Domingo, 13 de enero de 2008 | Hoy
NOTA DE TAPA
¿Qué certezas en apariencia inamovibles se vieron resquebrajadas en la última década por el alud de información aportado por los avances tecnológicos? ¿Cuáles son los paradigmas que están a punto de torcerse, quebrarse o cambiar? ¿En qué se creía y ahora se cree lo opuesto con el mismo convencimiento? Desde hace nueve años, el extraordinario sitio Edge.org no sólo reúne a buena parte de los científicos más destacados de la actualidad, publicando sus ensayos y discusiones de manera regular, sino que todos los eneros empieza el año publicando las respuestas de sus miembros a una única pregunta. Preparándose para su décimo aniversario, la de este año fue: “¿En qué ha cambiado de opinión?”. Acá, diez de las mejores respuestas.
Por Federico Kukso
No es necesario perder valiosos milisegundos tipeando la palabra en Google o en Wikipedia. Ni siquiera hay que sumergirse en las decenas de blogs que uno visita a diario (para olvidar su contenido un segundo después) si quiere comprender de qué se trata la cosa. Hace ya varios años, el sitio web Edge (www.edge.org) trascendió la inasibilidad y la evanescencia propia de los no-espacios de Internet para emerger y consagrarse como uno de los faros-guía de la denominada “tercera cultura”. Creado, organizado y mantenido por el editor John Brockman, no es tan visitado como Facebook, Twitter o Youtube pero sin dudas es más interesante. Mezcla de ágora y boletín de los ensayos más ácidos e inteligentes del momento, oficia de punto de encuentro de los representantes de la intelligentzia global.
Y para hacer bien entretenido el asunto cada año, desde 1998 arranca cada enero con una pregunta lanzada a más de cien pensadores. En 1999 el interrogante fue “¿Cuál es el invento más importante en los últimos 2000 años?”; en 2001, “¿Qué preguntas desaparecieron?”; en 2005, “¿Qué creés que es verdad y no podés probarlo?” y para 2006 y 2007 fueron, respectivamente, “¿Cuál es tu idea peligrosa?” y “¿En qué sos optimista?”.
La pregunta de 2008 no podía ser menos inquietante y, como si se tratara de una gran publicidad, es prologada por su propio lema: “Cuando al pensar cambiás de idea, eso es Filosofía. Cuando Dios te hace cambiar de idea, eso es Fe. Cuando los hechos te hacen cambiar de idea, es Ciencia: ¿En qué cambiaste de opinión?”. Y sigue: “La ciencia se basa en evidencias. ¿Qué sucede cuando cambian los datos? ¿Cómo han afectado los diversos descubrimientos científicos y los argumentos cambiando las ideas de la gente?”.
Moduladas por un “antes” y un “después”, hay respuestas para todos los gustos. El neurobiólogo Joseph Ledoux creía que los recuerdos se almacenaban en la memoria y se podía acceder a ellos una y otra vez. Ahora piensa que los recuerdos originales se pierden y que “sólo recordamos lo último que hemos recordado”. El matemático/ciberpunk/escritor Rudy Rucker cada vez está más seguro de que las computadoras podrán imitar la mente humana. El diseñador Krai Krause afirma que el software es puro arte. Y el biólogo Richard Dawkins se replanteó su propia teoría del handicap en biología evolutiva.
Entre las 164 confesiones (y 111.530 palabras), Radar seleccionó las diez mejores respuestas. Mejor leerlas antes de que cambien nuevamente de opinión.
Durante gran parte de mi carrera, creí que en los cimientos de la realidad física estaban las leyes físicas –magníficas, inmutables, trascendentes, universales–, relaciones matemáticas infinitamente precisas que gobernaban el universo con la misma firmeza con que lo haría cualquier dios. Hace tres años, sin embargo, caí en la cuenta de que tales leyes constituyen una excepcional e injustificada idealización. Porque: ¿cómo podemos estar seguros de que las leyes son infinitamente precisas o cómo sabemos que son inmutables y que se imponen sin el menor cambio desde el comienzo al fin del tiempo? Más aún, las leyes mismas de la naturaleza aún no han sido explicadas del todo. ¿De dónde vienen? ¿Por qué son como son? O simplemente, ¿por qué existen?
Entonces, di un giro de 180 grados y adopté más bien la idea de las leyes de la naturaleza como un conjunto que emergió con el universo en vez de pensarlas como si hubieran sido estampadas desde afuera como la marca de un fabricante. Las leyes “inherentes” que ahora concibo no son absolutas ni perfectas, sino más bien confusas y flexibles, aunque en nuestra cotidianidad no percibamos las imperfecciones.
