Domingo, 13 de enero de 2008 | Hoy
PáGINA 3
Por Natali Schejtman
Es bastante impresionante lo que no deja de pasar con Britney Spears. Asistimos como espectadores a una debacle que los paparazzi hacen lucir como cliché: sexo, droga y doctores, de los de la salud y de los de la ley. Por suerte, digamos que por suerte, Britney Spears también engordó, confirmando un estado realmente desbandado de su vida y su carrera. Porque hay que decirlo: si fuera por chicas como Kate Moss, entrar a rehabilitación tres veces en un mes todavía tendría un aura de glamour.
Lo curioso es que esto no matiza en nada el odio desmedido que despierta Britney: cada nuevo bochorno, cada nueva aparición incomodante –como la de los MTV Awards, en la que bailó dopada–, cada hecho noticioso denigrante –le sacaron la custodia de sus hijos, ni más ni menos– se convierte en comidilla envenenada para monstruos mediáticos, y también genera una especie de desilusión para el americano medio que gasta yema en tipiar castigos –incluso divinos– por haber vendido una imagen virginal y luego maternal, y luego tirar las dos por la ventanilla de la limusina de Paris Hilton. Ella, la princesa del pop, está caminando por una cornisa, un recorrido que incluso podría tener algo de Madonna a la inversa: va del blanco al negro. Para peor, parece una vez más no estar decidiendo nada. Tal vez la demolición de ese modelo robótico y feliz que tan bien funcionaba provoque el repudio, la burla y el enojo, todo dentro de un desconcierto que tiene mucho de necesidad de despegarse de la máquina fallada.
Lo de la desilusión no es algo menor. Una búsqueda de un segundo en el mar de comentarios que despierta la princesa convertida en sapo de pozo depresivo deja ver ese tono despechado: “es una perra”, “sale con hombres casados”, “tal vez va a ser arrojada en una cárcel mexicana y sus hijos van a perder todo contacto con ella”, “antes tenía simpatía por ella, pero cuando vi lo idiota que se comporta como madre, eso cambió”. Britney como personaje mediático se consume de la misma forma que su música ligera. Pero también su derrape pudo haber comenzado en parte como una reacción al pulgar para abajo de la crítica que le hundió la boca del estómago y la dejó un poco muda y un poco tarada.
En medio de todo esto, Britney Spears sacó un discazo hiperproducido, que se llama, justamente, Blackout (“Apagón”). El sonido tiene tanto tratamiento encima como la misma princesa en los últimos meses, y el resultado es de una despersonalización metálica que impresiona cuando se la superpone a los gritos de auxilio que se oyen de las fotos más recientes. Entre el reconocimiento –se la oye, a pesar de la distorsión lubricada– y la rareza: escucharla susurrar, pretendidamente sexy, frases como “I’m crazy” genera cierta incomodidad. Su interpretación ni cargo se hace: el tema “Piece of me” tiene un intento de sinceridad tan desdibujado detrás de los efectos de sonido que se vuelve desencajado de la realidad de la Britney perseguida. Dice cosas como “soy la señorita sueño americano desde que tengo 17”, “no puedo ver el daño en trabajar y ser madre a la vez”, “soy la señorita ‘oh, Dios, Britney no tiene vergüenza’”, “soy la señorita ‘está muy gorda y ahora muy flaca’”. Después de darlo por sentado y ratificarlo un par de veces, es el momento de repetir el título en forma de pregunta: “¿Ahora estás seguro de que querés una parte de mí?”. Pero en el disco la pregunta es quién es ella y a quién nos estamos refiriendo realmente. Todo el disco –incluidas estas canciones un poco más, si se quiere, “verdaderas”– se oye con una superación, una premeditación y un sonido excitado, irresistible y extraordinario, que confirman la escisión radical entre la Britney del poster y la de las guardias periodísticas.
Pero, ¿acaso esperábamos que, después de todas las noticias que nos arrojó, se iba a aparecer con una guitarrita electroacústica sobre la tarima de un tugurio del Oeste americano, cantando sobre lo duro que es ser adicto? ¿Acaso creíamos que su rapada tenía algo de la mística de Sinead O’Connor? Britney no dejó de derrapar como Britney, con ese nivel de perfección y exageración de producto cerrado.
Ahora, de su época de cortocircuito salió Apagón, un disco que ostenta la mejor ingeniería técnica musical, y es esa paradoja la que permite extravagancias tales como que todos nosotros sepamos que acaba de perder la custodia de sus hijos y que eso forme parte de un espectáculo penoso, mientras ella, en el último tema del disco, por un chico del que se está alejando, se pregunta: “¿Por qué debería yo estar triste?”.
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