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Domingo, 13 de julio de 2003

CRóNICAS

La ley de la frontera

Son dos ciudades: una alemana y la otra polaca, separadas por un río que parte a Europa al medio. Una encarna la síntesis de la Alemania recesiva: tiene fama de criar neonazis, sus industrias de la ex RDA están en la ruina y los extranjeros andan con ojos en la nuca. Del otro lado, una especie de Tijuana fantasmal languidece entre casas de juego y tabaquerías a mitad de precio. Aquí, una crónica desde las costas del río Oder, o las alcantarillas de la Unión Europea.

POR PABLO PLOTKIN
Desde Frankfurt an der Oder/Slubice

“No fue tan excitante como prometían”, comenta Dietrich Schroeder frente al río Oder, conduciendo su camioneta a través de una costa de baldíos y playas grises regadas de restos industriales. “El cambio, el libre mercado...”, murmura. El pulóver y el peinado anacrónicos lo revelan como un auténtico “Ossie”, un alemán del este que se quedó en el este y que vio la caída del Muro en un televisor a perillas encargado con una década de anticipación al Estado de la República Democrática. “Tengo que cortarme el pelo”, dice alisándose una mata espumosa que empieza a ralear en la coronilla. “¿Me acompañás a Polonia?”
Hundido en un colchón de vapor, el Oder (u Odra, en polaco) es la frontera entre Alemania y Polonia y, se supone, la grieta que divide las dos Europa. Sólo hay que viajar una hora y media en tren desde Berlín hacia el este de Brandeburgo: atravesar los ranchos de Fangschleuse, las locomotoras oxidadas de Hangelsberg y los pródigos cultivos de Fürstenwalde. Al llegar a la estación de Frankfurt an der Oder, la reputación de esta ciudad de 70 mil habitantes obliga al forastero a moverse con ojos en la nuca. Se supone que este confín de Europa central, modelado a bombazos y dotado de seis mil departamentos vacíos por abandono, es una especie de criadero de neonazis. Al menos eso es lo que se comenta en Berlín: “¿Vas a Frankfurt Oder? Tené cuidado”.

Sombras
Antes de la Segunda Guerra Mundial era la capital de una vasta región que comprendía un buen bocado de lo que hoy es el oeste polaco. El ejército soviético la destruyó en un 80 por ciento y, al momento de la partición, Alemania se quedó sólo con la costa occidental del río. Del otro lado del puente, desde entonces, flamea la bandera roja y blanca, y las prostitutas políglotas se pasean por las calles decrépitas como las mejores cónsules de las alcantarillas de la Unión Europea.
Durante el tiempo de la RDA, Frankfurt Oder era un margen industrial más o menos productivo del régimen. El Estado mantenía en funcionamiento una ribera de fábricas de microelectrónica que le daba trabajo a buena parte de la población. Luego de la reunificación, con las puertas abiertas a la tecnología occidental, esas fábricas comenzaron a perder sentido y, hoy, al cabo de trece años de la caída del Muro, sólo les dan trabajo a 300 personas.
Frankfurt Oder no es una de esas ciudades de la ex RDA que aprovecharon los beneficios de la reunificación. Durante los dos primeros años, los obreros de la zona fantasearon con la idea de que el capitalismo era una versión idílica del comunismo: nadie trabajaba, porque no había producción, y el Estado de la República Federal proveía subsidios a las regiones molidas por la transición. “Era una especie de sueño”, recuerda Dietrich, el “Ossie” que escribe sobre asuntos de fronteras para el diario regional Maerkische Oderzeitung. “Por eso el desengaño fue especialmente doloroso. Cuando eso se acabó y muchos se enteraron de que el capitalismo consistía en hacer algo por tu propia cuenta, se sintieron terriblemente frustrados. Los polacos, en ese sentido, entendieron mejor que los alemanes las lecciones del capitalismo.”
Así es que, hoy, la cifra oficial de desempleo en Frankfurt Oder supera el 20 por ciento, pero en la práctica se habla de un 30. La ciudad se convirtió en un lugar indeseable, la síntesis de la Alemania recesiva y el modelo de condado del este apagado y sin más horizonte que las tabaquerías a mitad de precio al otro lado del puente, donde todavía se paga en zloty. La Universidad Europea de Viadrina, inaugurada en 1991, pudo haberle cambiado la cara a la ciudad, pero sólo generó la consolidación de un grupo de jóvenes cuya única certeza es que, al finalizar sus estudios, se irá a vivir a otra parte. Se dice que lo mejor de estudiar en Viadrina es el expreso a Berlín. “Vivimos en las sombras”, asegura Christian Hirsch, un joven alemán casado con Dominika, una polaca a la que le restan un par de finales para ser abogada. Dominika cuenta: “Los polacos tenemos mala fama en Alemania: para ellos somos todos ladrones, putas o, en el mejor de los casos, vagos. Y, por extraño que parezca, la cosa empeora a medida que te acercás a la frontera”.

