Dom 15.06.2003
radar

PáGINA 3

Peck

POR JOSÉ PABLO FEINMANN

No era un buen actor, pero tampoco lo necesitaba: era Gregory Peck. Más que admirarlo, uno lo quiere. Estos tipos se mueren y se te va un pedazo de la vida. Estos tipos se mueren y uno advierte que tal vez está cumpliendo más años de lo aconsejable, de lo saludable, por decirlo así. Ya van a ver ustedes –los menos veteranos que yo– cuando se les mueran Pacino, De Niro o Tom Cruise. No es fácil. Uno nunca pensó que Peck o Jack Lemmon podían morirse. De hecho, Peck no solía morir en sus películas. Aunque siempre que murió, lo hizo bien y morir lo favoreció. Quiero decir: debió haber hecho más villanos. Eran ellos, con frecuencia, los villanos, digo, quienes le birlaban algunas películas. En Cielo amarillo, Richard Widmark lo da vuelta. Y en Cabo de miedo, Mitchum. En cambio, él revienta la silver screen en Duelo al sol. Podía ser malo y hasta sexualmente opulento. No hay quien lo ignore: ese final con Jennifer Jones, ese coito a tiros entre las rocas calientes es parte de la eternidad. Su mejor papel lo hizo en un western memorable de Henry King: The Gunfighter. (Traduzcamos El pistolero, pero creo que en mi barrio, cuando la vi, tenía otro nombre.) Peck se había puesto un bigote grueso y muy macho, y andaba por ahí con aire triste, metido para adentro. Al final, lo matan. Lo mata un actorcito muy joven que se llama Skip Homeier y que después no hizo casi nada, pero mató a Peck en una película, y no cualquiera. Peck fue también el Capitán Horatio Hornblower en El conquistador de los mares y se enamoraba de Virginia Mayo, de quien, antes que él, estaba yo enamorado, y se la apretaba en un oscuro pasillo del navío y todo el cine se ponía a chiflar y a gritar cosas sucias y feas sobre Virginia Mayo y yo me moría de los celos y de la vergüenza, ya que mi novia se mostraba insólitamente impúdica y parecía disfrutar mucho de todo eso. También fue el Capitán Ahab y creo que Hornblower le salió mejor, porque era más fácil, menos atormentado. Y siempre que Peck quería hacer un “gran” papel, doblaba la boca en un rictus desdeñoso o caudillesco, sí, peor, caudillesco, algo más cerca de Mussolini que de Ahab. Ahora andan diciendo que Ahab fue su gran interpretación, pero es falso de toda falsedad. En Moby Dick, Gregory es prolijamente despedazado por los formidables actores secundarios que, precisamente, lo secundan: Richard Basehart, Leo Genn, Harry Andrews. Pero no hay caso: eran buenos actores, pero no eran Gregory Peck, que tenía, es el momento de decirlo, una pinta bárbara y enamoraba a todas las mejores chicas de Hollywood. A Ingrid Bergman en Cuéntame tu vida (ella, actoralmente, lo aniquila, cosa que no logra ni por asomo con Bogart en Casablanca). A Lauren Bacall en Designios de mujer. A Audrey Hepburn. A Sophia Loren. A Jane Fonda en Gringo viejo, gran mano amorosa que le da Puenzo.
El Oscar le llega con Matar un ruiseñor, donde también Gregory quiebra la boca en ese gesto adusto que era, para él, la grandeza. No siempre se veía envarado. En La princesa que quería vivir estaba divertido y seducía a todos. Levantaba demasiado la ceja derecha y exageraba los tonos graves de su voz. Robert Downey Jr. lo imita muy bien en una película que hizo con Marisa Tomei. Downey no es Peck. Es un gran actor y un ser atormentado. Peck, no. Peck es apolíneo. Es un demócrata. Debió ser él el presidente y no Reagan. Pero queda dicho: los villanos siempre lo ensombrecieron. Y Reagan era un villano, un villano muñecoide y patético, pero malo de verdad.
Es tan triste que se muera. Hizo Sólo los valientes y estaba muy bien. Hizo Los depravados y estaba mejor. Hizo Los cañones de Navarone y estaba inolvidable. Conjeturo que Sólo los valientes no era muy buena. Un crítico, recuerdo, dijo: “Sólo los valientes llegan hasta el final”. Ahora el final le llegó a él, a Peck. (Si ese crítico se murió o sigue vivo, el mundo lo ignora.) Y te llaman del diario y te dan la pálida: se fue Gregory. Epa, no queda nadie. Salvo Kirk Douglas, con la boca doblada y boludeando, metiendo pena. Salvo Glenn Ford, pero a quién le importa.Salvo Richard Widmark, que anda por los ochenta y nueve, porque es del ‘14. Y sí, es el próximo. En medio de la tristeza, desgarrado, ya voy pensando su necrológica. Prefiero, sí, preparar su necrológica y no que él, a los, pongamos, noventa, se encuentre con la mía en algún recóndito site de Internet. Y ni siquiera sepa que lo quise tanto. Más que a Peck. Y eso que a Peck, como todos, lo quise un montón.

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