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Domingo, 13 de julio de 2003

PáGINA 3

Emoción violenta

Por Marta Dillon

No hace falta decir demasiado de la poca efectividad –y mucho menos actualidad– de los diez mandamientos. Descontando el alma santa de Escrivá Balaguer y tal vez la del padre Antonio Rungi, que acaba de editar el Manual para arribar al otoño con el sexo invicto –guía para jóvenes en vacaciones–, pocos podrán jactarse de no haber deseado jamás la mujer del prójimo. Afortunadamente, las mujeres quedamos excluidas de pecar sólo por tener deseos interdictos, un santo olvido perdonable si se toma en cuenta que hace menos de un siglo que las mujeres tienen categoría de poseedoras de alma. Sin embargo, entre las diez reglas de oro hay una que, mal que mal, aún tiene consenso aunque más no sea de palabra: No matarás. Este es el título que eligió María Laura Santillán para su nuevo programa, una elección que, en sus palabras, quiso dejar en claro el punto de vista del programa. Algo así como un mea culpa por montar un ciclo basado en entrevistas “a fondo” con gente que sí había matado. Que María Laura suscribe a pie juntillas este mandamiento queda muy claro después de la primera emisión del ciclo. Por si las moscas, lo repite y lo repite, cada vez que después de un corte la rosa blanca que sirve de separador y es la marca registrada del programa se quema con un fuego que parece surgir de su propio corazón. Una linda metáfora para un programa destinado a desentrañar “crímenes pasionales”, es decir esos crímenes en los que el arma asesina fue empuñada por impulso de la pasión, ese sentimiento ciego que no entiende de razones. De más estaría decir que el Derecho Penal cuenta con una figura para justificarlos: la emoción violenta. Figura que sirvió, por ejemplo, para atenuar la pena de Marcelo Llinás, que mató tres veces a su esposa –primero la dejó en coma de un puñetazo, después intentó asfixiarla con una toalla y más tarde le prendió fuego porque ella insistía en seguir respirando–, sólo porque ella le pidió el divorcio y él manifestaba serias dificultades para asumirlo. Lo malo es que Santillán y su equipo no se ocupan de la emoción violenta sino de la pasión, se supone, puesta al servicio de la muerte. Pasión que, si nos dejamos guiar por la estética del programa, con sus boleros, sus letras inglesas, rosas que se queman por su propio fuego, sumada a las alocuciones de la conductora –”¿Qué separa al amor del odio?”– parece remitida a esa que provoca que los amantes caigan uno en brazos del otro más allá de clases sociales, distancias y convenciones; como corresponde a un buen culebrón. Y si digo malo no es porque de lo que se trata el programa, al menos en su primera entrega, es de un típico caso de violencia conyugal en el que la víctima pone fin a una relación de opresión del único modo en que su imaginario –y las escasas cuando no nulos recursos que el Estado pone a su alcance para defenderse de manera civilizada– se lo permite. Digo malo porque en América latina, según cifras de la Organización Mundial de la Salud, la violencia conyugal es la quinta causa de muerte de mujeres menores de 50 años. Digo malo porque según esa misma fuente el 70 por ciento de mujeres de la región ha sufrido o sufre violencia conyugal.
“La pasión según Cristina” fue el nombre del primer envío. Cristina está presa a pesar de que sin necesidad de peritos se podría decir que antes de terminar con su calvario sufría del síndrome de la mujer golpeada, descripto en diccionarios de psiquiatría por fuerza de militancia de muchas mujeres en los últimos 50 años. Cristina se sentía, según sus palabras, desvalorizada, sin fuerza, aislada, condenada sin razón a soportar que su marido, el mismo que la sedujo alguna vez y la hizo sentir privilegiada por estar a su lado, la amenace con “pasarle 220 por la concha”, amén de pegarle sistemáticamente a ella y al hijo de ambos. Es que Carlos, como si todo fuera poco, fue parte de un grupo de tareas durante la última dictadura y por lo tanto hábil a la hora de desubjetivizar –anular por completo– a otra persona. Cristina no mató a su marido durante una pelea o durante una golpiza: lo mató después de haber salido de su casa, cuando pudo pensar que era injusto lo que sucedía, que de algún modo tenía que terminar. Y lo que la decidió a apretar el gatillo fue escuchar cómo seguía torturando al hijo de ambosque no pudo llevarse con ella. Esta no es una historia de amor, esta es una historia de sometimiento a la que una mujer desesperada, pero hábil a la hora de resistir, puso fin de la manera que pudo. Que María Laura Santillán adorne la historia con boleros de Chavela Vargas y se pregunte cuán largo es el camino del amor al odio –bastaría decirle que es el que tarda en golpear una piña, por ejemplo– no sólo es un absurdo. Es desconocer décadas de lucha del movimiento de mujeres por hacer visible la violencia conyugal que algunos jueces –y muchísimos comunes– todavía consideran una cuestión privada. Pero además es condenar y confundir a miles de mujeres que sufren esta situación a diario y la soportan creyendo que lo hacen por amor a sus maridos, que alguna vez podrían cambiar, a sus hijos, a sus familias o a los mandatos sociales. Por suerte Cristina, la protagonista de lo que Santillán llama pasión, es lo suficientemente lúcida como para hacerse cargo de que lo que hizo fue para defenderse y para no caer en esa pose –que de todos modos María Laura insiste que vio, que sí, que ella pudo percibirlo– del arrepentimiento tardío para conformar a la moral media. Habría que preguntarse qué diría Santillán, la enérgica denunciante de barbaridades como las que se cometían en el Hogar Felices los Niños, si el padre Grassi ahora le dijera que todo lo que hizo lo hizo por amor. ¿Le dedicaría uno de sus envíos?

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