Lonsdale
Al anochecer, la sensación de vacío se profundiza alrededor del puente y en una plaza central de cemento frecuentada por algún que otro skinhead, perros Rotweiller y gatos gordos que van a buscar calor debajo de los autos estacionados. Los edificios chatos, herencia arquitectónica de la Alemania comunista, no ofrecen más luz que la que se filtra por las rendijas de las persianas bajas. El viento barre las cenizas de enredadera que cubren los balcones de los departamentos deshabitados.
Periódicamente, los medios alemanes reportan desde aquí el ataque a un extranjero. A comienzos de este año, por ejemplo, un francosenegalés abordó el tren equivocado, creyendo que iba a Frankfurt (Main), la capital financiera de Alemania, y fue recibido a golpes en la estación. Los habitantes de Frankfurt Oder aseguran que el nivel de violencia y xenofobia de la ciudad es igual o menor al de Berlín, sólo que las historias del Salvaje Este suelen ser más atractivas para la prensa. “Hace cinco o seis años era peor”, reconoce Schroeder, que no tiene nada que ver con el canciller. “Las organizaciones neonazis reclutaban a chicos de 13 o 14 años, les lavaban el cerebro y los hacían parte de un proyecto del que no tenían mucha idea. El asunto es que, durante el tiempo de la RDA, el gran tabú político era el nazismo. De manera que, al momento de plantear un choque generacional con sus padres, los chicos optaban por el fascismo como camino de rebeldía.”
El aparato represivo funciona bastante bien con la extrema derecha en Alemania. Además de haber desmembrado a una cantidad importante de patotas neonazis, el gobierno consiguió convertirlos en seres marginales, denunciando sus simbolismos secretos, sus códigos y sus modos de operación. En estos días, los fascistas de Frankfurt Oder se dispersan en el “ghetto”, el suburbio de la ciudad. Ahí, los rapados deambulan sin grandes planes ni consenso con sus borceguíes negros y cordones blancos, camisetas estampadas con el “88” (código cifrado que representa la doble H de “Heil Hitler”) y buzos marca LoNSDAle, cuyas letras centrales reúnen casi todas las siglas del Partido Nacional Socialista de los Trabajadores Alemanes.

Tijuana del odra
En una playa de pasto seco, dos orientales se bajan de un auto alemán y encaran el puente en dirección a Slubice. “Muchos traficantes de cigarrillos son vietnamitas”, informa el barman de un kneipe fronterizo. “Ahí van de nuevo... Igual que los rusos en el casino de Slubice, ¿sabías? Ahí la mafia rusa lava su dinero. Ese casino es el punto medio hacia el otro mundo.”
Para alemanes y polacos, cruzar el puente es un trámite de segundos. Para un argentino lleva algunos minutos. Los guardias de frontera, metidos en garitas oscuras empapeladas con fotos de terroristas buscados, examinan durante un rato el pasaporte, consultan el archivo digital y sellan el documento en cada cruce.
Slubice de noche es una especie de Tijuana con escenografía de pueblo fantasma. Una calle peatonal pegada al Oder ofrece su módica carta de perdiciones: juego, prostitución, alcohol y tabaco a bajo precio. Las peluquerías polacas, adonde los alemanes como Dietrich van a cortarse el pelo por un par de euros, bajan las persianas cuando las aguas del río se ponen negras. Los buzos con las siglas de la CCCP, producto de la revisiónmelanco-estética del tiempo de la Cortina de Hierro, se esparcen entre otras baratijas y cajones de verdura.
Slubice es un pueblo camino a la nada. Los pocos restaurantes cierran antes de las diez de la noche, los bares convocan a un par de borrachos solitarios y, al igual que en Frankfurt Oder, los estudiantes del Collegium Polonicum se encierran en sus dormitorios. En los bares se escucha música de los ochenta: Cyndi Lauper, Fama, Michael Jackson... Todo en este borde polaco parece responder a patrones estéticos de hace 25 años. Acá no hay miseria desesperante. No hay hambre. Pero tampoco hay nada que hacer. Es una zona suspendida entre un Estado de bienestar y un malestar existencial. La intersección entre dos mundos distintos, conectados por el mismo desánimo y una historia insoportable.
El ingreso inminente de Polonia a la Unión Europea genera sensaciones contradictorias a ambos lados del puente. La apertura de fronteras, se supone, fortalecerá el intercambio que promueven las autoridades de la zona. Pero hay mucha gente del lado alemán que trabaja en la estructura que restringe el tránsito de frontera, cosa que se achicará cuando Polonia forme parte del continente euro. A la vez, a muchos polacos de clase baja les resulta más rentable trabajar en negro por un par de meses del otro lado del río, cosa que se acabará con el cambio de status.
“Acá se habla de trabajo en conjunto...”, resopla Christian Hirsch en el crepúsculo, caminando lento por una calle vacía, flanqueada de edificios bajos y restaurados. “¿Qué clase de trabajo en conjunto? Si hay algo que nos hermana a polacos y alemanes, en esta región, es la desocupación y la falta de perspectivas. Mirá...” Christian señala la vereda de un bar decrépito a orillas del río. Un alemán y un polaco ebrios, sentados en el frío, conversan en un idioma indescifrable. “Ese es el verdadero trabajo en conjunto entre Frankfurt Oder y Slubice”, dice Hirsch. “Ahí están las dos Europas dándose la mano.”

