora se hacía presente del modo más extraño, ocupando el lugar del tango: el lugar de la nostalgia, del terruño que se extraña. Pagó 3 dólares por el robusto vinilo –los primeros long-plays eran un poco más ligeros que los discos de pasta, pero bastante más pesados que los que vendrían más tarde– y corrió a su departamento a escucharlo.
Respaldado por los históricos Cozy Cole en batería y Milt Hinton en contrabajo, Villegas tocó en esa ocasión mejor que nunca (para Gato, ese nunca eran los discos de Trova de los ’60 y ’70 que alguna vez tuvo y traspapeló; es decir, los discos del futuro, los que Mono aún no había concebido, con los que ni siquiera soñaba cuando su proyecto era permanecer en Nueva York, sorprendiendo a los parroquianos del Café Bohemia y a otros enterados de la música improvisada). Empezando con “Jelly Roll Blues” (de Morton) y cerrando con “Western Reunion” (de Mulligan), Mono historiaba el jazz desde el piano, con una visión muy personal. Según el panegírico de la contratapa, el nuevo trabajo del argentino en Estados Unidos acrecentaba los logros de Introducing Villegas, el disco del debut. “Hay un poco de todo en todo lo que ensaya Villegas, y aun cuando conscientemente adapta referencias de otros músicos, él siempre suena diferente.”
Gato pensó que ese “sonar diferente” era no sólo una marca de nuestro pianista, sino también una exigencia de la época de oro del jazz. Hoy para sonar diferente se parte de composiciones originales: un compás de zamba o un aire tanguero sellan la identidad del músico, en ese magma de influencias entrecruzadas llamado jazz contemporáneo o jazz del siglo XXI. Pero en tiempos de Very, Very Villegas, cuando a nadie se le pasaba por la cabeza la idea de un jazz argentino –ni de uno italiano, alemán o francés, por caso–, la diferencia era una cuestión de décimas de segundo, de una coma aquí o allá, un acorde levemente adelantado al beat o un tempo rubato: el estilo personal se recortaba sobre un estilo general (swing, bebop o lo que fuera), a partir de un repertorio de temas más o menos estable y de factura norteamericana. Se era diferente –o se intentaba serlo, cosa nada sencilla– tocando más o menos lo mismo que tocaban los demás. Se era diferente diciendo las cosas de otro modo, aunque ese modo no fuera necesariamente revolucionario. La palabra sorpresa tenía, entre sus varias traducciones, la acepción del jazz. Sorpresa era seguir tocando “Body and Soul” o “Night in Tunisia” sin aburrir, sin cansar.
El disco estaba llegando al final de su primer lado y Gato se perdió en una cadena de preguntas imposibles de responder con certeza: ¿quiénes habían escuchado a Villegas en su aventura neoyorquina, cuando entre 1955 y 1964 el pianista más indómito de la Argentina se entreveró con los grandes del género, algo parecido –salvando diferencias temporales e instrumentales– a lo que había hecho Oscar Alemán en la París de los ‘30? Y a propósito: ¿qué había escuchado aquel público norteamericano en Villegas, con qué se había encontrado, de qué se había sorprendido? Gato también fantaseó con el derrotero del disco que estaba sonando. Las cosas podrían haber sucedido más o menos así: un joven neoyorquino descubre a Villegas una noche en el Café Bohemia. Luego compra el disco. Y se queda esperando el tercero que nunca llegará. Dos generaciones más tarde, alguien –acaso el nieto de aquel oyente– sale a vender la colección de discos del abuelo. Sabe poco de jazz, nada de Villegas. Por Kind of Blue de Miles Davis –a ése sí lo conoce, quién no– le pagan bastante bien: es la primera edición del disco de jazz más vendido de todos los tiempos. Pero ¿cuánto puede valer ese de un tal Villegas? Su nombre no figura en ninguna enciclopedia de jazz, aunque el disco fue editado por la Columbia, igual que Kind of Blue. ¿Valdrá un dólar? ¿O medio dólar?...
Dejando de lado cierta curiosidad exótica –con excepción del francés Martial Solal y algún otro, a los Estados Unidos no llegaban ecos de pianistas de jazz extranjeros–, aquel comprador del disco del Mono seguramente se deleitó con su filoso swing –filoso y a veces un poco velado y lacónico–, su solvencia instrumental y esa zona intemporal, ni vanguardista ni tradicional, por la que discurría su piano. En el formato definitivo del trío de piano, contrabajo y batería, Villegas era singular, “very Villegas”, y ése era un valor muy apreciado. Cuando el formato instrumental aún no se había cristalizado del todo –en 1955 Bill Evans era un desconocido y en el trío de Peterson había guitarra, no batería–, el músico argentino lo justificaba plenamente, siguiendo con atención a sus inocultables maestros: Duke Ellington, Art Tatum y Errol Garner. También podía sumarse a la genealogía el bueno de Thelonious Monk, al que sin duda Villegas conocía pero que aún no admiraba. O al menos no tanto como a los otros. De cualquier manera, en el estilo Villegas de ese entonces se notaba el tránsito hacia una cosa más moderna, lo que era decir más disonante. El propio relato implícito en la selección de los temas sostenía la idea de una evolución en el jazz.