El punto de vista ortodoxo sobre la perfección de las leyes físicas representa un vestigio monoteísta que dominó la ciencia en sus comienzos. Si queremos explicar las leyes, en cambio, debemos abandonar el legado teológico que afirma que son fijas y absolutas y reemplazarlo con la noción de que los estados del mundo y las leyes que los unen forman una unidad dinámica interdependiente.
Paul Davies es físico y profesor de filosofía en el Centro Australiano de Astrobiología en la Universidad de Macquarie, Sydney. Es autor de libros como Los últimos tres minutos, ¿Cómo construir una máquina del tiempo? y La mente de Dios.
Hace diez años afirmé en mi libro Cómo funciona la mente que, en términos biológicos, los seres humanos probablemente no sigamos evolucionando. “Durante el 99% de la existencia humana –aseguré–, las personas vivieron en pequeños grupos nómadas. Nuestros cerebros están adaptados a esa antigua forma de vida, no a la civilización industrial. No están hechos para lidiar con muchedumbres anónimas, lenguaje escrito, la policía, los ejércitos, la medicina moderna, la tecnología. Si nuestra especie está evolucionando, está ocurriendo demasiado despacio e imprevisiblemente como para advertir la dirección”.
Sin embargo, en este tiempo me vi forzado a cuestionar la idea de que la evolución humana se detuvo alrededor de la época de la revolución agrícola. Aún faltaban varios años para que se completara el Proyecto Genoma Humano y nos deslumbrara con sus resultados. Uno de ellos, por ejemplo, sugiere ahora que miles de genes –alrededor del 10% del genoma–, han estado bajo una fuerte selección. Es más: ciertos estudios indican que la selección natural incluso se habría acelerado a lo largo de los últimos miles de años. Si estas afirmaciones se mantienen, el campo de la psicología evolutiva se verá forzado a reconsiderar la suposición simplificada de que la evolución biológica concluyó hace 50 mil años (actualmente la psicología evolutiva considera que cualquier adaptación post revolución agrícola es 100% cultural).
El estadounidense Steven Pinker es psicólogo experimental y científico cognitivo. Es autor de El instinto del lenguaje, Cómo funciona la mente, Palabras y reglas y La tabla rasa.
Gran parte de lo que creía sobre la naturaleza humana y la naturaleza del conocimiento ha sido alterado por la Wikipedia. Sabía que la propensión humana al vandalismo tan propia de los jóvenes y aburridos –muchos de los cuales hay online– impediría cualquier proyecto de una enciclopedia editada por sus propios usuarios. Todo lo que sabía sobre la estructura de la información me convenció de que el conocimiento no emergería espontáneamente de simple información, sin mucha energía e inteligencia dirigida a transformarla deliberadamente. Todos los intentos de escritura colectiva en los que participé terminaron siendo un desastre olvidable.
Cuando se lanzó la primera encarnación de Wikipedia en 2000 (por entonces se llamaba Nupedia), les eché un vistazo a los procesos de edición y reescritura y no me sorprendió que no despegara del todo. ¡Qué equivocado estaba! El posterior éxito de Wikipedia continúa sobrepasando mis expectativas. A pesar de las debilidades y virtudes de la naturaleza humana, sigue mejorándose. Tanto lo bueno como lo malo de los individuos es transformado en el bien común, con un mínimo de reglas. Y ahora es más fácil restaurar los daños que provocarlos (vandalismo). Así los buenos artículos prosperan y sobreviven. Con las herramientas adecuadas –una burocracia mínima y casi invisible–, resultó que una comunidad colaborativa puede más que un conjunto de individuos ambiciosos y competitivos.
Aún no advertimos los límites de la “inteligencia wiki”. ¿Se podrán hacer de la misma manera –colectiva y anónimamente– películas, canciones, libros? El modelo de Wikipedia ha hecho que este tipo de socialismo comunitario no sólo sea pensable sino deseable. Y es algo que cala hondo en la nueva generación: se sabe que es mejor compartir canciones online que tenerlas guardadas. Odio decirlo, pero hay un nuevo tipo de comunismo o socialismo suelto en el mundo, aunque ninguno de estos términos obsoletos pueda captar con precisión lo que significa este nuevo fenómeno colaborativo.
Kevin Kelly es ingeniero, matemático y ensayista (kk.org). Fue el fundador de la revista Wired y es autor del clásico Out of Control: The New Biology of Machines, Social Systems, and the Economic World.
