Domingo, 11 de febrero de 2007 | Hoy
TELEVISIóN > FISCALES Y ABOGADOS COPAN LAS SERIES
Con seis series en pantalla, los abogados y fiscales, que parecían haber tocado un techo con Ally McBeal, empiezan a desplazar a los médicos como protagonistas de las ficciones norteamericanas. Pero, ¿qué hay detrás de este afán de justicia en el que, por ejemplo, para que ganen los buenos hay que suscribir a la pena de muerte?
Por Hugo Salas
No hace tanto, ni siquiera diez años, los descabellados enredos de una abogada neurótica parecieron clausurar definitivamente las posibilidades del drama legal televisivo. A fuerza de hibridación con la comedia, el disparate incluso, Ally McBeal simuló cierto agotamiento del género, cuando en realidad no hizo más que traer una saludable oxigenación (del mismo modo que Los Simpson no marcaron el fin de la comedia familiar sino su reformulación). Basta con recorrer la programación de las señales de cable hoy día para advertir la renovada vigencia de esta ficción leguleya: Justice (Warner), In Justice (Sony), Boston Legal (aquí Justicia ciega, Fox), Close to Home (Warner) y en menor medida Medium (Sony; ahora Canal 9, más centrada en el período de instrucción que en el proceso judicial mismo), a las que acaba de sumarse esta semana Shark (Fox), protagonizada por James Woods.
En líneas generales, estas series se dividen en dos grandes grupos: de abogados y de fiscales. A diferencia de los respetables abogados televisivos de antaño, que buscaban la salvación del falso culpable o la redención del crimen menor, los defensores de la cultura estadounidense post-O.J. Simpson hacen cuanto pueden –bueno o malo, irreprochable o discutible e incluso legal o ilegal– para absolver a sus clientes. Los fiscales, por su parte, emplean todo los medios lícitos y transparentes a su alcance (con alguna desviación “menor”) para alcanzar la condena de todo sospechoso (siempre, ineludiblemente, culpable). Aunque las de abogados pudieran parecer cínicas, ambas resultan profundamente moralizantes: el bien y la verdad siempre están del lado de la fiscalía, de la represión (de allí la relevancia de la policía, como supo establecer la decana Law & Order). Todo aquel que es juzgado, en tanto la ley ha puesto sus ojos sobre él, algo habrá hecho.
Shark tensiona esta vieja oposición mediante una inversión sencilla: Sebastian Stark (traje a medida para James Woods) es un despiadado defensor que, tras el infortunado desenlace de uno de sus casos, decide pasarse de bando y trasladar al ámbito de la fiscalía su mefistofélico savoir faire. Fiscalía, de allí en más, hecha con los medios sucios, bajos y ruines de la defensa, justificada –desde ya– por la necesidad de impedir que los criminales “sigan entrando por una puerta y saliendo por la otra” (todo un sueño del vecinalismo argentino). De este modo, no hace más que aclarar algo que ya estaba presente en las demás: la verdad, aun supuesta en favor de la fiscalía, en realidad está al margen del asunto, no cuenta, a manera de lo que sucede en Justice, donde lo que “realmente” ocurrió se muestra al final como escena anexa, un suplemento, un resto que no hace a la cuestión.
Al drama legal de hoy le concierne pura y exclusivamente lo jurídico–procesal. En él, la administración de la ley tiene que ver con una serie de elementos específicos, teóricos y técnicos, cuyo manejo constituye una intriga per se. Su resultado no es la verdad sino un veredicto. Involuntariamente, el género desnuda así el punto en que el derecho, la ley y las instituciones no son la Justicia; es más: pueden ni siquiera parecérsele. Y no se trata de la posible existencia de una ley injusta (como fueran las leyes del apartheid) sino del punto en que el funcionamiento del sistema deja de lado, al margen, no sólo a la verdad sino incluso a la ley misma.
Los modos innumerables en que unos y otros, defensores y fiscales, manipulan en cada capítulo a los jurados (tanto en Justice como en Shark, por ejemplo, se ensayan los interrogatorios frente a jurados paralelos para medir el impacto que tienen en ellos las declaraciones de los imputados, como si fuera un estudio de mercado) plantean una inconmensurable aberración jurídica: lo que este sistema aplica no es la ley sino la sospecha, la primera impresión, el impacto emocional, el prejuicio. Así, por ejemplo, prostitutas, ladronzuelos, marginales o incluso simples adúlteros se convierten en testigos carentes de “credibilidad”, sin importar la verosimilitud de su testimonio (como ironizara magistralmente John Waters en el largometraje Serial Mom, donde la asesina, convertida en su propia abogada, logra impugnar el relato de una testigo denunciándola por no reciclar la basura).
En un país como el nuestro, donde algunas voces insisten con la implementación del juicio por jurados como la panacea al problema de la administración de justicia, estas series obligan cuanto menos a un alto. ¿Qué justicia podrá administrar un grupo compuesto por ciudadanos fustigados a diario con el latiguillo de la inseguridad? ¿Respetará el principio jurídico de que ante la duda corresponde la absolución o preferirá condenar “por las dudas”? La acendrada defensa del sistema de juicio por jurados sostiene, básicamente, que esto supone una democratización de la justicia, y es posible estar de acuerdo, siempre y cuando se acepte que la democracia, al menos según funciona en nuestros días, representa la sumisión del ámbito político y social al económico.
Esto resulta evidente en los dramas legales, donde merced a la necesidad del suspenso se ilustra y entiende el funcionamiento del ámbito jurídico en términos de juego. Y no cualquier juego sino un juego osado, descarnado y sobre todo –como corresponde al capitalismo– altamente competitivo, un sistema de producción y reproducción de la diferencia entre incorporados y excluidos. Sus protagonistas lo dicen todo el tiempo: la justicia es apasionante, y la sociedad neoliberal sólo puede entender la pasión según los términos de un juego donde unos ganan y otros pierden, la angustia de no “quedar afuera”. En realidad, más allá del acento purista y moralizante, la fiscalía y la defensa acatan las mismas normas: lo único que buscan es afirmarse, ganar, más allá de cualquier motivación segunda (una débil convicción de verdad –jamás exenta de ambiciones políticas–, en el caso de los fiscales; un ansia puramente económica, en el de los abogados).
El buitre se ha convertido en tiburón, y su lógica del juego apasionado, con altas dosis no sólo de suspenso sino ante todo de azar, se vuelve más difícil de digerir aun cuando se la piensa dentro de un sistema legal como el estadounidense, donde en varios estados se aplica la pena de muerte. De hecho, las series de fiscales Close to Home y Medium dan por descontado, con asfixiante asiduidad, que esta condena es el fin deseable y “justo” en numerosas oportunidades, poniendo al espectador en una curiosa encrucijada: si quiere que ganen “los buenos” (o, al menos, los simpáticos), debe desear la pena capital, y en aquellos casos en que la consiguen, los protagonistas se muestran satisfechos, felices incluso.
No sería del todo erróneo –aunque sí relativamente simplificador– pensar que estas series naturalizan la pena de muerte, la vuelven aceptable. No obstante, el hecho de que dentro de su propia lógica de juego irresponsable, con su alta cuota de azar, la muerte aparezca como resolución posible, con toda su crudeza e irreparabilidad, opera antes bien a modo de confesión de parte, un reconocimiento del sesgo perverso que impregna a este imaginario de justicia como venganza, tan acentuado en nuestros días. Sin querer queriendo, una vez más, la televisión proclama así una dolorosa verdad a gritos: en la sociedad contemporánea, al menos hoy, la justicia se reduce a pena.
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