Dom 29.06.2003
radar

PáGINA 3

Cuenta regresiva

POR J.G. BALLARD

¿Y si la ciencia moderna fuera un genio que escapó a nuestro control y ya está demasiado lejos para que podamos volver a encerrarlo en su botella? Our Final Century (“Nuestro siglo final”), de Martin Rees, es uno de los libros más provocativos y perturbadores que he leído en años, y sus profecías sobre una perdición inminente son mucho más amenazadoras que la ciencia ficción más apocalíptica.
Cuando terminé las últimas páginas, luego de enjugarme un sudor metafórico de la frente, vi por la ventana unas flores abiertas, dispuestas a vivir su breve existencia, y a un grupo de gorriones regateando alegremente en su modesto mercado matrimonial, y me sorprendió que la naturaleza siguiera reuniendo la energía y el interés necesarios para sostener la vida cotidiana que nos rodea.
Pero si Martin Rees está en lo cierto, todo ese esfuerzo puede ser inútil. Rees –uno de los astrónomos vivos más distinguidos del mundo, ex presidente de la Asociación Británica para el Avance de la Ciencia– escribe con un estilo lúcido y medido, como quien informa al pasar sobre la proximidad de un gigantesco asteroide que en breve acaso destruya nuestro planeta.
En cuanto a nuestro futuro en general, Rees observa que “hay sólo un 50 por ciento de posibilidades de que la civilización actual sobreviva al fin de este siglo”. El asteroide, en este curso particular de colisión, es la ciencia, y también nuestra imposibilidad colectiva de controlarla.
Casi no hay aspecto de la actividad científica actual que no tenga su potencial amenazador. El ataque devastador contra las Torres Gemelas se apoyó en dos herramientas confiables pero (comparativamente) primitivas: el fanatismo y la tecnología aérea desarrollada en los años sesenta. Es triste, pero día tras día los científicos actuales crean armas mucho más avanzadas, a menudo sin saber en qué manos puede caer el resultado de su trabajo.
Rees despliega sus argumentos con calma. Hay en el aire virus de ingeniería que pueden borrar poblaciones enteras. La manipulación genética puede producir una raza de seres humanos diseñada para vivir en hábitat extremos como el espacio o el fondo del mar, pero animada por una misteriosa mente post-humana: gente capaz de mirarnos con los mismos ojos helados que el Homo sapiens posó alguna vez en los estólidos Neandertaleses. Y las computadoras superinteligentes que gobernarán nuestro mundo podrán absorber lo que les resulte útil de la mente humana y descartar todo el resto como basura biológica.
Que un científico tan importante como Rees ventile tan feroces ansiedades es señal de que algo anda mal. Quien en la década del treinta haya leído, como yo, revistas populares y enciclopedias, recordará el enorme optimismo que despertaban entonces la ciencia y sus promesas de un mundo mejor. Habría trenes y aviones cada vez más veloces, fábricas y casas más eficaces (y un robot obediente que se ocuparía de limpiar todos los lunes, de modo que las amas de casa pudieran pasearse por sus livings resplandecientes, muy parecidos, creo recordar, a las salas de exposición de las concesionaria de autos), adelantos en radioterapia que derrotarían al cáncer... El mundo sería un lugar más rico, tanto social como moralmente, y la ciencia sería su arquitecta.
La Segunda Guerra y las bombas atómicas lanzadas sobre Japón ensombrecieron esa luz nueva y deslumbrante. Por primera vez los científicos empezaron a autocuestionarse, y muchos se pronunciaron contra el desarrollo de la bomba de hidrógeno.
Pero el progreso científico tuvo su propio ímpetu, como la gente no tardó en advertir, y superó el control de los políticos y las urnas electorales. No hay avance científico, por benéfico que sea, que no tenga su lado oscuro. Los antibióticos salvaron millones de vidas, pero crearon las resistentes cadenas bacterianas que hoy colonizan nuestros hospitales. La computación transformó la comunicación en todo el planeta, pero nunca como ahora hubo tantas oportunidades para la vigilancia totalitaria. Por sobre todas las cosas, como señala Rees, la ciencia desafía la idea que tenemos de nosotros mismos como seres humanos. Nuestros primeros ancestros hominoides aparecieron hace 4 millones de años, y hace más o menos 60 mil años que los humanos modernos reemplazaron a los Neandertaleses. Pero en este siglo, los “cambios que sufrirán los cuerpos y cerebros humanos no estarán sujetos al ritmo de la selección darwiniana”. Una combinación de implantes cerebrales y drogas podría multiplicar nuestro poder intelectual o permitirnos aprender incorporando los datos directamente en el cerebro; aunque ese doctorado instantáneo también puede tener sus imprevistos: “Disculpe, le hemos dado Origami avanzado en vez de El teatro de Tom Stoppard. ¿Son tan difíciles de distinguir?”.
El panorama es horrible, aunque sospecho que pueden salvarnos nuestra propia obstinación y perversidad, dos cualidades que la ciencia pocas veces advierte. La ciencia da por sentado que somos criaturas ampliamente racionales, regidas por un calculado interés propio, tanto a nivel grupal como personal. Pero eso no es verdad, como lo ilustran millones de novelas, historias de vida y testimonios judiciales. El peligro es que entendamos inconscientemente que nuestra única esperanza de libertad, y nuestra única posibilidad de encerrar otra vez al demonio de la ciencia en su botella, reside en nuestra propia psicopatología.

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