Como muchos, quería creer que nuestros océanos y atmósfera eran básicamente recipientes ilimitados con una capacidad infinita de absorber los desperdicios de la existencia humana. Quería creer que la solución de los problemas de los combustibles les iba a corresponder a las futuras generaciones. Hoy, la información es irrefutable: las concentraciones de dióxido de carbono se han incrementado en nuestra atmósfera como resultado de la actividad humana desde el comienzo de las primeras mediciones. Sabemos que once de los últimos doce años rankean entre los años más calurosos desde 1850. Aunque nadie sabe con certeza las consecuencias de este calentamiento global, algunos han asegurado que provocarán cambios catastróficos: derretimiento de capas de hielo, aumento de nivel del mar, océanos más cálidos y por ende tormentas más fuertes, inundaciones, sequías... Ocurran o no, estamos conduciendo un experimento peligroso sobre nuestro planeta; uno que necesita ser detenido.
Se necesitaron casi cien mil años para que la población humana llegara a los mil millones en 1804. En 1960, sobrepasamos los tres mil millones y en los próximos 45 años pasaremos de ser 6500 a 9 mil millones de seres humanos en la Tierra. Yo nací en 1946, cuando había 2,4 mil millones de humanos. Hoy hay tres personas por cada una que nació en 1946 y pronto habrá cuatro.
Nuestro planeta está en crisis y requiere que movilicemos todas nuestras fuerzas intelectuales para salvarlo. Por supuesto, están aquellos que prefieren creer que el futuro de la vida en la Tierra continuará tal cual lo ha hecho en el pasado. Desafortunadamente para la humanidad, al mundo natural que nos rodea no le importa lo que creemos.
Craig Venter es biólogo y fue el fundador de la compañía privada Celera Genomics que decodificó el genoma humano. Actualmente está abocado al desarrollo (¿o creación?) de vida artificial o sintética.
Como mucha gente, hubo un tiempo en el que confiaba en la sabiduría de la Naturaleza. Ahora creo que esta visión romántica es el resultado de una peligrosa y atrofiante mitología.
Cada más o menos cien millones de años, un asteroide o cometa del tamaño de una montaña se estrella contra la Tierra matando casi todo lo que camina. Si alguna vez necesitamos la prueba de la indiferencia de la naturaleza respecto del bienestar de organismos complejos como nosotros, ahí hay una. La historia de la vida en este planeta ha sido una de destrucción ciega, sin misericordia, y de renovación tambaleante. Los registros fósiles sugieren que una especie sobrevive, en promedio, entre uno y diez millones de años. El concepto de “especie” puede ser engañoso y hacernos pensar que, como Homo Sapiens, hemos alcanzado cierta posición dominante en el orden natural. Y no es así. La vida es más bien un flujo: no hubo un primer miembro de la especie humana y no hay en la actualidad miembros “originales”. No hay nada en nuestro linaje ancestral o en nuestra biología que dicte cómo vamos a evolucionar en el futuro. Nada en el orden natural exige que nuestros descendientes se parezcan a nosotros. Seguramente, en las generaciones venideras nos transformaremos tanto que no nos reconoceremos.
Así planteado el asunto, ¿es mejor dejar las cosas libradas al designio de la Naturaleza y su sabiduría? Hubo un tiempo que así lo creía. Ahora sabemos que a la Naturaleza no le importan ni los individuos ni las especies. Los que sobreviven lo hacen a pesar de su indiferencia. El proceso de selección natural esculpió nuestro genoma a su estado actual sin pretender maximizar la felicidad humana. La Naturaleza no puede “ver” la mayoría de las cosas que hacemos y no hizo nada para prepararnos para los desafíos que enfrentamos. No estuvimos hechos para sobrevivir el Paleolítico ni menos para sobrevivir a la vida del siglo XXI. La madre Naturaleza no ha estado allí, ni ahora ni nunca, para cuidarnos y protegernos.
Sam Harris es neurocientífico y autor de The End of Faith.
Cambié de opinión respecto del e-mail. La primera vez que lo utilicé, en 1980, fue un sueño hecho realidad. Era por entonces la invención más maravillosa y práctica de las ciencias de la computación. Un mensaje rápidamente tipeado permitía un nuevo tipo de comunicación asincrónica. Era barato (gratis), rápido, y más eficiente que el teléfono, el correo, el fax... Sólo tus colegas tenían tu dirección.
