PáGINA 3
› Por Pankaj Mishra
Ya a principios de la década de 1830, Tocqueville diagnosticó –casi según la idea budista del trishna– la peculiar desazón de la gente que vivía en una sociedad democrática y de abundancia material: “Los habitantes de los Estados Unidos se aferran a los bienes de este mundo como si les hubieran asegurado que no van a morir, y se lanzan de manera tan precipitada a por aquellos que se ponen a su alcance que se diría que continuamente temen dejar de vivir antes de haberlos disfrutado. Los cogen pero sin agarrarlos demasiado fuerte, y pronto los dejan escapar para ponerse a perseguir nuevos placeres”.
Tocqueville también mencionó que la búsqueda de la igualdad lleva a la gente a la envidia y al resentimiento. Eso le permitía explicarse el “asco por la vida que a veces se apodera de ellos en medio de una existencia fácil y tranquila”. Afirmaba que en las sociedades democráticas la gente disfrutaba de la vida más intensamente y en mayor cantidad. Del mismo modo, “las esperanzas y deseos quedan a menudo frustrados, las almas están más despiertas e intranquilas y las preocupaciones se hacen más acuciantes”.
En la década de 1960, dicha desazón llevaba a mucha gente de clase media a experimentar con las drogas, la sexualidad y las religiones y filosofías orientales que encontraron en libros tan inesperadamente populares como el I Ching, el Tao Te Ching, el Bhagavad Gita y El libro tibetano de los muertos. Artistas e intelectuales se vieron instintivamente atraídos por el budismo, en especial por el zen, cuando iba aparejado con la psicoterapia en los libros de D. T. Suzuki, un estudioso japonés, y en los de Alan Watts, un inglés que escribió acerca de las regiones asiáticas. El budismo, que llegó por primera vez a América disfrazado de racionalismo protestante, se veía ahora como algo que ponía énfasis en la espontaneidad y la expresión creativa, exhortando el rechazo de la autoridad y la convención.
Tal como escribió Jack Kerouac en 1954:
Que el yo sea tu linterna,
que el yo sea tu guía:
Así habló el tathagata
advirtiéndonos de las radios
que llegarían
algún día
y harían que la gente
escuchara las automáticas
palabras de otros.
Ginsberg y Kerouac habían conocido a Suzuki en Nueva York, donde este último, en la década de los ’50, dio clases en la Universidad de Columbia durante seis años, ante un público entre el que se contaban el compositor John Cage y el psicoanalista Erich Fromm. En 1956, Anchor Books publicó el libro de Suzuki Budismo Zen, con una introducción de William Barrett, autor de libros sobre el existencialismo, que proponía el zen como método para salir de la trampa de la existencia moderna, a la que ni la ciencia ni la metafísica occidental habían proporcionado ninguna certeza o sentido.
En 1958 Kerouac publicó su novela Los vagabundos del Dharma, que hablaba de “la gran revolución de la mochila, miles o millones de jóvenes americanos (...) todos ellos lunáticos del zen que se ponían a escribir poemas que surgían en sus mentes sin razón aparente”. Su novela introdujo a los jóvenes americanos a las ideas casi budistas de la liberación espiritual. El mismo año, la revista Time anunció en un artículo sobre Alan Watts que “el budismo zen se está poniendo de moda por momentos”.
El interés que el budismo despertó al principio en los Estados Unidos llegó en gran medida a través de una forma enormemente peculiar del zen, en el que el budismo podía personalizarse, abrazarse sin responsabilizarse, mezclarse con drogas y psicoterapia y seguirse sin disciplina ni instituciones. Algunos de esos añadidos sobrevivieron, pero al acabar los ’60, los norteamericanos conocieron muchos más tipos de budismo, llevados a los Estados Unidos por una nueva oleada de inmigrantes procedentes de Tailandia, Corea, Japón y Vietnam tras los cambios efectuados en la ley de inmigración de 1965.
La idea de un “budismo comprometido” arraigó más profundamente a medida que los refugiados tibetanos, que huían del Tíbet cuando éste cayó en manos de la China comunista, comenzaron a llegar a Occidente en grandes cantidades en los años ’60 y ’70. A medida que la presencia tibetana se ampliaba, el budismo adquiría otra forma en los Estados Unidos. En los ’60, por lo general, el budismo, y sobre todo el zen, seguía dirigiéndose al individuo, respondía a su necesidad de una huida puramente personal y particular de la opresión de un mundo hiperracional. El budismo que había entrado en la cultura dominante a través de una profusión de sectas y de los medios de comunicación, en los ’80 y los ’90 seguía orientándose hacia los laicos. Pero el renacimiento y el karma ya no desempeñaban un papel central en Asia. Para muchos americanos conversos, el budismo aparecía “sin creencias”; era “un agnosticismo existencial, terapéutico y liberador”.
La meditación se convirtió en la práctica central del budismo en los Estados Unidos. Y puede que el énfasis que ponía el Buda en la meditación no fuera el único motivo. La meditación era una de las pocas prácticas estimulantes de que disponía el hombre moderno. Como antigua forma de experiencia mística, le permitía liberarse de la conciencia nerviosa, irritable, disciplinada y cargada de información que se les exigía poseer en su mundo cotidiano de trabajo y responsabilidad. Al mismo tiempo, no lo separaba de las fuentes de su sustento, una lección que aprendieron los gurúes de la New Age, que lo ofrecían como sustituto de la psicoterapia, y los directivos de las grandes empresas, que introdujeron a sus empleados a la meditación.
Este fragmento pertenece a Para no sufrir más. El Buda en el mundo (Anagrama), el libro que el escritor indio Pankaj Mishra (autor del excelente debut literario Los románticos) dedica a la historia del budismo, desde el Tíbet a California.
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