Enemigos intimos
Cuando la guerra en Irak estaba a punto de estallar, los vecinos del Oder convocaron a una manifestación al anochecer: ocupar el puente, portar una vela encendida y conectar a fuego las dos ciudades en señal de paz. Del lado alemán había un par de cientos de personas; del lado de Slubice había sólo una estudiante de 23 años, Marta Zygadlo. “¿Te das cuenta lo que es esto?”, pregunta Marta. “No sé qué le pasa a la gente acá en Polonia. Están como dormidos. Creen más en la política de Estados Unidos que en la europea. Bueno, tienen sus motivos históricos, es cierto, pero Bush...” Marta planea abandonar Slubice cuando termine su tesis de Derecho. “Acá no hay trabajo, no hay nada. Para estudiar no está mal, porque no tenés distracciones. Pero después... Ése es el problema de estas ciudades. Van a ser pueblos de ancianos. Los jóvenes huyen.” Mientras en Alemania el repudio a la guerra de Irak fue casi unánime, entre el pueblo polaco se hablaba de un apoyo condicionado. En Berlín, algunos creen que el hecho de que Polonia vaya posiblemente a formar parte de un gobierno de posguerra en Bagdad responde a una idea de Donald Rumsfeld para profundizar la división entre las dos Europas. La vieja y la nueva. La poderosa y la pobre. La víctima y el villano.
Bastante ajena a los titulares de la política internacional, Frankfurt Oder todavía vive el trauma del cambio político. Se esperaba que, abierta al “mundo moderno”, la zona experimentara un florecimiento económico basado en el ingreso de las grandes marcas. Sangre nueva, nuevo consumo. El proceso fue más bien el inverso. Los habitantes más inquietos se mudaron a las ciudades del oeste de Alemania; las compañías hicieron cuentas y concluyeron que, después de todo, el este de Brandeburgo no era una región demasiado jugosa para hacer negocios.
En una peluquería de Slubice, situada a unos 150 metros del río, Malka besa dos veces a Dietrich Schroeder y le dice algo en polaco. La tinturaroja de la estilista se funde con el neón que enmarca una foto de Tom Cruise en la época de Top Gun. Junto al espejo, Rob Lowe sonríe en blanco y negro.
Dietrich asegura que la historia de Brandeburgo en el mundo moderno se escribe a partir de una serie de frustraciones. “En la RDA, el Estado era mamá y papá. De repente, esa entidad omnipotente desapareció y cada cual tuvo que arreglárselas por sí mismo. Las personas se sintieron usadas, parte de un experimento político de manipulación y abandono. Berlín, que está tan cerca, tampoco parece encontrar su lugar”, dice Dietrich, señalando el oeste y desajustándose el delantal. “Es una ciudad que se mira demasiado a sí misma. Creo que esta parte de Alemania vive un proceso existencial extraño, muy poco alemán: vivir el hoy, salir a beber, no pensar demasiado en el futuro. A mí no me disgusta, pero no sé qué va a resultar de todo esto. El tiempo dirá.”
El tiempo ahora dice que se hizo de noche y que Dietrich tiene que pagar los 10 zloty de corte + lavado. Tres veces menos que al otro lado del río Oder.

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