Después aparecieron los attachments y abrieron la caja de Pandora. De repente, cualquiera tenía el derecho de mandarte un “paquete” de cualquier tamaño a tu buzón (virtual). Ahora estamos rodeados por listas de correo, webmail gratis, spam en hotmail, cadenas de mails, virus, mails musicales, mails en html, flash, javascript, RTF, URL (direcciones) falsas, videos virales, engaños nigerianos, Powerpoints que a nadie le importan, spam que bloquea spam y así, ad nauseam.
Lo peor es el precedente legal que establece que los mails enviados desde una red le “pertenecen” al empleador. Es como si también le pertenecieran las ondas sonoras que emitís desde tu garganta al hablar por teléfono. Y no hablemos de las iniciativas que pretenden intervenir las comunicaciones digitales sin la necesidad de una orden judicial.
El e-mail se convirtió en una pesadilla de la que tenemos que despertar. No tengo aún una solución. Hasta entonces, sólo llámenme.
Jordan Pollock es investigador en ciencias de la computación y fue el responsable en 2007 de construir por primera vez robots capaces de desarrollarse y construirse a sí mismos.
No solemos prestarle mucha atención al futuro a largo plazo: las inversiones se hacen de acá a una década o a lo sumo a dos. Sin embargo, estamos subestimando el poder del cambio. Por ejemplo, necesitamos mantener la mente abierta a la posibilidad de que los seres humanos cambiemos drásticamente en los próximos siglos. Nuestros antepasados medievales europeos tenían una perspectiva cósmica bastante constrictiva. Su cosmología –de la creación al apocalipsis– abarcaba tan sólo unos miles de años. Hoy, con excepción de algunos creacionistas, gracias a la teoría de la evolución nos manejamos con la idea de millones de años. Es absurdo pensar en los seres humanos como la culminación del árbol evolutivo. Las criaturas que presencien la desaparición del sol dentro de 6 mil millones de años no serán estrictamente humanos; serán, en cambio, tan distintos a nosotros como nosotros somos distintos a un molde de limo.
Sin embargo, pese a estas ideas, la escala de tiempo que usamos para planificar o pronosticar se ha acortado en lugar de ampliarse. Los cambios inducidos por el ser humano están ocurriendo a una velocidad galopante. Es difícil predecir lo que va a ocurrir dentro de cien años porque lo que ocurrirá depende de nosotros: éste es el primer siglo en el que los humanos podemos transformar colectivamente –incluso causando estragos– toda la biosfera. La humanidad misma dentro de poco será maleable: nuevas drogas y hasta implantes cerebrales cambiarán lo que llamamos “humano”. No sabemos hasta cuándo nuestros descendientes seguirán siendo claramente “humanos”. Nuestra especie cambiará y se diversificará más rápido que sus predecesores a través de modificaciones inducidas, no mediante selección natural únicamente. Si bien aún se discute cuánto tiempo tardará esto en suceder, se presume que la era posthumana está a sólo siglos de distancia.
Hasta ahora pensaba que estos pensamientos eran irrelevantes y que sólo les concernían a académicos especuladores y a cosmólogos. Pero con las actuales y veloces transformaciones tecnológicas provocamos cambios que resonarán por siglos. Somos los custodios de un futuro posthumano –aquí en la Tierra o más allá– que no puede ser dejado únicamente bajo responsabilidad de los escritores de ciencia ficción.
El británico Martin Rees es un multipremiado astrónomo y autor de Just Six Numbers: The Deep Forces That Shape the Universe y Our Final Hour: A Scientist’s Warning: How Terror, Error, and Environmental Disaster Threaten Humankind’s Future In This Century-On Earth and Beyond.
Durante la mayor parte de mi vida consideré la noción de “alma” como una fantasiosa invención religiosa. Concordaba con el ganador del Nobel Francis Crick que en su libro The Astonishing Hypothesis proclamó que “el neurobiólogo moderno no tiene la necesidad de recurrir a este concepto religioso para explicar el comportamiento de los humanos y otros animales”. Pero, ¿la idea del alma es tan descabellada? ¿Está más allá de la razón científica?
Desde el punto de vista de las neurociencias es fácil afirmar que Descartes estaba equivocado al separar cerebro de la mente: no hay evidencia científica de que un “yo”, una mente individual o alma exista sin el cerebro físico. Sin embargo, hay muchas razones que muestran que el “yo” y la mente no son idénticos o enteramente reducibles al cerebro. A diferencia del cerebro, la mente no puede ser observada objetivamente, sólo se experimenta subjetivamente. Muchas propiedades que causan gran perplejidad del cerebro, la mente y el yo deben ser aún explicadas por la ciencia. No obstante, he llegado a creer que la conciencia individual representa una entidad tan personal y ontológicamente única que cuadra con lo que podríamos llamar “alma”.