Sabía Gato que la estadía de Villegas en los Estados Unidos se había interrumpido drásticamente, cuando la misma compañía que le había dado una oportunidad internacional –en verdad la única que tuvo en toda su vida; o la única que aceptó tener, mejor dicho– castigó su renuencia a grabar un álbum con canciones de Ernesto Lecuona. Villegas había viajado a Norteamérica para tutearse con el jazz, no para pedir permiso en castellano. El estereotipo del buen latinoamericano –versión imperialista del buen salvaje– estaba en su apogeo, y si el argentino quería tener alguna chance de seguir el brillante camino de aquellos discos tenía que adecuarse, al menos por un rato, a ese estereotipo. No le pidieron que se vistiera de gaucho, como les había pasado a los tangueros en los cabarets parisinos de los ‘20 y ‘30, pero sí que rindiera homenaje al gran compositor de la música cubana que acababa de fallecer. Inútil aclarar que él era argentino, no cubano. Y, sobre todo, pianista de jazz, no de son, por más admiración que pudiera despertarle la obra de Lecuona. Pero no hubo caso. Y a menos de un año del malentendido, Villeguita, como lo llamaban en su juventud, estaba de vuelta en la Argentina, ahora tocando con Jorge López Ruiz en contrabajo y Eduardo Casalla en batería.
Cuenta Nano Herrera que en 1964, cuando empezó a tratarlo, el Mono era prácticamente desconocido en Buenos Aires. Habían transcurrido nueve años de su partida y una nueva generación de músicos había tomado la posta. Algunos ni siquiera habían oído hablar de él. Otros lo creían retirado, gozando de una mitología modesta. Unos pocos sabían de sus glorias trashumantes. Sin embargo, había vuelto en un buen momento. Alfredo Radoszynski le ofreció grabar Enrique Villegas en cuerpo y alma, el primer disco de la segunda –y definitiva– etapa argentina. Perdidos o escondidos en las arcas de los coleccionistas, los discos de 78 revoluciones, los acetatos con los Rhytmakers y Bebe Eguía y los tempranos microsurcos de Music Hall que le habían dado una cierta fama antes del viaje nunca volverían a reeditarse. Para muchos –para casi todos– Villegas sería el pianista de los ‘60 y ‘70. El mejor de su tiempo, el más original, el menos apegado a los modelos. El que podía ser diferente tocando el más trillado de los standards o agregando, de vez en cuando, alguna página olvidada o, al contrario, algún éxito del momento. O el que se atrevía a experimentar más allá de cualquier convención: “Caminito” devenido blues, Chopin apenas jazzeado, la música de Ellington con los músicos de Ellington (Encuentro, con Paul Gonsalves y Willie Cook), el free jazz –o algo así– junto a Ara Tokatlian, una zapada a cuatro manos con Gerardo Gandini o un mágico número de piano solo en “Solo Piano”, el ciclo de Manolo Juárez. Por lo demás, su nuevo trío con Oscar Alem (contrabajo) y Osvaldo López (batería) era una sociedad mágica de la que siempre podía esperarse alguna sorpresa.
Más inquieto que amable, encerrado en su mundo –un mundo infinitamente ensanchado por la música, el amor por el cine y unas pocas costumbres más-, el Mono Villegas era un personaje de Buenos Aires, después de haber sido la gran promesa de Nueva York. A veces, cuando le preguntaban por el pasado, relataba con gracia su infancia un tanto desahuciada, y cómo la música clásica primero y el jazz más tarde lo habían salvado de la melancolía crónica. Aseguraba haber sido el segundo pianista del mundo en tocar el concierto en sol de Ravel, el principal introductor de la música de Gershwin en el país –empezando por la Rhapsody in Blue– y uno de los fundadores del Bop Club de Buenos Aires. También contaba anécdotas en las que siempre aparecía peleando –en el mejor de los casos, polemizando– con folkloristas, tangueros y cantantes líricas. O historias de su amigo Macedonio Fernández.
Villegas no se cansaba de hablar, y si el tema era la música, lo hacía muy directamente. Elogiaba y denostaba por igual, sin esperar por ello ni premios ni castigos. Su voz rasgada tronaba en los foyers de los teatros, en los bares con música y en las tertulias amicales. Sólo el recuerdo de su experiencia norteamericana lo sacaba de quicio, revelando sus heridas y resentimientos: “Me negué a prostituirme y ya no puedo creer en nada ni en nadie. Antes creía en muchas cosas. Creía en la Columbia, cuando me contrató. Ahora es muy cómico que me vengan a preguntar qué sensación se tiene con el triunfo. ¿Qué triunfo? ¿Cuándo triunfé yo?”.
A dos décadas de su despedida –aseguran que lo último que tocó en vivo fue “Adiós muchachos”, entre irónico y extenuado–, el Mono sigue invicto en sus discos, que afortunadamente no son pocos. Hoy que tantos pianistas jóvenes nos deleitan y entusiasman, es bueno recordar que Villegas fue siempre nuevo. En compacto y en vinilo, siempre nuevo.
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