Domingo, 11 de febrero de 2007 | Hoy
PáGINA 3
Por Christopher Hitchens
Cartagena: nos ofrecen un buen almuerzo, para los escritores visitantes, en el hermoso museo naval de la ciudad de Cartagena de Indias, la antigua, amurallada ciudadela que es la perla de la costa colombiana. El propósito del banquete es probar las exquisiteces de “Macondo”: el dominio mágico-realista vívidamente traído a la vida por Gabriel García Márquez en Cien años de soledad. La invitación podría hacerse un año cualquiera, pero es justo ahora, a cuatro décadas de la publicación de la novela, y el museo —normalmente recargado de cañones de buques antiguos y otros equipos marinos— tiene un piso entero de pinturas y grabados consagrados a la descripción de escenas, habitantes y personalidades de la historia de García Márquez.
Para este lector, el episodio más impresionante de la saga Macondo fue la epidemia de insomnio que afligió a la aldea. Enloquecidos por la falta de sueño, y olvidando palabras elementales, los aldeanos al principio decidieron escribir los nombres de las cosas (tales como cuchillo o vaca) y atribuírselos a los objetos relevantes. Pero luego ingresaron a un nuevo estado de demencial falta de sueño, que los hizo olvidar cómo leer. De una manera de lo más agradable, Cartagena es todavía una ciudad que nunca duerme. Hay música, y varias formas discrepantes de empresas privadas, a todas horas.
¿De qué otra manera conmemorar el 40º aniversario de un siglo? Bueno, el propio García Márquez ya tiene 79, por lo cual se anuncia una competencia para encontrar a los 39 mejores escritores jóvenes en la América española, y los resultados tal vez se anuncien antes de que el viejo “Gabo” cumpla 80. 40 más 39 es 79. Para el caso, un tercio de 39 es 13. Mientras el mundo secular y literario se ocupa en estos cálculos, me doy una vuelta por la catedral de Santa Catalina de Alejandría. Una placa enorme, fechada en enero de 2007, me informa sin sentimentalismo que la vieja y encantadora iglesia ha sido restaurada por los buenos oficios combinados de Carlos Mattos Barrero y la “Hyundai Colombia Automotriz”.
El propio García Márquez flota por encima e incluso un poco más allá de estas preocupaciones locales. Su elegante casa cerca de las antiguas murallas está orgullosamente destacada, pero a él a menudo se lo encuentra en sus otras habitaciones, o bien en La Habana o en Los Angeles, y puede de hecho que sea la única persona viva que puede aparecer —o tal vez lo que quiero decir es “materializarse”— con igual facilidad en cualquiera de esas dos improbables ciudades.
Cartagena prefiere proponerse de cierto modo como algo más prosaico: como el centro poblacional más ordenado y normal de Colombia. Los habitantes de Cali y Medellín pueden haber vivido por décadas en un narcomundo de tensa vigilia y temor, y mis amigos en Bogotá me dicen que recién en los últimos meses del régimen de Uribe se han sentido seguros al irse a las afueras de la ciudad en auto por el fin de semana. Pero en Cartagena se supone que uno puede relajarse y dar un paseo en cualquier momento sin temor. Como probando esto último, está la tendencia de las nerviosas fuerzas policíacas y militares del gobierno colombiano a apostarse en posturas relajadas pero vigilantes en todas las esquinas de la ciudad en ocasión del festival literario anual de la ciudad, y mi propio pequeño evento público, ahogado por un ensordecedor helicóptero. Más tarde me enteré de que el vicepresidente había planeado asistir, y que la pesadilla del aparato de seguridad debía ser considerada teniendo en cuenta el hecho de que, en una fase temprana de su carrera, había sido larga y compulsivamente un huésped de Pablo Escobar.
Colombia sí tiene un producto que no tiene rival ni en pureza ni en abundancia, y mientras escribo estas palabras hay millones de personas en Occidente dispuestas a pagar muy buen dinero tan solo para adquirir un poco de este polvo mágico. Los Señores de Macondo decretaron hace mucho, de todas maneras, que sólo los criminales y los bandidos podrían participar del negocio. Nuestros propios políticos son inconsistentes en lo que respecta a todo lo demás, pero desde los tiempos de Richard Nixon han sido inmutablemente obedientes de las reglas de Macondo. En este lugar encantador, que en nuestra arrogancia consideramos más un problema que un país, uno puede ver el legado preservado y congelado de “la guerra contra las drogas” de Nixon e incluso el “Plan Colombia” de Bill Clinton. Intenten preguntar por qué se mantiene aún esta política a pesar de su evidente, repetido e inevitable fracaso, y por qué se le ha permitido envenenar a la sociedad con escuadrones de la muerte y corrupción y pobreza, y no recibirán respuesta. Eso es porque todos los involucrados están tan crispada y agitadamente alertas, y tan adictos al facilismo de la “tolerancia cero”, que lo han olvidado dichosa y completamente.
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