No estoy sugiriendo que el alma sobreviva a la muerte del cerebro. El vínculo entre el cerebro y la mente es irreducible; uno depende del otro. El alma no es una “cosa” independiente del cerebro vivo; es una parte integrante de él, su característica más remarcable, indisolublemente vinculada a su vida y a su muerte.
Todd E. Feinberg es psiquiatra y neurólogo del Albert Einstein College of Medicine, Estados Unidos.
Si hubiera sido mejor en matemáticas, me habría convertido en astrónomo en lugar de psicólogo: siempre me interesaron las grandes preguntas y encontrar vida allá afuera en el universo es la mayor de todas. Trabajé a fines de los ’60 junto a Carl Sagan en la Universidad de Cornell y me llegué a devorar en un día su libro Vida inteligente en el universo (1966), con el que me convenció de que justamente la vida inteligente era algo común en nuestra galaxia. El libro, como muchos sabrán, estima un puñado de parámetros necesarios para la existencia de inteligencia extraterrestre, como la posibilidad de que una civilización técnicamente avanzada se destruya a sí misma o la cantidad de estrellas parecidas al Sol que hay en nuestra galaxia. Su conclusión era que debía haber entre 10 mil y 2 millones de civilizaciones avanzadas en los alrededores. ¡Qué consuelo! El Homo Sapiens podría ser parte de algo más grande, un universo plagado por civilizaciones más inteligentes que la nuestra pues habían sobrevivido a los peligros de la autodestrucción prematura. Sólo había que entrar en contacto y aprender de ellos. Así comenzó a gestarse un programa para encontrar señales de vida inteligente. Pensamos en cómo íbamos a responder si los seres humanos escuchásemos esa señal inteligente. ¿Cuál sería nuestra primera respuesta? Trabajamos en qué escribir en el disco de la sonda Voyager que abandonaría el Sistema Solar. Hoy el programa SETI (Search for Extraterrestrial Intelligence) tiene casi 40 años. Los investigadores escanean el cielo y tres millones de voluntarios analizan los datos desde sus computadoras. El resultado ha sido nulo. Obviamente hay muchas razones: sólo hemos analizado una fracción del cielo o quizá las civilizaciones avanzadas no usan técnicas de comunicación con señales capaces de ser captadas por nosotros. Quizá la vida inteligente es tan distinta de nosotros que estamos mirando en los lugares equivocados. Tal vez se están escondiendo. Así que cambié mi opinión y creo que Sagan estaba equivocado. El número de civilizaciones avanzadas en el universo es exactamente uno. ¿Qué significa que estemos solos? Que somos el punto solitario en la oscuridad sin fin. O que somos infinitamente preciosos. Significa que tenemos una tarea por delante: sembrar y cosechar la vida inteligente más allá de este pálido punto azul.
Martin Seligman es escritor y psicólogo norteamericano (Departamento de Psicología de la Universidad de Pensilvania).
Como muchas personas antes de Darwin, pensaba que los orígenes humanos se podían explicar a partir de la ingestión de carne. Ahora pienso que el gran avance que nos hizo humanos fue la cocina.
Los homínidos comenzaron a comer carne en un mundo prehumano hace 2,6 millones de años, cuando aparecieron los primeros cuchillos hechos de piedra de la mano del Australopithecus habilis o del Homo habilis, eslabones perdidos en la evolución. No eran humanos: sus cerebros eran el doble de grandes del de los simios y sus cuerpos eran del tamaño de chimpancés con brazos largos. Los humanos emergieron recién casi un millón de años después, cuando el Homo habilis evolucionó en Homo erectus. Con ellos, comenzó la cocina, hace 1,6 millón de años. La comida cocinada es el elemento clave de la dieta humana: no sólo es más segura para nuestro organismo, sino que también es más fácil de comer y nos aporta una gran cantidad de energía a diferencia de una dieta cruda. La comida cocinada –que implica el control del fuego– hizo que nuestras bocas y dientes fueran más pequeños y al aportarnos mucha energía nos permitió tener tiempo libre en el que se desarrolló el lenguaje.
No tenemos un registro arqueológico preciso sobre cuándo se empezó a controlar el fuego pero contamos con cierta evidencia biológica de los cambios producidos por la práctica de cocinar la comida. En una papa asada y en un pedazo de carne encontraremos una nueva teoría capaz de explicarnos qué nos hizo humanos.
Richard Wrangham es un primatólogo británico y profesor de antropología biológica en la Universidad de Harvard.
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