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Domingo, 8 de junio de 2003

PáGINA 3

Los fabricantes de tortas

Por Horacio Bernades
“Yo no filmo pedazos de vida sino de torta.” Allá por los años 60, cuando de pronto Hollywood supuso que la tarea del cine y la televisión consistía en imitar a la vida, Alfred Hitchcock reivindicó su derecho –y el de los espectadores– a hacer cine por puro placer. Elíptico y conciso como un koan zen, el aforismo hitchcockiano esconde sentidos algo más huidizos. Uno de ellos es la idea de que, como la buena repostería, el cine que de veras importa se fabrica artesanalmente. Otro, que una película no debería ser parte de la diaria rutina alimenticia sino el gusto que uno se da cada tanto, tal vez como modo de autoconvencerse de que la vida es más rica de lo que en verdad es.
Patas de una gigantesca maquinaria audiovisual cuyo único objetivo es reproducirse a sí misma, en el cine y la televisión contemporáneas ya nadie filma pedazos de torta. Bueno, nadie, nadie, no. Desde el año pasado, Damián Szifron, jovencísimo director, guionista, productor y montajista de Los simuladores (tiene 27 años) filma pedazos de torta y los sirve de noche, todas las semanas. Al oponerse al esclavizador costumbrismo de las comedias familiares, a la tierra arrasada de los reality shows y la pretensión especular de cada talk-show, el programa que acaba de ganar el Martín de Fierro de Oro le mojó la oreja a los dioses tutelares de la televisión criolla. En lugar de esas crasas simulaciones de lo real, Los simuladores celebra los brillos de la descabellada invención.
La fiesta de inventar historias no es otra cosa que el motivo central, la razón de ser, el dispositivo mismo de Los simuladores. Santos, Ravenna, Lampone y Medina (asistidos en esta segunda temporada por un equipo de emergencia y por el habilísimo perro Betún) funcionan como lo haría un team de cineastas. Famosos por su rigor, eficacia y profesionalismo, cada semana una persona en problemas los contrata como podría hacerlo un productor, para hacerles un encargo. Para ayudar a la víctima de turno (que tanto puede ser un estudiante mal preparado como un deudor acosado, una fan de Paul McCartney o un presidente impotente) los cuatro mosqueteros se sientan a una mesa, urden un guión, lo ponen en escena y finalmente lo actúan.
Uno de los mayores placeres que proporciona el programa es que para sus puestas en escena estos creadores integrales (como lo es el propio Szifron, que se ocupa desde la producción hasta el montaje) no adhieren a ninguna forma de realismo. Contratados por las razones más nimias y domésticas, ellos sin embargo las resuelven mediante el exceso imaginativo, el floreo de tramas y subtramas, el roce con lo inaudito. A la hora de inventar historias no les tira lo simple, lo mínimo y sencillo. Aman la exuberancia, el barroquismo y la desproporción. Para desalentar a un comisario reaccionario inventan una invasión marciana, aprovechando que al tipo le da por los platos voladores. Para convencer a otro de que está perdiendo la memoria confeccionan una realidad alternativa y lo convencen de que la vivió, para después olvidarla. Para lograr que un comerciante de la salud privada atienda a un paciente desahuciado, le hacen creer que si da pruebas de ser un fundamentalista de la medicina social ganará el Premio Nobel.
En otras palabras, los simuladores no fabrican pedazos de vida, sino de torta. Didácticos sin ninguna pretensión de serlo, instruyen al espectador en un juego olvidado: el de entrar a ese mundo alternativo llamado ficción, desmontar de a poco las palancas que lo mueven y experimentar la maravilla de sus resultados. La ficción como un tablero minuciosamente armado: hete aquí algo que, tal vez por exceso de desgano, los jóvenes cineastas argentinos no suelen practicar, y cuyos placeres y recompensas Damián Szifron viene a recordar. Crear un mundo paralelo, con su lógica y reglas propias, no es cosa fácil. Requiere dedicación, artesanato, espíritu lúdico. Si muchos cineastas argentinos no se muestran proclives aintentarlo, tal vez sea por estar demasiado distraídos con el propio ombligo.
Quizás en ese recuperado placer de la invención resida el mayor aporte que el creador de Los simuladores viene a hacerle a su época. La buena noticia es que no está solo en el empeño. Fabián Bielinsky, autor de Nueve reinas, y Mariano Llinás, realizador de Balnearios, también creen que en cine no hay un mundo más feliz y perfecto que el inventado. Más tortas y menos choripán, entonces, para el futuro cine y la televisión criollos.

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